Si quieres ser conocido y no conocer, entiérrate en un pueblo; si quieres conocer y no ser conocido, vive en una ciudad.

(Charles Caleb Colton)

Definir una ciudad es complejo porque ellas existen en la complejidad. Y son complejas porque en una ciudad se intercomplican las complejidades de los individuos, cuyas complejidades son dinámicas, interminables y donde diferentes complejidades vuelven a entrelazar mentes infinitamente complejas. Todo va y vuelve en un revoltijo de causas y efectos intercambiables a lo que se le suma lo impredecible en las líneas de acción de cada individuo... y cualquier descripción que intentemos no puede seguir el ritmo de la evolución sabiamente desnortada de estos complejos sociales.

Es que en una ciudad, la descripción misma no sólo es incapaz de ir más allá del instante en que opera sino que, encima, viene a iniciar una línea de causas y efectos nueva que se irá mezclando con las anteriores, siguiendo ignotas leyes. Pero no cambia para el observador sino que cambia con y en el observador. En consecuencia, la observación cambia sin que el observador se percate de que al realizar una observación propia, al mismo tiempo es condicionado y condicionante del conjunto. Así es la vida de un sistema. De modo que en una ciudad, pasado, presente y futuro conviven con entera naturalidad: barriadas tranquilas, adoquinados antiguos, edificios modernos, avenidas lujosas con multitudes que trabajan, descansan o visitan, compran, venden o se venden. Memorias y proyectos. Mañana, tarde y noche: la ciudad no puede descansar en el tiempo porque, en gran medida, es el tiempo.

Nos referimos, claro está, a las ciudades verdaderas y no a esos pueblos grandes que están lejos de ser ciudades. Cierto es que se suele poner como referente “objetivo” la cantidad de habitantes por unidad de área para definir si una población es una ciudad, pero el salto cualitativo de pueblo grande a ciudad no es consecuencia de la cantidad de habitantes, sino de las propiedades emergentes de esas aglomeraciones de edificios y almas. Las propiedades emergentes refieren a aquellos aspectos que aparecen en la esfera de los acontecimientos espirituales de la ciudad sin poder ser previstas por ningún cálculo de base: la ciudad sorprende. Una ciudad es aquella aglomeración de personas y construcciones que tiene un espíritu acabado y universal que subsume en él a todas las individualidades en una individualidad enteramente diferente, única y original. Un fantasma gigantesco, inabarcable al que rinden sus vidas y realidades todos sus habitantes.

Arte, humor y lenguajes propios son sus características principales. Las ciudades desarrollan un folklore privativo de la ciudad, una identidad. Son diferentes. La diferencia respecto del mundo y sus pueblos es lo que destaca a una ciudad: se convierten ellas mismas en mundos... y cada mundo, y tal como es de prever, desarrolla sus clases especiales de gente. Las clasificaciones pueden ser muchas, por supuesto, y dependerán de los observadores que las confeccionen.

Sin embargo, todos saben que existe una categoría de personas que vive muy apegada a los mecanismos más íntimos de la ciudad. Gentes que surgen de sus componentes más entrañables. Son los sobrevivientes. Los que conocen al dedillo cada rincón de la maquinaria mutable de la ciudad y se ajustan a cada cambio del entorno, lo que les permite ver a la ciudad íntima -secreta, vedada al turista y al Hombre medio-, como mucho más estable y previsible. Mientras el turista o el Hombre común pueden estabilizar el entorno a través de reconocer horarios de trenes, subterráneos o restaurantes, el sobreviviente estabiliza su mundo urbano, medular y a la vez marginal, sabiendo cómo viajar gratis en subterráneos y en trenes o dónde conseguir comida, baños o albergue para pasar la noche. Siempre tienen amigos, mujeres o algún lugar querible a donde poder ir a emborracharse... Parafraseando a Sartre: su libertad es su condena, y su condena los libera.

Geometría urbana

La construcción de las ciudades, según la tradición judeocristiana, fue atribuida a Caín (Génesis 4: 17). Es un síntoma de sedentarización entre pueblos nómadas, y por tanto de una verdadera cristalización de procesos circulares: la procronía: su vida cotidiana se predice a sí misma cada día. Pero cuando comienzan a emanar identidad, materia cultural sólida y comienzan a tender a ser cuadradas, como símbolo de estabilidad, la iteración novedosa -valga el oxímoron- será su fortaleza.

Los redondos campamentos nómades abandonan el símbolo de la rueda y de la impermanencia y empieza a formarse una ciudad. Mientras lo cuadrado es lo material, lo circular sigue deambulando como primordio del espíritu de una ciudad que puede llegar a serlo algún día: quizás una preñez y un parto, quizás la fractura de un hueso, quizás un valle con buena caza... cualquiera de estos elementos puede desencadenar sedentarismo. La antropóloga Margaret Mead enseñaba que el hueso quebrado y cuidado en un esqueleto antiguo, puede ser señal de civilización. Y donde hay civilización, hay ciudades.

Es bajo este esquema conceptual que el paraíso terrenal es circular y manifiesta un simbolismo errante y animal (la ofrenda de Abel), mientras que la Jerusalén Celeste, que cierra el ciclo, es cuadrada y mineral. El Hombre madura: nace, vive y muere y aparece la necrópolis: la ciudad sin emigrantes: la ofrenda de Caín, la ofrenda de cultivos y trabajo, la ciudad cuadrada, la cristalización del cuerpo... la maldición adámica de haber iniciado el camino hacia Dios.

Las ciudades verdaderas se establecían como centro de algún mundo propio que quiere volver a Dios o como eje trayendo lo celestial a lo terrestre. Por esta causa es que tienden a ser centros espirituales y por lo que tótems, obeliscos, menhires, túmulos o catedrales se hallan en la “zona céntrica”. Las llamadas “ciudades babilónicas” tenían una referencia religiosa central -un zigurat, por ejemplo- que reaparece como pirámide en el modelo de Tenochtitlán, en Mesoamérica. El modelo de la “ciudad griega” -con un espacio central vacío- es el que predomina en el mundo hoy. Por su lado, la llajta (o ciudad) incaica tenía una organización mixta entre babilónica -con un sitio sagrado central donde se efectuaban sacrificios y ceremonias religiosas-, y griega, ya que se trataba de una plaza pública, existiendo, políticamente, el ayllu que era una comunidad de parentesco real y/o totémico, como cementación social de los habitantes.

En la Heliópolis o “ciudad del sol” egipcia (Iunu en egipcio y On copto), cerca de El Cairo, teníamos un centro cultural de primer orden, donde estudiaron, entre otros, Solón, Platón y Pitágoras y lugar de residencia del Jefe de los Observadores, nuestros actuales “episcopos” (los que miran por encima) u obispos, que vigilaban la aparición de Sothis -Sirio- justo antes de la salida del sol, anunciando la crecida del Nilo. Es también el caso de Salem o Shalem, “la ciudad de la paz”.

Dicho nombre deriva de un antiguo dios ugarítico que refiere al “labio inferior” del ocaso y la paz, mientras que su hermano, Sahar es la “estrella de la mañana” (el amanecer o “labio superior”). *Shalem aparecía en el nombre, por ejemplo, de Jerusalén o en el de Salomón. También es el caso de la misteriosa Ciudad de la Luz y la inmortalidad, que refiere al almendro: Shaked en hebreo o “el despertar” (por florecer en primavera) y que luego Jacob llamaría Beth-El o “Casa de Dios”, encerrando diferentes simbolismos semíticos de la almendra: la misteriosa Ciudad de Luz, en tanto que ciudad de la inmortalidad, a la que se accedía desde la base de un almendro, relaciona a la dureza exterior de la almendra -lo material y mortal- y el blando alimento que encierra: lo inmortal.

Heliópolis, por su parte, reflejaba una estructura zodiacal, así como la Jerusalén Celeste: una ciudad de doce puertas (tres por punto cardinal), que se corresponden a los doce signos zodiacales, y a las doce tribus de Israel. Esta división duodecimal era también practicada en las ciudades romanas e hindúes. De hecho, la importancia de la astrología en la construcción de las ciudades necesitaban de la observación del sol, sus movimientos, y cuyo plano coincide a menudo con las posiciones de diferentes estrellas y constelaciones, especialmente la Osa Menor y su estrella Polaris.

En Roma, como en gran parte de Asia -Angkor, India, China-, la ciudad se termina planificando según aquellos aspectos que se consideran dominantes: vientos costeros, aguas subterráneas o superficiales, camino de la luz solar en el día o, incluso, corrientes telúricas. La cuadratura de una ciudad, en tanto que concebidas para asentarse definitivamente y ser un centro de poder se ajustan a una orientación determinada. En la India, por ejemplo, los lados de la ciudad responden al número de castas. En Roma, como en Angkor o en Pekín y otras ciudades de influencia china, se trazan dos vías principales (en Roma, el Cardus maximus de norte a sur y el Decumanus maximus de este a oeste) uniendo las cuatro puertas cardinales y haciendo que el plano de la ciudad se asemeje al mandala cuaternario simple de Shiva, donde los cuatro lados de la ciudad refieren a las cuatro castas, apareciendo como la cruz del mandala.

Del mismo modo, un mandala de 64 espacios resulta en el plano de Ayodhyā la ciudad de los dioses, a orillas del río sagrado Arayu y una de las siete ciudades santas (Sapta Puri) del hinduismo. En tanto que mandala, la ciudad que entrampa al cuaternario modela al mundo y no sólo se convierte en una suerte de capital espiritual sino que también sintetiza el alma del imperio que representa. Es interesante ver que, así como el yogui (el “macizo”) que contempla el mandala mental le resultan indiferentes las sendas de “entrar” o “salir” de él, la ciudad mandálica oscila entre lo macro y lo microcósmico indiferenciados.

Esta disposición hace de la capital el centro y el resumen del eventual imperio: las seis direcciones del espacio (Norte, Sur, Este, Oeste, Cenit y Nadir) emanan de ella y allí confluyen. En todas las direcciones espaciales se irradia la virtud regia y, por principio político-religioso, el resto del mundo y sus ciudades “orbitan” a su alrededor. Mientras tanto, por las puertas llegan los reconocimientos del vasallaje y se expulsan las malas influencias y se llevan a cabo, en muchos casos, las ejecuciones.

Según Platón, la capital de los atlantes, Atlantis nêsos o “Isla de Atlas” estaba dispuesta en círculos concéntricos: un anillo interior como residencia de la élite de Guardia Real; otro más exterior de agua; luego el Hipódromo, con jardines, santuarios y campos de entrenamiento; un subsiguiente anillo de agua con puerto y, finalmente, la metrópolis amurallada. Todo atravesado por un canal con agua del mar que unía los tres anillos de agua. Si bien se dice que representa la perfección celeste, resultaba en una eventual materialización de aquella, en un ideario político: un régimen que hoy llamaríamos tiránico y que expresaba la contraparte ideal de Atenas en la mentalidad cuasi fascista de Platón (Karl Popper).

En el centro de la ciudad Ayodhyā, sobre el monte Meru, está la estancia de Brahma o Brahmapura: en sánscrito: “ciudad de Brahma” la estancia de Brahma también llamada Brahmāloka, es el sitial que comparte con la diosa Saraswati. También se lo conoce como Satyaloka (satya: verdad, loka: mundo, o sea: “mundo verdadero”) o como Satya bagecha (bagecha significa “jardín”) en los Puranas: es la ciudad verdadera en cuyo centro está el palacio/mundo Brahmapura.

Brahmaloka es un jardín lleno de flores y es la ciudad planeta más gozosa a la que se puede llegar: el mundo de los más piadosos seres humanos que reencarnan con cuatro caras como Brahma. Satyaloka, cubierta con flores de loto gigantes -de las que fluye “energía divina”- tiene por encima el final del universo material y el comienzo de los planetas: Vaikuntha, o morada de Vishnú. Tomado el conjunto como una ciudad-mandala, en el centro encontramos el Brahmānanda, donde Ananda es “felicidad”, o sea: “aquel cuya felicidad es Brahman”, donde Brahman es, podríamos decir, “lo Brahma de Brahma” o el “non plus ultra” de la felicidad eterna que implica Brahma.

En chino, la palabra ching designa la ciudad capital china que desarrolló un acentuado simbolismo de eje. Del mismo modo, en las ciudades angkorianas se establece la montaña como imagen del monte Meru, a su vez centro y eje del mundo. Las murallas exteriores de la ciudad son, macrocósmicamente, las cadenas montañosas que rodean al Universo... y así: ciudad y Universo se identifican. Este templo-montaña contiene el lingam real, el arquetipo del cuerpo grueso y visible inmortal: el lingam, significando “signo”, se utiliza en el Shvetashvatara Upanishad, cuando dice “Shiva, el Señor Supremo, no tiene liūga”. Liūga significa que el lingam de la ciudad es trascendental, más allá de cualquier característica. El lingam es el “símbolo exterior de la Realidad sin forma”, la fusión de la “materia primordial o Prakṛti con la “conciencia pura” o Púrusha en el contexto trascendental del emperador como centro de su ciudad capital, eje del imperio.

Por su lado, la ciudad de Pataliputra fue construida en el sitio del monte Meru como ciudad capital de Magadha, en la dinastía Maurya, el primer imperio indio con el gobernante más famoso: Ashoka. Por su parte, Kash, la ciudad-luz, es la antepasada mítica de Benarés y es homóloga a la parte más alta de la cabeza, por donde el Hombre contacta al cielo. La ciudad divina Brahmapura es también el nombre del corazón: centro del Hombre y donde reside Purusha. Y no es un simbolismo muy diferente el que usa el patriarca zen Huei-neng cuando dice que la ciudad es el cuerpo, las puertas sus sentidos y el rey que allí vive es el sing o la “naturaleza propia” de la ciudad-mundo.

El Logos

En el Medioevo, el hombre era un viajero entre dos ciudades: su vida era pasar de la ciudad de abajo a la de arriba: vivir es peregrinar por sus calles hasta ascender a la ciudad de los santos. Hoy se concibe a la ciudad como símbolo de la madre: protección y contención, con su doble aspecto de defensa, desarrollo y límite: la ciudad posee a sus habitantes e hijos y por eso muchas coronas femeninas se representaban como muros.

En el Antiguo Testamento las ciudades son personas: Gálatas 4:26: “la Jerusalén de arriba es libre: ella es nuestra madre; pues está escrito: regocijate, estéril, que no das a luz; estalla en gritos de júbilo tú que no tienes dolores de parto”. La ciudad alta engendra espiritualmente. La inferior, por la carne, pero ambas son mujer y madre. La ciudad mujer del Apocalipsis es “Babilonia la Grande” como símbolo de Roma entendida como la “anticiudad” de la Jerusalén celeste: “Sobre su frente estaba inscrito un nombre -¡un misterio!-, Babilonia la Grande, la madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra...”. Roma era la dueña de las siete colinas sobre la que se asentaba la iglesia prostituida, como madre corrupta de muerte y maldición...

Estos son sólo acercamientos, vuelos rasantes a ciudades famosas que edificaron el Logos de la ciudad moderna. Una ciudad es un espacio de expansión del significado humano: un laberinto por el que buscamos el amor que nos rescate.

Escribí:

En el café
...
“Y de repente entraron tus ojos
de chispa,
de cristal.

Y me buscaste
entre las mesas,
con el alfanje de tu sonrisa
entre las curvas del humo.

Por la puerta que invita a entrar
a los muertos del frío,
el viento entró al café...
el viento, el invierno
y la noche dura,
y la llovizna negra y sin nombre
y sin bordes que se come a las almas...

Pero entraste,
y sonreías
y me buscabas...

Todos te vieron entrar
como a un sueño que regresa
y que vuelve para dejarse llorar.

(NOTA: yo era, en aquella mesa,
junto al mojado ventanal,
el que no era...
el que te esperaba en el café”.)

La ciudad no es un simple hormiguero, es, según Saussure: “la lengua”, el signo. Sus habitantes, “el habla”, palabras dichas por instantes mágicos y simbólicos y su poder reside en sus palabras que son emergentes de los procesos incognoscibles que surgen y se disuelven en el tejido de las vidas de las personas. Wittgenstein asoció la ciudad al lenguaje: “nuestro lenguaje es como una ciudad vieja: una maraña de callejas y plazas, de casas antiguas y nuevas...”. Para Víctor Hugo, la ciudad era un libro. Para García Lorca, el libro es el pueblo y la ciudad un periódico mentiroso. Y para Borges, un poema indecible...

Como sea, la palabra -el Logos- anima la interfaz entre la urbis -la materia- y la civitas -el ciudadano-. Está en el edificio, en las noticias, grafitis, basuras, películas, mugre, lujo, pordioseros, prostitutas y potentados... la Humanidad misma en un absurdo soliloquio de diálogos que esconde el sentido final de lo humano: la ciudad como metáfora de una compartida soledad en la triste vastedad de un Universo que nos ignora.

Hace más de veinte años que he dejado la ciudad de Buenos Aires y ahora vivo en el campo, junto a una de las más opuestas figuras a la ciudad, que es el mar. ¿Si extraño algo? Sí: el anonimato de Charles Colton, en una mesa de café, de madrugada y siempre esperando... como en un tango.