Detrás de mi edificio, en el centro del condominio con nombre plural de la flor del opio, hay una pequeña plaza, donde se reúne a diario, pasado el mediodía, un grupo heterogéneo de personas; hablemos de almas, esta curiosa identidad profunda que en cada ser es diferente, única y singular, irrepetible como la huella digital, aunque luminosa y elocuente, si podemos ver su imagen reveladora en el rostro, sobre todo en el espejo dual de la mirada.

Ellos, seres con alma, inmortal o no, según se crea, son siete, por lo general; a veces llegan dos o tres mujeres jóvenes, pero no se cumple nunca la paridad de género, seguramente porque el alma de las mujeres es menos disociada que la de los hombres, y estas de la plaza están escindidas -las almas, digo-; es decir, se han disgregado en ellas conciencia y voluntad, según los presupuestos de sociabilidad normal, éticamente aceptable.

Tienen, sin embargo, nombres y filiación ciudadana y apelativos o motes de simple agudeza popular.

¿Qué hace entre ellos el viejo cronista? Observarlas como almas vivas, procurar leer entre sus páginas existenciales la dialéctica entre la alegría y la desdicha, ese móvil cotidiano imposible de acallar mientras respiremos. El cronista evita la palabra felicidad, porque le parece una hipérbole inútil a estas alturas de la vida.

Las almas de la plaza se saludan por sus nombres, acarician a los dos perros negros -provistos de alma canina- que llegan con sendos amos. Luego inician el diálogo, como cada día: el tiempo atmosférico, la escasez de dinero, el fútbol chileno en perenne disputa: Colo.Colo y la U. de Chile, la difícil convivencia con algunos vecinos del barrio que les consideran almas perdidas; peor, seres desalmados, lo que resulta absurdo, porque sólo los muertos han visto salir de sí sus almas. ¿Para siempre? Quizá no, pues Nikolai Gógol, el visionario narrador ruso, nos propuso la realidad y la ficción de sus Almas Muertas, en una novela de lectura imprescindible.

Pero volvamos a nuestras almas vivas del barrio. Sacan cuentas de una probable colecta para comprar cerveza; buscan entre arbustos botellas vacías, envases de litro "retornables", más baratos y rendidores que otras opciones. La botillería está a tiro de ballesta. Be se ofrece, diligente y rápido como un zorzal. Entre tanto, Pe lía un cigarrillo de la flor del cáñamo índico. Lo enciende y ofrece a los concurrentes; cada uno da (damos) dos caladas profundas, como en un rito bien distribuido -democrático, decíamos antes-, hasta acabar con el último humo acariciador. (El llanto ahogado del asma se dulcifica).

Tres de los compañeros se levantan de los escaños, apartándose del resto. Se produce entre ellos un diálogo murmurante, una suerte de transacción con arrugados billetes que extraen de sus bolsillos. Enseguida, despliegan una lámina plateada sobre los ladrillos de una de las grandes macetas circulares donde emergen plantas y pequeños arbustos. Tres líneas paralelas de polvo blanco, tres rápidas y sucesivas aspiraciones nasales. Tres gestos de honda satisfacción. Trío de almas confortadas. Sonrisas y ojos brillantes, complacencia que se traduce en chascarros y ademanes afectuosos. La cerveza complementa la fruición y anima también a los que no han consumido la "diosa blanca".

Estos individuos no son "gente de la calle", tampoco cesantes absolutos; suelen trabajar de modo esporádico, en lo que caiga, lo suficiente para comer y quizá subvenir otras necesidades básicas, amén de los vicios impenitentes. Asimismo, prestan asistencia circunstancial en la vecindad, por unas monedas, como dicen. También cuidan del entorno y suelen espantar a foráneos delincuentes.

El diálogo se anima. Es la hora de confidenciar los grandes proyectos y compartir la común ilusión de tiempos mejores. Ch se irá a los EE. UU., al joven T lo espera un tío millonario en Nueva Zelanda; Ja, escritor treintañero con dos novelas urbanas inéditas, que ya las envió a Planeta y a Random House, pronto se hará millonario; Eme ideó un sistema de riego sin agua que podría revolucionar la agricultura planetaria. Espera su oportunidad para presentarla al Ministerio de Agricultura.

Ch se me acerca, junto a su negro can que no le abandona.

-Don Edmundo, ¿me prestaría cinco mil pesos para retirar unas zapatillas que compré ayer a un vecino?

Le alargo el billete con el rostro de Gabriela Mistral, la profesora normalista, poeta insigne del Nobel 1945. Ch tiene el título de profesor de enseñanza básica; a los 40 años no ejerce y elude cualquier referencia a su noble oficio.

Hace un año, le regalé un celular de modelo antiguo (tres años atrás de vida cibernética). Ch se emocionó hasta las lágrimas, me abrazó, exclamando:

-Ahora sí que encontraré trabajo; voy a recuperar todos mis contactos.

Meses después le pregunté si había conseguido alguna pega.

-No -me respondió, porque las ofrecidas están lejos de aquí, y no puedo abandonar al Negro, no tengo quien me lo cuide.

El Negro parece un alma anexa a Ch, siamesa quizá, de las que no pueden separarse a riesgo de morir.

-Y usted, profe, ¿en qué está?

La pregunta de Ch es como un intento de equilibrar la situación de ocio inútil que padece el grupo.

-A los 84 sólo me propongo reunir, a través del sistema ebook, la mayor parte de mis escritos

-¿Y va a ganar mucho dinero con eso?

-Yo, nada. Mis bisnietos o tataranietos, probablemente, se harán ricos con repetidas ediciones. Como les ocurrió a los parientes de Miguel de Cervantes.

-¿Quiere una fumadita, profe?

-Vale. Aliviará mi alma asmática y mi voluntad envejecida.

Advierto, con temor y sorpresa, la aparición de un radiopatrulla verdiblanco que se detiene a un costado del sendero de gravilla. Mis contertulios parecen no percatarse de ello. El carabinero conductor baja el vidrio, asoma la cabeza y grita:

-Jota, qué tal...

El interpelado reacciona con prontitud -es el mini traficante del sector-, extrae un paquete pequeño y corre hacia el vehículo de orden, patria y seguridad. Hay un rápido intercambio de manos afectuosas. No alcanzo a vislumbrar el alma del carabinero, pero el alma de Jota exhibe de vuelta una sonrisa de niño agasajado.

De pronto, un grito destemplado de Ch me advierte que el Negro corre hacia el extremo de la plaza llevando en su hocico la bolsa de compras con mi libreta de encargos y un bolígrafo. Ch la recupera, después de una carrera y prolongados chiflidos.

Sí, van a ser las dos de la tarde. Debo comprar huevos y fruta en la feria. Me despido, uno a uno, de estos camaradas disolutos y cojo mi bolsa, algo babeada por el Negro.

En casa me esperan mis dos almas vivas y amadas, y no quiero conturbarlas retrasando el almuerzo.