Los personajes de William Shakespeare siempre han sido emblemáticos. Siglos después de su muerte, su legado continúa resonando. Comedias, sonetos, tragedias… El poeta supo capturar las complejidades de la naturaleza humana en cada verso creado; supo conjugar amor, poder, traición y ambición como temas clave de sus obras, las cuales continúan siendo objeto de estudio y representación en todo el mundo.

De entre sus obras más reconocidas, la que siempre me generó una simpatía especial fue Ricardo III, una de las tragedias históricas más célebres. Explora la ambición desmedida y la corrupción del poder a través de la figura de Ricardo, duque de Gloucester. Si bien estamos ante la figura de un villano, la complejidad del personaje nos permite empatizar e involucrarnos en sus cavilaciones y actos. Se trata de un protagonista tan carismático como oscuro, pues la obra narra la despiadada campaña de Ricardo para ascender al trono de Inglaterra utilizando la maninupación, el asesinato y la traición para eliminar a todo aquel que se interponga en su camino. Fue escrita en 1592 y en esa época predominaban creencias y valores que sin dudas influyeron en la creación de este osado protagonista.

Entonces, ¿qué podemos decir sobre Ricardo III? La obra no solo presenta una visión sombría del deseo de poder, sino que también se adentra en la psicología de uno de los villanos más fascinantes del teatro isabelino, convirtiendo a Ricardo III en una pieza fundamental para comprender la crítica social y política de su época. Quizás fue todo esto lo que me cautivó, quizás fueron las extensas clases de literatura inglesa que cursé en la universidad.

No podría decir que Shakespeare me ganó por cansancio (pues la asignatura la tenía que aprobar y tampoco es que tuviera muchas opciones en si leer o no sus obras), más bien diría que Shakespeare, en ese entonces, me salvó del cansancio y del hastío. De hecho, mi trabajo final versó sobre Ricardo III. Por esa razón, quiero contarles a ustedes por qué el protagonista de esta obra me parece tan complejo como fascinante. Para ello, hablaremos acerca de un tópico que, en mi opinión, condensa todo lo significativo que ocurre en esta pieza teatral en torno a Ricardo: todo lo que acontece tiende a la gestación de la perversidad y la maldad hasta el punto cúlmine de satanizar al personaje.

La música de las esferas y el libre albedrío

En el siglo XVI, había ciertas concepciones y creencias que influían en la cultura y sociedad de la época. Se creía en un orden establecido, en una interdependencia de elementos que conformaban la esencial unidad de la creación. Lo que gobernaba por sobre todas las cosas era la Naturaleza y su orden se manifestaba en el universo, en los seres e, incluso, en el Estado. Se creía que existía una “música”, una armonía entre todas estas esferas. Tillyard menciona que se trataba de una “danza perpetua” en la cual los elementos celestes, divinos y terrenales estaban en constante movimiento pero siempre mediados por esta relación jerárquica. Como si fuese una ordenada peregrinación, esta “danza” se repetía en todos los niveles de existencia. El macrocosmo y el microcosmo están interrelacionados y vinculados. Lo que pasa en uno, repercute en el otro.

Ahora bien, ¿qué rol tiene el ser humano en esta denominada “música de las esferas”? El hombre, como microcosmo del universo y de su universo conocido, posee el rol más importante: es el nexo entre lo divino y lo terrestre, de él depende la preservación del orden universal. No obstante, otra concepción comenzó a emerger durante el período isabelino, la cual puso en jaque esta idea de la predestinación del hombre: el libre albedrío. Comenzó a considerarse que la voluntad del hombre poseía incidencia en los designios de la Fortuna y, por consecuencia, sus actos podrían repercutir en su destino. ¿Qué implicancia tiene esto? Ahora el hombre puede modificar con sus actos el orden establecido y así como podía obrar para el bien, también podría optar por lo opuesto ya que, a fin de cuentas, esto es el libre albedrío: la facultad de elegir. Estamos condenados a la libertad de elegir.

Y Ricardo eligió.

yo, privado de la hermosa proporción,
traicionado en mi aspecto por la vil naturaleza,
deforme, incompleto, lanzado a este mundo
cuando sólo a medias estaba terminado…
Y tan rengo y tan ajeno a las imágenes de moda
que hasta los perros ladran a mi paso…
Ocurre que yo, en esta blanda molicie de la paz,
no encuentro más placer para matar el tiempo
que espiar mi sombra bajo el sol
o glosar las variantes de mi deformidad.
Pues bien, ya que no puedo actuar como un amante
para matar el tedio de estos tiempos galantes,
he decidido actuar como un villano
y abominar de los huecos placeres de moda.
Urdí conspiraciones, indicios peligrosos,
valiéndome de absurdas profecías, de sueños y libelos
para enfrentar a mi hermano Clarence y al monarca
con un odio mortal;
Y si el rey Eduardo es tan leal y justo
Como yo soy astuto, falso y traicionero.

(Shakespeare, V. i. p. 13-14)

Este soliloquio con el cual comienza la pieza teatral nos parece esencial para comprender la obra, pues en él se concentran los elementos de los cuales se ha hablado. Theodore Spencer sostiene en Shakespeare y la naturaleza del hombre (1954) que “para conocer a Dios uno debe conocer Sus obras; conociendo Sus obras se aprende lo que es la naturaleza del hombre para el cual esas obras fueron hechas; y conociendo la naturaleza del hombre se sabe el fin para el cual fue creado, y eso es el conocimiento de Dios” (1954: 19). Ahora bien, ¿de qué modo podría explicarse esta cita mediante el personaje de Ricardo? Definitivamente por medio del absoluto contraste. Esto se debe a que Ricardo quebranta el orden de la creación, irrumpe en la armonía que prevalece en Inglaterra y que él mismo describe en sus primeras palabras.

El corte abrupto se genera, en primer lugar, con la alusión a su nacimiento. En la época se creía en una correspondencia entre el alma y el cuerpo del hombre. Entonces, si un hombre poseía un alma admirable, el cuerpo que la contenía debía ser admirable y espléndido también. Existía una correspondencia entre lo físico y lo moral y la primera aproximación para conocer la belleza del alma era por medio de la belleza del cuerpo, por medio de lo externo, como si se tratara de un espejo. Pero Ricardo no puede “cortejar la imagen de un espejo amante” y sólo puede espiar su sombra bajo el sol, pues la “vil naturaleza” le ha sido adversa y lo ha dotado de un cuerpo “deforme, incompleto y lanzado a este mundo cuando sólo a medias estaba terminado”.

Como el cuerpo de Ricardo no puede reflejar la bella creación de Dios, su alma no puede estar en consonancia con la belleza y admiración del mundo. De este modo, podemos deducir en segunda instancia que como la naturaleza no lo dotó de la gracia para “actuar como un amante”, lo único que queda para él es decidir “actuar como un villano”. En esta decisión yace una toma de posición frente al mundo, frente a la Naturaleza, frente a Dios y también frente a los hombres. Lo perverso en él es explícito y certero, más aún cuando se compara con su hermano Eduardo: el Rey “tan leal y justo como yo soy astuto, falso y traicionero”. De este modo, concluye que enfrentará a sus hermanos con “un odio mortal”, y no hay nada más contrario a Dios y a la benévola naturaleza de los hombres que tal sentimiento.

Resulta sumamente importante destacar el rasgo unnatural, contrario a la naturaleza, que existe en su poder de elección, en su libre albedrío y también en sus futuros crímenes. Ricardo decide actuar con malicia y traición respecto de sus hermanos, de su familia, estando unidos por lazos de sangre que deberían ser inquebrantables. Pero, ¿cómo evitar la corrupción de su corazón si hasta el afecto de su madre parece ser otorgado a medias? Como si este fuera proporcional a su condición “privada de la hermosa proporción”, en el Acto II vemos cómo la Duquesa de York lamenta la muerte de Clarence y Eduardo:

Duquesa.- […] He llorado la muerte de un digno marido
y he vivido contemplando sus reflejos:
pero ahora a dos espejos de su augusto semblante
la muerte maligna los ha hecho añicos
y sólo me queda, como consuelo, un espejo falso,
que me llena de dolor cuando miro mi oprobio en él.

(II.ii. p. 51)

Ambos hijos fallecidos son espejos para ella; espejos donde las magnificencias del mundo se reflejaban. Ellos eran excelencias de la creación al igual que el padre/esposo. Ricardo no es más que un espejo falso, cuyo reflejo desproporcionado e imperfecto llena a la Duquesa de vergüenza y aflicción. Ricardo es lo único que le queda y es un ser incompleto lleno de falsía donde la Naturaleza refleja lo pérfido del mundo y ya no sus bondades. Todo lo augusto y grandioso se ha esfumado, y así se cumplen con la muerte del rey Eduardo las palabras dichas por Ricardo hacia el final de la escena primera del Primer Acto: “que Dios acoja al rey Eduardo/ en su gracia, dejando el mundo a merced/ de mi energía” (p. 17).

Todo queda, en efecto, a merced de sus hazañas. Si el macrocosmo y el microcosmo están en constante interrelación y si, como mencionamos, el papel del hombre es velar por la conservación del orden establecido por la Naturaleza, ¿qué ocurriría si el hombre quebranta sus propios límites? Una especie de “efecto dominó” haría que todos los demás elementos se desborden y desordenen. La prosperidad se tornaría en lo catastrófico y Ricardo establece con claridad esta consecuencia mediante su accionar. Él acaba por trastornar el orden de la naturaleza y desafía sus leyes primarias tales como adorar a Dios, obedecer a los gobernantes, conservar la sociedad común y respetar la sucesión legítima de los hijos. Ricardo es esclavo de sus pasiones y la envidia –al igual que el odio–, su motor.

No obstante, para concluir este apartado es preciso destacar que la obra nos presenta una serie de personajes que son a la vez víctimas y victimarios, pues ninguno está verdaderamente “limpio”, por lo que también en este sentido puede comprenderse aquel efecto de causa y consecuencia del que veníamos hablando. Resulta hasta cómico el modo en que Shakespeare resalta la oscuridad oculta de los demás personajes –como Clerence y el rey Eduardo–, pues generan ya de por sí esta atmósfera de crímenes e intrigas a la cual Ricardo contribuye con más corrupción. Es importante no olvidar que la falsedad es, a fin de cuentas, universal. El mundo que presenta la obra ya estaba destinado, desde antaño, a ser aún más mancillado. Ricardo se presenta, entonces, como un villano efectivo entre un montón de villanos obsoletos en un orden que como “blanda molicie de la paz” ya desde hace tiempo marcha hacia el total desequilibrio.

La dimensión del lenguaje

Ricardo no sólo irrumpió en el orden con hechos, sino que en una primera instancia lo hizo a través de la palabra. Esto puede observarse tanto en su primera intervención como a lo largo de todas las escenas. Muy claramente especificó que “con odio mortal” se enfrentaría a sus hermanos y, en este caso, no hubo un largo trecho desde la palabra al hecho.

No obstante, más relevante aún resulta el modo en que Ricardo emplea la palabra, el lenguaje, como instrumento para efectuar el mal y corromper todo aquello donde él pone un ojo o, mejor dicho, la lengua. Para ejemplificar esta apreciación recurriremos al encuentro entre Ana y Ricardo durante la procesión fúnebre dedicada a Enrique IV. En un primer momento ya queda establecido un contraste entre ambos: Ana, bella como un ángel, dotada de pureza y Ricardo, en cambio, deforme, diabólico y perjuro. Es interesante advertir que la figura de lo monstruoso encierra en sí misma una paradoja que constantemente se alimenta de su contradicción: lo monstruoso aterra e induce al rechazo pero, a su vez, resulta insanamente seductor. Toda una atmósfera macabra envuelve el diálogo entre ambos, donde el lenguaje es el medio para materializar la seducción y buscar evadir el desprecio que lo físico –como primera impresión– genera:

Ana.- ¿Qué, estáis temblando? ¿Todos tenéis miedo?
Ah, no os culpo, pues sólo sois mortales
y los ojos mortales no soportan al diablo.
¡Atrás, horrible ministro del infierno!
[…] ¡Sucio demonio, vete!; por amor a Dios, no nos molestes.
Has convertido en tu infierno la tierra feliz,
llenándola de maldiciones y profundos clamores.
Si contemplar tus inmundas acciones te llena de placer,
mira este ejemplo de tus carnicerías.
¡Oh, Señores! Mirad las heridas de Enrique
que abren sus bocas congeladas y vuelven a sangrar.
Bulto de sucia deformidad, cúbrete de vergüenza,
tu presencia esta sangre hace correr
de las venas vacías donde sangre no queda:
tu acción inhumana que a la naturaleza ofende
provoca este diluvio antinatural.

(I.ii. p. 19)

Este pasaje sintetiza muy bien la cuestión antinatural de Ricardo y cómo constituye una amenaza para la armonía comenzando por su apariencia. Aunque Ana defina adecuadamente lo perverso de su ser, no será suficiente. Finalmente ella accede a ser su esposa, pues la persuasión ha triunfado mediante palabras que se incrustaron en Ana cual agujas ponzoñosas. Ricardo arremete contra sus deseos de venganza sosteniendo que “es un gesto contrario a la naturaleza/ vengarse en quien os ama” (I.ii. p. 21). Asegura ser un amante de “mejor naturaleza” (I.ii. p. 22) para ella y Ana lo escupe. Esto también es un modo de lenguaje, un acto que acompaña a los posteriores enunciados cargándolos aún con más peso.

Resulta curioso cómo todo lo que envuelve la interacción entre ambos se concentra intensamente en la zona bucal. De algún modo, las palabras emitidas por Ricardo corroen, pues la belleza y pureza que Ana encarna es completamente susceptible y débil ante el poder locutorio y perlocutorio del duque. Principalmente, esto ocurre cuando se apropia de las palabras de la joven y las utiliza en su contra, así como también acusa a su hermosura como la culpable de la muerte de su esposo Eduardo, el príncipe de Gales. Y más aún, él declara que es capaz de matarse si ella se lo pide, pero no saldría indemne de tal acción:

Ricardo.- […] Dilo otra vez y a tu sola palabra
Esta mano, que por tu amor mató a tu amor
Matará por tu amor a un amor más verdadero:
Cómplice serás de las dos muertes.

(I.ii. p. 23)

A Ricardo no le basta con arrojar palabras impertinentes e hipócritas frente a la persona que tanto ha herido, sino que también tiene que meterse en su mente, en lo más profundo de su consciencia implantando una idea tóxica, un sentimiento de culpa que no le pertenece. ¿O acaso será que Ricardo, en su recelo por no ser favorecido por la naturaleza, cree lícito atentar contra una hermosa obra que ella ha creado? De cualquier modo, la maldad y perfidia de Ricardo no tienen límites y como falso espejo, le resulta imposible a Ana ver a través de él y descubrir su interior. Pues de poder acceder ella a la verdad del alma de Ricardo, el siguiente pasaje no hubiera resultado para él tan favorable:

Ana.- Ojalá conociera tu corazón.
Ricardo.- En mi lengua está representado.
Ana.- Temo que los dos sean falsos.
Ricardo.- Entonces no hubo jamás hombre sincero.

(I.ii. p. 23)

En efecto, no hubo hombre sincero ni lo hay. ¿Si lo habrá? Dejaremos esta cuestión para discutir más adelante. Aquí lo importante es el increíble grado de manipulación que nos permite observar hasta dónde es capaz de llegar la ambición de Ricardo. Su lenguaje exterioriza de forma clara lo oscuro y siniestro de su mente. Posee una astucia que le permite identificar el momento justo donde se halla la debilidad del prójimo. A través de esa grieta él ingresa y siembra su macabra semilla.

Para concluir esta sección, resta mencionar el poder que yace en las palabras a la hora de arrojar maldiciones. Ana comienza a maldecir y a desear el peor de los males al culpable de asesinar a Enrique y a su marido. En medio de estas maldiciones, le desea castigo y sufrimiento a la descendencia y a la mujer del asesino, si es que llega a tener una... Aquí se encuentra la tragicómica paradoja: ella misma es quien termina siendo la esposa del culpable de todas esas muertes. Ana acaba reconociendo que lo único que hizo fue maldecirse a sí misma. El poder de las palabras y sus profundos deseos le jugaron en contra:

Ana.- […] Y, ved, antes de que pudiera repetir la maldición,
En tan escaso tiempo, mi torpe corazón de mujer
Se dejaba cautivar por la miel de sus palabras
Y me convertía en objeto de mi propia maldición.

(IV.i. p. 86)

Así, la palabra al igual que los actos constituye otra forma de propagación de males y tragedias. Finalmente, todas las maldiciones emitidas por los distintos personajes acaban por confluir en uno: Ricardo. En el Acto V, el miedo y la desesperación ante la muerte provocan que se hable a sí mismo de forma confusa. Pareciera que, en algún punto, busca sincerarse. Y si, como dijimos con anterioridad, nunca hubo hombre sincero ni lo hay, aquí podríamos decir que sí lo habrá, ya sobre el final de la obra. Ricardo queda desnudo ante la adversidad y el peso de sus propias acciones. Un hombre que tanto profesó contra los peligros asegurando salir victorioso, queda solo. Está desprovisto de medios para enfrentar a Richmond. Su gran habilidad persuasiva aquí carece de importancia y de valor, pues de nada le sirve contra el filo de una espada. Pero sus palabras han sido también, a fin de cuentas, armas de doble filo. Al momento de su muerte, estas también lo han abandonado. El silencio, ocupando el sitio donde antes había una voz maligna, triunfa sobre el lenguaje.

La “satanización” del personaje

En su carácter de monstruo, hemos visto cómo halla Ricardo un retorcido placer en seducir, mentir, traicionar y asesinar. Sobran ejemplos que demuestren su conducta pérfida y todos ellos contribuyen a una demonización del personaje. Hay multiplicidad de diálogos que lo asocian al infierno, a la ruina, al diablo. Hacia el final de la obra, ya todo el peso de lo vil recae definitivamente sobre Ricardo (por si aún nos quedaban dudas acerca de sus intenciones). No obstante, el poder obnubila. El poder también corroe y seduce. Ninguno de los personajes demuestra ser realmente noble, puro o inocente. Tanto Ana como la reina Isabel no pueden resistirse al poder.

Ana acepta yacer en el lecho nupcial con Ricardo y convertirse en reina; Isabel, por su parte, acaba por aceptar la oferta de matrimonio que Ricardo le propone para su hija. Isabel accede en vista de un ascenso social y un acceso al poder por medio de la única descendencia que le queda para ello. Esto nos lleva a pensar que, para ambas mujeres, el respeto por sus fallecidos no parece importar demasiado. El poder obnubila y la desesperación de ya no tener nada verdadero a lo cual aferrarse las motiva a pactar con el “diablo”. La vileza no es una característica que sólo le pertenece a Ricardo. Engloba toda la pieza teatral y desde su comienzo hasta el final afecta a todos los personajes. La única diferencia es que Ricardo la hace explícitamente parte sí mismo, mientras que los demás insisten en su papel de víctimas.

La presencia de la perversión está presente desde diversas perspectivas y quizás esto es lo que asombra y cautiva en Ricardo III: el modo en que lo oscuro y lo maléfico funciona como hilo conductor entre las escenas y los personajes. Es más: la perversión también nos alcanza a nosotros, como lectores o espectadores de esta pieza histórica y trágica. Aquí confluye el encanto peculiar de Ricardo III. Como sostiene Harold Bloom en La invención de lo humano, la originalidad de la obra “no es tanto el propio Ricardo, sino la relación asombrosamente íntima del héroe-villano con el público” (2001: 90). Hay un trato confidencial entre estos dos polos. Por lo tanto, la vileza resulta contagiosa no sólo dentro de los márgenes de la obra, sino que su seducción también nos llega y nos atrapa. Como lectores y espectadores, no podemos evitar ser persuadidos por sus actos nefastos y sus palabras ponzoñosas. También nosotros somos cautivados y atrapados, formando parte de aquel mundo perverso y corrupto que nos maravilla y nos aterra.

Bibliografía

Bloom, H. (2001). La invención de lo humano. Bogotá: Editorial Norma.
Girard, R. (1995). Shakespeare, los fuegos de la envidia. Barcelona: Editorial Anagrama S.A.
Margarit, L. (2013). Shakespeare. Buenos Aires: Quadrata.
Shakespeare W. (2006). Ricardo III. Buenos Aires: Bureau Editor S.A.
Spencer, T. (1954). Shakespeare y la naturaleza del hombre. Buenos Aires: Editorial Losada.
Tillyard, E. “La danza cósmica” en La cosmovisión isabelina. Breviarios. Fondo de Cultura Económica.