Los ciclos de la vida se cumplen inexorables y los hombres... "Los Hombres Pasan Como las Nubes"1, al menos así lo dijo un día Claudio Solar, uno de nuestros profesores de Castellano y Literatura, escritor y periodista, en su primera obra literaria de juventud.

Viviendo el exilio con el constante recuerdo de tantos amigos ausentes —que perviven para siempre en nosotros— esperaba hacer llegar a alguno o amigo de esos que aún quedan por allí, un manuscrito que había comenzado en 1993, con mis imborrables recuerdos de la época adolescente de los años cincuenta y sesenta, testimonio de lo que vivimos en los barrios y calles y, en las aulas de nuestros añorados liceos de Valparaíso. Aquellos que, con el tiempo, al igual que el buen vino, uno va encontrando cada vez mejores.

Algunos amigos no tuvieron el privilegio de volver al mítico puerto ni a sus antiguas veredas, bares y cerros, entre ellos, un joven poeta porteño. La muerte lo sorprendió en el exilio, lejos de su tierra. Los sórdidos centuriones que pisotearon los derechos y la dignidad de la gente, sin comprender qué es la cultura, quedarán como las nubes negras de nuestra historia.

“¡Viejito! Hay un chileno que anda en Bruselas, pregunta por tí, te lo paso”…

Sin esperar tan lejanas visitas, al cabo de algunos segundos de expectativa, el viajero se identificó. No era otro que el “Poeta Goyo”, como afectuosamente, yo lo llamaba. Visita lejana ya que no lo veía desde los años sesenta, en aquellas interminables tertulias filosófico-literarias en el taller de Alfonso González, un amigo electricista de Quilpué. Allí, en unos cuantos metros cuadrados, entre motores Siemens, lavadoras Hoover y todo tipo de máquinas en reparación, se reunía, al término de las ocupaciones cuotidianas, un grupo de personajes que discutía de todo, de Nietzche a Sartre, de Stalin a Mao, de Neruda a *De Rokha. Gregorio “Goyo” Paredes, llegó una tarde de 1961 a ese taller, flaquito, vestido de impecable pantalón gris marengo y vestón azul "sal y pimienta". Locuaz y algo precipitado en sus ideas, era casi demasiado joven para hablar de lo que hablaba. Después de todo, entre el discurso francófilo de d'Arsonval, habitúe de lejano origen francés, y las úlceras —reales o nietzcheanas— de Wittig, otro iluminado de la tertulia, el Goyo ponía una nota de doute joyeuse, como se podría decir en francés.

¡Paredes no creía en nada!

No era dramático sino más bien divertido por el énfasis que ponía en sus afirmaciones. Lo único en lo que él creía firmemente, era en su incredulidad. Si hubiera que llamar a eso la duda metódica, por no creer en nada, existo… ese era nuestro Descartes criollo.

En cuanto a los otros, eran todos autodidactas con una ansiedad enorme de aprender. Leían todo lo que les caía entre las manos y, lo que no habían estudiado en el colegio, lo inventaban. Es posible que la carga de tareas liceanas nos haya dejado un germen de curiosidad insatisfecha, de avidez cultural. La educación es el paso de la espontaneidad infantil hacia un cierto equilibrio que se resuelve en el movimiento.

Para un autodidacta, es el camino hacia el conocimiento y la inteligencia, en los actos, en el aprendizaje en las relaciones con los otros y, principalmente, consigo mismo …siendo esto último lo más difícil de lograr.

Haciendo el recuento inevitable, Paredes me trajo noticias de un porteño contemporáneo nuestro, con quién me encontraba, frecuentemente, hacia fines de los cincuenta. Esta evocación se desprendió, casi naturalmente, por algo que podríamos llamar una "amistad a distancia”...

Entre los alumnos del Liceo Eduardo de la Barra que, por razones obvias nos cruzábamos casi todos los días a la entrada o a la salida de clases, me quedó la imagen de ese adolescente de más o menos mi edad que yo cruzaba por la vereda más frecuentada de la avenida Pedro Montt, esa que va desde el Parque Italia hasta la Plaza de la Victoria.

En ese recorrido pasaba una serie de personajes que, como las notas en el pentagrama, puntuaban nuestro paso de alegres transeúntes. Era nuestro paisaje habitual a la salida de clases del mediodía. Evidentemente los personajes variaban a diario, pero los espectadores éramos los mismos. Lo que esbozo aquí fue el ritual urbano que compartimos a diario con otros congéneres entre los que figuraba el silencioso joven que motiva este texto.

Cavilante como una sombra

Nuestro hombre era más bien alto, delgado, ligeramente encorvado, como replegado hacía su propio pecho, enfundado en su abrigo gris de cuello levantado; tez blanca más bien pálida, caminaba con un aire retraído a pasos largos y pausados, como meditando. Su aspecto, por entonces, pudo ser el fruto de largas noches de vigilia o tal vez de su estado de salud. Su gesto era serio, pero ligeramente sonriente, rasgos propios de esa edad en la que los problemas no son todavía tan graves. Se llamaba Juan Luis Martínez.

La primera vez que lo ví, yo estaba en la avenida Pedro Montt, en la vereda del Edificio Montalbetti, frente a la 6ª Compañía de Bomberos Francia. Desde lejos, su gesto pensativo me causó una impresión extraña. Desde entonces, nos íbamos a cruzar muchas veces con una mirada recíproca, casi familiar y, un guiño que se hizo habitual, como de un “hola” discreto, de esos holas que van quedando como reguero de una amistad por nacer, por sellar un día... por ahí, ¡cuando la ocasión se presente!

Otro día!… algún día!… en una de esas!…

Al parecer no había prisa puesto que todos los días andábamos en algo y, de vez en cuando, en más o menos los mismos lugares. La biblioteca Santiago Severín, los bancos del Parque Italia o los de la Plaza Victoria, la fila del cine Condell, etc. Así, al paso del tiempo se iban hilvanando situaciones y amistades. Muchas personas de Valparaíso nos eran familiares en la época. Sin haberlas frecuentado, eran parte del paisaje de nuestro puerto. En el Liceo nos conocíamos casi todos y con seguridad, cual más, cual menos, podía situar al otro.

Cambio de registro

La universidad fue la continuación lógica para una mayoría de compañeros. Pero esta ya era otro mundo, los caminos se separaron y la camaradería sufrió los efectos naturales de la bifurcación inminente: letras, artes, medicina, comercio, ¡qué sé yo!... La amistad se fue enfriando en muchos casos y, al cabo de algunos años, no era más que un simple recuerdo. Rostros, costumbres y mentalidades completamente distintas nos hicieron perder esa coherencia, suerte de proyección natural que había entre los patios del liceo y la calle.

A la universidad llegaban nuevos alumnos que venían de las regiones, del extranjero o de horizontes sociales y económicos sensiblemente heterogéneos. En los dos primeros años, la diversidad era mayor, había más conocidos que amigos y no todos venían en pos de la “universalidad del espíritu”; muchos sólo por el diploma, «la llave del éxito». Las diferencias eran mucho más marcadas y la actitud de cada uno ante la vida comenzaba a tomar formas más serias.

A veces, en un movimiento inverso, como me ocurrió con Agustín Vargas y con Enrique Zárate, de simples conocidos en el liceo, la universidad nos hizo excelentes amigos. En dicho vaivén juvenil, perdí de vista a “mi amigo de la vereda de en frente”. Seguro que siguió su camino pensativo y silencioso hacia horizontes extraños.

“Que veinte años no es nada...”

Hacía veintiún años que yo estaba en Bélgica, oyendo hablar de unos y otros por las voces, no siempre objetivas, que los vientos traen en boca de los viajeros. Al margen de motivaciones políticas que desvirtúan la realidad y la convierten en leyendas o en mitos, nunca oí hablar de nuestro hombre, en ningún sentido.

A veces, repasando recuerdos de adolescencia, su imagen saltaba a mi memoria, como la de tantos otros; como la de ese triste «maestro» asturiano que vendía sus pasteles baratos, en su carrito de vitrina, en la puerta del Liceo, o como la imagen de Benito, el fornido portero mapuche del establecimiento... En fin, de tantos otros que eran como los pilares de madera de la vieja casona: cuando estaban en su lugar nadie los veía... y ahora que faltan, todo el mundo los añora.

Traductor e intérprete

Desde fines de 1989 trabajé Lyon. Un día, en abril de 1992, me avisaron que el Ministerio de la Cultura y la Comunicación de Francia junto a otras asociaciones organizaba el XVII° encuentro literario llamado "Les Belles (lettres) Etrangères", cuyo objetivo era la promoción de la literatura de otros países desconocida del gran público. Tres escritores chilenos de entre un buen número, distribuidos por toda Francia, fueron invitados durante algunos días por la Biblioteca Municipal de Lyon, Nicanor Parra, Jorge Edwards y Poli Délano.

La Biblioteca me pedía que oficiara de intérprete del grupo (precisemos que Jorge Edwards era perfecto francófono, habiendo ejercido cargos de la diplomacia chilena en Paris). Los tres grandes se dieron cita con el público literario lionés y, un cierto número de chilenos, argentinos y españoles acudió al feliz acontecimiento.

El clima de la ciudad de Lyon y los paisajes de su región son algo especiales, urbe muy acogedora por la calidad de su arquitectura, en particular, del barrio de Saint Jean en el Viejo Lyon. La gente, sus restaurantes de cocina tradicional, los llamados bouchons lyonnais, sus tiendas y cafés, contrastan, con el frío glacial que una cierta burguesía lionesa dispensa a la gente de París o a los desconocidos. Es una sociedad casi hermética. Los chilenos, en general, son bien vistos en dicha región. El gusto por el buen vino y las artes culinarias de nuestros compatriotas, reputados buenos cocineros, puede que juegue su rol.

El reencuentro con las letras chilenas a través de tan dignos representantes fue un sólido estremecimiento lingüístico. La fuerza de nuestra “verba shilensis” se hizo sentir en plenitud. La fluidez serena de Jorge Edwards, el brio ecolo-indigenista de Nicanor Parra y la campechanía de un Poli Délano fueron como podría decirse,“de chicha y chancho”.

De chicha, símbolo de nuestra espiritualidad, por la frescura expresiva de los dos primeros; de chancho, símbolo de nuestra rústica materialidad, por la evocación gastronómica de Poli Délano quién relató, a lo muy humano, la vivencia de su regreso a Chile. Llevado casi “en andas” por sus amigos, desde su bajada del avión en Puerto Montt hasta Caleta Angelmó, el dolor de sus duros años de exilio se esfumó súbitamente... ¡ante el “perol” de mariscos del chilenazo lugar!

La sorpresa

Al hojear el magnífico catálogo de los escritores y poetas chilenos editado para dicho evento, descubrí, atónito, el retrato de "mi amigo de la vereda de en frente". Era escritor y vivía en París. Su foto en gran primer plano mostraba exactamente la misma mirada enigmática del adolescente que tantas veces crucé en Valparaíso.

El poeta Waldo Rojas comenta en dicho catálogo2...

Por su fecha de nacimiento, en 1942... es asimilable al grupo, promoción o generación de los años sesenta. ¿¿¿Nacido y criado en Valparaíso, es un provinciano (???)3(…) él reconoce en la actividad poética un compromiso primordial de un tipo particular por una decidida voluntad de renovación que no se reviste, sin embargo, de aquellas olímpicas gesticulaciones de negación de sus antecesores...

Más lejos agrega...

Introversión la suya, que no tiene nada de una arrogancia desdeñosa ni de las "escondidas" pretenciosas... (…) Habiendo llegado tardíamente a la publicación, este poeta inédito, de una "dégaine" desenvuelta, se hizo notar por el hecho de cultivar, sin exhibicionismo alguno, una erudición simplemente benedictina en materia de cultura literaria...

Después de ese memorable encuentro con dichos escritores, me dije que en uno de esos viajes a Paris iría a visitar al amigo Juan Luis... Sí, uno de esos días

Y ahora en 1994, llegaba el Poeta Goyo con su cargamento de novedades y cahuines, con una enorme curiosidad por saber qué hacían los chilenos en el extranjero. Naturalmente le hablé de lo que podía interesarle, del mundo artístico, de viajes, de las diferencias de mentalidad y observada en los países por donde me tocó pasar o vivir mis experiencias.

Después de haber relatado en desorden todo lo anterior, el comentario de nuestro viajero, Gregorio que lo conoció muy bien, fue lacónico…una ducha fría que me trajo dolorosamente a la realidad. Juan Luis Martínez, “el amigo de la vereda de en frente” había fallecido el año anterior, víctima de una enfermedad que al parecer arrastró durante toda su vida...

Su gesto, en el retrato del catálogo del certamen, tenía la misma expresión, el mismo aire interrogante que llevaba ya en 1958, bajo su abrigo gris y su cuello subido, caminando lentamente por la baldosas amarillas y estriadas de esa avenida porteña... Cavilando aún, en su silencio profundo, no tuvo tiempo de agregar la verdadera última acta a su libro La Poesía Chilena...la suya propia. Quizás si pensando en la vida y en el sentido de la existencia, la muerte lo sorprendió allí, en la ciudad de Sartre...

Y Rojas concluye...

La Nueva Novela” se abre sobre un texto intitulado «La Realidad”, en el que el primer verso pregunta, ¿»Qué es la realidad? Al término de la exploración de los laberintos del libro, el círculo se cierra: no hay más realidad que la del sentido, no hay más sentido que aquel del lenguaje, y todo lenguaje es antes que nada poesía...

Juan Luis puso, sin duda alguna, lo mejor de sí y vivió lo justo, quizás muy poco para expresarlo en plenitud. No es seguro que los chilenos alcancen a leerlo y apreciarlo, el pago de Chile, me dirán...El país le debe mucho a sus escritores del exilio, pero ¿qué le debe Juan Luis a ese Chile de los años negros, aparte el consuelo de una cuasi-justicia inmanente de haber constatado, en el extranjero, que sus dotes de escritor transcendieron, de lejos, el valor local?

No vivió en ese Chile porque era un hombre libre; no habría podido. Algunos decidieron borrarlo, pero las letras francesas lo aceptaron con los honores de un ser de todos los días que no pedía nada salvo el respeto a su dignidad de creador. Sartre deja entrever, en un comentario sobre algunos versos de Rimbaud… “nadie es interrogado, nadie interroga: el poeta está ausente". Raymond Jean comentando dicho pasaje sobre el sentido de la poesía, lo interpreta así:

En realidad la afirmación de Sartre tiene otro sentido. Quiere decir que, si la poesía existe, el poeta mismo está ausente”….

La gratuidad existencial de Sartre es eso, Juan Luis murió exactamente donde tenia que morir, en un país que lo acogió, que le dió un poco de sol, de vida, de esperanzas en cualquier cosa, y unas cuantas esquelas para expresarse libremente.

Juan Luis Provinciano (¡visto así por un provinciano de la capital, desde luego!), Juan Luis Sin Puerto existe ausente, en el testimonio de su obra, pero también vivió como una persona de todos los días. Yo lo vi en nuestro Liceo, por las calles de Valparaíso, transeúnte hacia nunca se supo dónde... Gregorio lo conoció en Chile y lo visitó en París…

Para el adiós al amigo que fue y no fue, no se necesita presencia alguna y, ¿qué importa si hubiera sido en 1994 u hoy en 2025? Un adiós que tiene un sentido tan íntimo como ese guiño al pasar, como si nos hubiéramos conocido desde siempre, aunque apenas fue, por la vereda de en frente, hace ya, sesenta y siete años. Yo no lo he olvidado.

En cuanto a los otros amigos que esperamos visitar un día...

¡Ya veremos…. Sí!… uno de estos días!¡dentro de algún tiempo!
Así somos, casi siempre, los chilenos...

Referencias

1 Corrían los años cincuenta. Un extraño personaje llegó al Liceo N° 2 de Playa Ancha en Valparaíso. Gesticulador, turbulento, venía del sur, donde había sido periodista, en Temuco si mal no recuerdo. Por su estilo de orador vehemente, no cabía duda de que se trataba de un digno discípulo del hombre de la Mancha; peinado como un guitarrista de boleros, con sus pantalones que le iban 30 centímetros más largos que lo usual, traía entre sus manos su primer libro "Los Hombres Pasan Como las Nubes”.
2 Catálogo "Les Belles Etrangères"-1992. Ministère de l’Education Nationale. République Française.
3 Los signos de interrogación de “provinciano” me pertenece. El desdén del capitalino por las provincias chilenas es la sórdida herencia del esquema colonial dentro del cual, Santiago se inscribió como el centro neurálgico de dicha administración, como lo fuera Roma respecto a sus colonias tributarias. El desdén del santiaguino de hoy no tiene sentido. La capital, desconectada de la vida real de los puertos, del campo o del resto del país carece de experiencia vital para pretender dominar el intelecto del país.