Para entender a Marosa di Giorgio con todo el ser, deberías primero atiborrarte las manos con alguna flor dulce y comértela sin pestañear, (si son jazmines o flor de guayabo, mejor). Gustar de ella es bailar desnuda con los árboles en la hora dorada y dejarse abrazar por el pasto, las liebres, los hurones, los murciélagos y los chimangos.
Si vas por el camino recto de las palabras te vas a chocar con sus espirales encorvados y no vas a poder llegar a ningún lado, te vas a perder y a golpear contra los versos en prosa, las metáforas que no son metáforas y te vas a ir desilusionada. “No tiene sentido”, dirás. Tienes que estar dispuesta a perseguir a los cipreses por bosques rojos y ser atravesada por las balas de “los magnolios”:
(...) Los magnolios se ilusionaban y querían estallar sus pimpollos como balas blancas. Pero, no era tiempo aún. Huían los cipreses. La luna vibraba en los cipreses, (Y yo había visto enrojecerse el bosque en el crepúsculo, enrojecerse, y lo había dado por calcinado). Y venía olor a glicinas también, un triste olor a glicinas; había glicinas. (Yo las había visto en el crepúsculo, prendidas en su fuego lila, funerario).
(Te recomiendo enredarte en poemas como estos en la recopilación de “Los Papeles Salvajes”).
Si ya la conoces, sabes muy bien de lo que te estoy hablando y ahora tu mente danza con sus palabras agridulces, eróticamente naif. Te acuerdas de su delirio y piensas en releer “Rosa Mística” y volver a saborear las primeras frases del noveno capítulo: “El invierno es una casa cerrada, sin pintar. Es un altar boca abajo. El descenso a los infiernos”.
Si no la conoces, ya estás intrigada. Es una mujer uruguaya que ya falleció, como muchas tantas, que poco fue reconocida en vida y ahora se organizan tertulias literarias en su nombre y la alaban en todo lo largo y ancho del territorio hispano hablante.
Ella solía decir que como toda poeta, tenía una antena especial, donde iban a parar las luces del más allá, y que ella andaba “con una antorcha que oye”. Estoy segura que ambas sintonizamos la misma señal, una que nos cuenta historias etéreas, suaves, sobre las aventuras de los espíritus de la naturaleza y a nuestra forma, sacamos nota de ese dictado con interferencias. Y hablo en presente, porque por ahí debe andar, en sus dimensiones de huertas.
Admito que al intentar perfilarla, peco un poco de autorreferencia, pero es que el parecido en la esencia de nuestro estilo es evidente. Estamos marcadas por la mística y el absurdo de quienes entienden todo al revés de como quieren que lo entendamos.
Marosa describió a la sensualidad con un matiz nuevo, para nada contaminado de las pretensiones del mercado del deseo, que venden hombres a caballo y mujeres límpidas, perfectas. Es como si una niña que recién está sintiendo el revoltijo de los ovarios y que nunca ha oído o visto nada del amor, se pusiera a jugar y a descubrirse sin ningún tipo de culpa, ignorante de lo que es un tabú o las cosas incorrectas.
En “Misales” (cada misa es una pérdida de virginidad o consagración sexual) hay todo un catálogo de ejemplos de lo que ella concibe como erótico, de sus analogías inmensas sobre la naturaleza y del deseo reproductivo que esta encierra. La naturaleza siempre está presta a los deseos, incluso los insectos.
(...) Hay un vuelo como si buscaran flores, entran de golpe, insectos sexuales, gloriosos y temibles. Ansían oídos, ojos, nariz, toda clase de bocas.
(Insectos en la Misa)
Marosa muestra una visión incorruptible de lo que es el sexo.
Y leerla es un aire fresco, trae el recuerdo del primer deseo hacia ese compañero del kínder, los besos atrás del castillo inflable, los juegos abajo de la cama, sacarse la ropa sin saber siquiera qué significa eso o para qué sirve estar desnudo frente a otro.
— Me comí su virgo, señora Eleonora. Sí.
— Estoy embarazada, ya —contesté porque me di cuenta.
Las uniones continuaron veloces y distintas. Él murmuraba: —Hagamos hijos, muchas criaturas.
Yo creía que me iban a salir de todas partes del cuerpo: de la espalda, los senos, la boca, el ano, la pantorrilla. Por todos lados, creía, estaba ya embarazada.
Al fin parí trillizos, del sexo masculino y del femenino.
Y volví a parir trillizos.
(...)
Yo los amamantaba casi sin pausa, y también había una oveja que les daba de mamar.
La poética con la que quiere ser narrativa es evidente, pretende ser lineal y contar una historia que se entienda, pero ni bien arranca, la poesía la posee y ya no puede hacer nada más para expulsarla. Se deja toquetear por la rima debajo de una mesa de tramas organizadas.
Tampoco podría escapar nunca del hechizo de la naturaleza, que convivió con ella durante toda su infancia salteña, marcada por una familia paterna que dedicó la vida a las quintas y los árboles frutales. Creo que en cada referencia a su infancia, hay una profunda admiración hacia su padre, un cariño oculto que habla a través de las flores y de las vírgenes que se escapan del lecho familiar para conocer el mundo.
No se molesta en ser mística explícitamente, es algo que está y punto. Es muy suyo y no tiene que hablar del más allá para que esté metido en su obra. Está implícito en todo lo que tocó con sus manos, e imagino que sus lápices debían de estar bañados de luz de luna.
¿Por qué escribía todo a mano? Podría adivinar que el arte de la caligrafía hacía que el acto de escribir fuese un círculo cerrado de perfección.
Para terminar este retrato a polaroid de Marosa y su obra, que son la misma cosa, no voy a nombrar todas sus publicaciones, vida, muerte, los hijos que nunca tuvo, sus hermanas o sus trabajos paralelos al arte.
Quiero que te la imagines semidesnuda con el pelo de fuego, los labios pintados de negro tomando sol en el cementerio, sola, fumando un tabaco y mirando como las hormigas coloradas entran a las tumbas neófitas. O algo así se dice que solía hacer en Montevideo.