El amiguismo, el nepotismo y el lobbysmo no son una novedad ni en la literatura ni en ninguna otra práctica social, y hasta parecieran ser los criterios que alojan, bajo un espíritu corporativista, a los miembros de una iglesia que cuida de sus acólitos, así como sus acólitos cuidan de ella.

Y así como señalaba en un principio, estos criterios parecieran ser los adoptados para cubrir espacios culturales, sociales y políticos, voy a detenerme en un punto que me interesa particularmente y que involucra y pretende dar cuenta de las operaciones espurias que se llevan a cabo en el sistema literario (llegado hasta aquí, necesariamente tengo que efectuar un recorte en el panorama literario contemporáneo y lo haré sobre la literatura argentina actual).

En las últimas décadas, la literatura argentina ha tenido una explosión de escritores emergentes, la mayoría de ellos bien posicionados por transitar el camino de la corrección política; de esto se desprende que los textos que mayor éxito tienen y se difunden como los más representativos de esta nueva época son aquellos que se ajustan de pie y juntilla a lo que el mercado o la progresía le demanda a un texto literario.

A los ojos del viejo continente un texto argentino, no incluyo todos los textos latinoamericanos, debe reunir ciertas condiciones: un ambiente rural, un río, una canoa, el camalotal, la canoa, el islero (nos pone en situación de preguntarnos si estamos hablando de regionalismo literario acaso); para el mercado argentino un texto que goce de calidad literaria debe contener ciertos ingredientes que el mercado, la academia, y grupos minoritarios exigen para ser convalidados como productos culturales.

Todos los textos que gozan de algún prestigio, ya sea otorgado por algún espacio consagratorio (concursos, certámenes, festivales, paneles), la academia y otros organismos legitimadores, exigen de los mismos los tópicos que estén a la orden del día.

Muchos autores, temerosos de herir susceptibilidades a minorías eluden tematizar algunas problemáticas urticantes por miedo a ser cancelados. Ahora bien, así las cosas, la cancelación de un autor o su producción opera como un dispositivo de censura que habilita qué decir y qué no.

En este contexto de situación, tanto la corrección política como la cancelación, no solo daña el fenómeno estético, sino que confinan lo expresivo a un marco regulatorio que autoriza qué se puede decir y qué no. Y así es que aparecen autores emergentes, que por picardía o viveza, se ajustan a estas operaciones de anclaje y legitimación, porque es allí donde ven la oportunidad de “colarse en el escenario de las letras” buscando mascarones de proa a quienes encargar la escritura de sus contratapas, como parte de una devolución por haber cursado los talleres que impartieron y que ellos mismos resultan ser los beneficiarios de estas maniobras para ganar visibilidad.

El horizonte que se impone, da lugar a los arribistas literarios, que no solo son inconsistentes en su escritura, pero sí son fieles al mandato desde una ideología que prefiere contener e incluir mediante una crítica condescendiente y complaciente y no involucrarse con textos que desatienden los intereses de las minorías.

Estos escritores emergentes, más preocupados por su imagen mediática que por la calidad de sus producciones, se abocan de pleno a la autopromoción y al marketing de la figura autoral en detrimento del valor de su obra.

La academia y otros espacios adoptan criterios que cuidan fundamentalmente no herir susceptibilidades de grupos minúsculos y de esa manera incluyen a aquellos autores que se ciñen a la preceptiva que impone la cultura woke.

En estas condiciones, no solo la literatura, sino todas las otras formas expresivas están a merced de un sector autoritario y fascista que decide qué decir y qué no; la cultura y todas las prácticas sociales se ven amenazadas por un cercenamiento de la libertad en un territorio que, si algo tiene de singular, es el ejercicio de la libertad.

El turismo literario, los talleres, las clínicas, las mentorías y tutorías literarias están quedando a cargo de escritores oportunistas que se interesan más por su imagen pública y su movilidad en el sistema literario que por producir textos que aporten una mirada singular y no su perspectiva, pero sí obras condicionada por las reglas del mercado y las instituciones.

Dicho así, la literatura, como fenómeno expresivo, está perdiendo fuerza como acto creativo y quedando en manos de aquellos que se sienten vulnerados por manifestaciones creativas que rayan con la incorrección política.

Como colofón de esta nota, me gustaría añadir que, en estas condiciones, el arte, como pleno ejercicio de la libertad, se ve recortado y condicionado por intereses que poco y nada tienen que ver con el hecho estético.