La muerte no siempre nos sobreviene. Está inscrita en la vida. Las células albergan en su código genético la fecha programada de su muerte. La biología ha descubierto la apoptosis como un mecanismo normal de la vida. Se piensa que ésta constituye un mecanismo biológico de control para células anormales. En el cuerpo humano cada célula debe vivir para el conjunto. Nos maravilla la capacidad de reproducción y crecimiento de una célula. Pero cuando dicha célula no coopera con las otras convierte el crecimiento en expansión y ésta en muerte. Es el cáncer. Su individualidad no es política, es decir, no puede reclamar derechos de autonomía. Por ello debemos analizar con gran cuidado toda metáfora biológica de la sociedad y del cuerpo político en general.

Es como si un principio de egoísmo biológico se apoderara de la célula cancerosa, cegándose a sus células próximas y a todo su entorno. En la historia reciente de la ciencia el proyecto del genoma humano causó gran expectación. Se creyó que los genes constituían las unidades mínimas de información de la vida, sus “bits”, con los cuales podríamos sintetizar cada proteína y con ellas, la totalidad del cuerpo humano. De la mano iría la curación de toda enfermedad heredada, pero también una ilimitada posibilidad de diseñarnos.

La decepción llegó pronto: aun poseyendo el mapa completo de los genes su mecanismo de expresión (el paso del genotipo al fenotipo) seguía siendo un misterio. No sólo había una compleja interacción entre los genes, sino entre ellos y su entorno. El desarrollo del individuo biológico poseía una globalidad que no podían explicar los genes, pensados inicialmente como átomos biológicos o las letras del alfabeto de la vida.

Uno de los más entusiastas defensores fue Richard Dawkins, quien no dudó en concederles personalidad a los genes. Su libro más famoso lo tituló El gen egoísta y nos hablaba, en una tónica neodarwinista ya clásica, de la lucha de cada gen individual por perpetuarse en la descendencia. Cada átomo de vida luchaba a muerte como los individuos de la sociedad salvaje que describía Hobbes en el Leviatán. Según este temprano teórico político inglés los primeros humanos, sumidos en el “estado salvaje de naturaleza”, eran completamente ajenos a toda cooperación.

Ellos vivían para sí, encerrados en un acérrimo egoísmo, luchando todos contra todos. El resultado era una vida corta, bruta y violenta. Hobbes dice que para detener la autodestrucción era preciso instaurar una figura de poder superior que diera cohesión a los individuos guerreros. Lo llamó el soberano y le puso por tarea salvar a los humanos de sí mismos, a pacificarlos, pero por la fuerza y el miedo. En vez de temerse mutuamente, todos temerían a una única figura. La obedecerían. A cambio, él aseguraría poner fin a la guerra de todos contra todos.

Biología y política tienen una larga historia de intercambios conceptuales y metafóricos. Se suele explicar lo político en relación con la naturaleza, sea como elevación, caída o continuación. Como elevación se interpreta la cultura como salida del salvajismo. Como caída se habla del buen salvaje y de cómo la cultura nos ha pervertido y hecho olvidar la naturaleza. Como continuación se dice que la vida social no es más que una naturaleza potenciada, sea destructiva o constructiva.

Dawkins pertenece a esa amalgama nacida en el siglo XIX y extendida durante el siglo XX entre evolución y sociedad según la cual ambas consisten en una guerra en la que triunfa el más fuerte. En la naturaleza sobrevive el más apto, en la sociedad, el más fuerte. Sociedad de tiburones que se hacen fuertes al competir entre sí. Ya Mandeville contaba en su Fábula de las abejas que las sociedades más prósperas en industria y ciencias son aquellas donde se da rienda suelta el egoísmo.

Economistas, biólogos y sociólogos que parten del individuo como entidad última tienden a concebir el mundo como una lucha egoísta, como un gran campo de batalla donde muy pocos sobreviven. El psicoanalista Sigmund Freud no fue ajeno a estas discusiones. Él también coqueteaba con la idea de que no somos sino una continuación de la naturaleza, que la psique es una estructura egoísta que busca su placer propio, su satisfacción, sólo que la sociedad le impone barreras (la represión) para hacer posible la vida en común. En un raro texto titulado “Más allá del principio del placer” Freud reconoce que hay en los humanos algo más que una estructura de satisfacción natural, según la cual toda nuestra vida psíquica estaría dirigida al equilibrio, a la homeostasis.

En realidad, buscamos el exceso. El desbordamiento. Lo llamamos deseo el cual, a diferencia de las necesidades, no puede ser satisfecho. Si lo fuera, moriríamos como sujetos. Pero lo que más le preocupa a Freud en este texto es la destructividad humana. No es sólo que instrumentalicemos a los otros para nuestros fines egoístas. Algo en nosotros quiere la muerte, entendida, dice Freud, como un retorno a un estado anterior de la evolución: lo inorgánico. Es decir, que algo en la vida busca la muerte. Si el ser viviente busca el equilibrio interno (metabolismo de funciones) y externo (con su entorno y otros seres) él mismo es un desequilibrio relativo.

De otro modo, no sería individuo, sino sería parte indiferente de un todo continuo. Lo individual se ha separado del todo y de otros individuos, se ha destacado y ha ganado cierta autonomía. Eso es cierto para el gen, para la célula, para el organismo, para el humano, aunque cada individuación tenga implicaciones diferentes. Freud se detiene en la observación de biólogos de su tiempo de que cada especie tiene un límite específico de vida. Los animales pueden ser matados, pero ellos mismos morirán por “causas internas” a una cierta edad promedio.

Pero, ¿qué relación hay entre la pulsión de vida, que busca perpetuarse a partir de un cierto equilibrio y la pulsión de muerte, que busca el equilibrio absoluto, el estado de máxima entropía, diríamos? ¿Y cómo se relacionan ambas tendencias al equilibrio con el desequilibrio que supone la vida en general respecto a lo inanimado y la muerte, respecto a lo vivo?

Freud dice haber estudiado medicina gracias a un poema atribuido durante mucho tiempo a Goethe, aunque finalmente se reconociera la verdadera autoría de Christoph Tobler: La naturaleza. Éste no solamente constituye una joya poética, sino un pináculo en la filosofía de la naturaleza romántica alemana. En ella la naturaleza es concebida como el absoluto del cual todo surge. Sus hijos son los individuos, las criaturas que la habitan. Todo en ella es producción, creatividad, génesis primera. Al mismo tiempo, ella se oculta, no revela sus secretos más allá del juego mismo de las criaturas. Pero, y he aquí el punto que conecta con Freud, la biología y la vida humana, todos los individuos saben del destino ineluctable que les espera: la muerte. Todo individuo nace y muere. Es su ley. Su alegría y su dolor infinito. La naturaleza no vive sino a través de criaturas que, eventualmente, devorará. A su vez, sabemos que la vida posee una crueldad insoportable porque se alimenta de otras vidas.

El poema, sin embargo, nos dice cómo la naturaleza redime la vida finita: por medio de la vida no de uno, sino de varios. El poema reza en una de sus últimas líneas:

Desde la nada hace brotar a sus criaturas sin decirles de dónde vienen y a dónde van. Deben sólo transcurrir. […] La vida es su más bella invención y la muerte su artimaña, para más vida poseer.

Los individuos transcurren entre dos extremos, el nacimiento y la muerte. La primera la celebramos. La segunda, la lloramos. Si la vida es la más bella invención de la naturaleza, ¿no es espantoso que deba terminar? Tobler responde: la muerte es la artimaña de la naturaleza para producir más vida. Cuando un animal se alimenta la vida salta de un individuo a otro. Porque este animal morirá y alimentará a otro y éste a otro… Un animal morirá, pero proseguirá en las generaciones futuras.

Según Freud la destructividad humana proviene de una fuerza natural, un impulso o fuerza que tiende a la desorganización y a lo simple. La vida, en cambio, es una fuerza que busca que el individuo persevere en su ser. Sin embargo, la pulsión de muerte no opera solamente en contra de la vida. Ella es, como en el poema de Tobler, un instrumento de la vida, aunque no del individuo. La vida es multitud de seres porque unos pasan la llama de la vida a los otros y les hacen espacio. Mientras que lo universal de los conceptos consiste en cercar, atrapar, aprehender, lo universal de la vida consiste en acoger. Hay algo hospitalario en la vida en el sitio mismo del drama de la muerte. Por un lado, la vida alberga algo de muerte en ella. Pero la muerte asegura también el tiempo y el espacio que será de otros y para otros, actuales o venideros, es decir, prójimos e hijos. He aquí la ley de la vecindad y de la herencia inscrita en la vida que porta la muerte.

Llegar al mundo y ser para la muerte constituyen los dos extremos de la existencia vistos desde el individuo, pero no desde el espacio de las generaciones. “Existencia” es la palabra del egoísmo. En efecto el derecho primero que tengo es el de la sobrevivencia, la defensa propia, la autoconservación. Pero no es el último, ni el más alto, porque el derecho es siempre relación con otros. Relación entre voluntades, cuerpos y las cosas del mundo, para los presentes, los ausentes y aquellos por venir.

Todo esto sonará conocido a quien esté familiarizado con el romanticismo, especialmente el de Schelling. En sus Investigaciones sobre la libertad humana Schelling nos dice, en la misma línea de Tobler, que la naturaleza es una fuerza oscura, misteriosa y creadora de individuos, que van desde lo inerte hasta lo químico, de lo químico a lo vivo y de lo vivo a lo inteligente. Nacemos como individuos y luchamos todo el tiempo por conservar esa individualidad que es nuestra vida.

Sabemos que ella está hecha de otras generaciones, de otros seres y de diversos materiales, pero eso no niega que seamos individuos. Hay, pues, en efecto un principio egoísta en la naturaleza capturado en el individuo que busca perpetuarse en abstracto. Pero hay otra fuerza, igualmente presente, y que no lucha contra la individualidad, sino que la eleva por su relación con otra individualidad. Schelling decide llamarla “amor”. El amor no significa fusión; requiere que cada individuo subsista como individuo, pero que se abra más allá de su individualidad, donde la autoconservación y su potenciación constituye su máxima ley. Lo decía Hume, el escéptico: nunca vamos más allá de nosotros mismos. Y tiene razón, porque la relación con otro no está basada en la evidencia, sino en promesas, expectativas y fe.

A principios de los años 70 Lynn Margulis publica un trabajo donde presenta el concepto de endosimbiosis. Su hipótesis es que las células eucariotas son el resultado de la simbiosis de dos organismos diferentes y originalmente independientes. Su encuentro fortuito dio lugar en un momento determinado a un nuevo individuo. Mitocondrias y cloroplastos poseen material genético propio que habla de este pasado de independencia y aun ahora conservan ciertos comportamientos de independencia en las células que las acogen. A mediados de los 90 Stuart Kauffmann desarrolló la hipótesis de que la emergencia de nuevos seres y propiedades en la evolución responde a encuentros fortuitos que no provienen de mecanismos clásicos de la evolución.

El agujero de una piedra puede un día convertirse en el nicho donde prospere una especie de arañas, creando una relación individuo-entorno nueva. En fechas más recientes el biólogo británico Denis Noble ha polemizado contra Dawkins afirmando que la asociación entre seres, así como intercambios horizontales de material genético entre ellos es un mecanismo fundamental de la evolución. El individuo deja de ser el átomo de la evolución, trátese del gen o del organismo, para mostrar relaciones fundamentales con otros individuos y con su entorno.

Estas relaciones de vecindad y cooperación desbordan el cuadro unilateral de la naturaleza como un sitio de individuos guerreros egoístas. Los trabajos de Margulis, Kauffman o Noble hablan de otra potencia “amorosa” o al menos asociativa y cooperativa en la naturaleza, frente a la guerra de los átomos en el vacío. Pero digamos algo más del amor. El poema de Tobler y el ensayo de Schelling culminan sus pensamientos en el amor. La naturaleza, ciega, incapaz de sentir, indiferente a todo individuo, no es nada sin ellos. Por ellos y en ellos vive y siente. Ella misma no puede contemplar el drama que pone en marcha. Es así que la finitud no constituye una caída respecto de un absoluto perfecto. El absoluto debe caer para ser absoluto. Porque lo absoluto no está en la unidad, en el seno de un todo autosuficiente, sino en el encuentro amoroso que persevera en medio de un mundo desgarrado pero que, pese a todo, se atrae y se entrelaza.

El individuo surge en la naturaleza como singularidad frágil. Debe cuidar de sí. La alteridad le amenaza por todos lados: por fuera como depredador, como entorno hostil; por dentro, como desbalance que siempre retorna. La existencia es así penuria y no tiene otro fin que, primero, su autoconservación y luego, la producción de una reserva que le asegure un futuro más amplio. Es así, entonces, prevención y estrategia. Pero este encierro en sí mismo, aunque recibe toda la atención del organismo individual, no puede mantenerse sin un intercambio interno y otro externo.

Es decir, que su individualidad es trazada por una frontera que lo destaca al mismo tiempo de otros individuos y de un medio circundante. Es así que el mundo y los otros están ahí para el enfrentamiento o la cooperación en la misma medida. En el desarrollo embrionario hay siempre una primera casa que le cuida: el útero o el huevo, y que espera a su momento preciso para dejarle salir. Afuera, el individuo debe negociar con otros individuos asuntos vitales como su segundo techo, la guarida, el alimento o la reproducción. El ser vivo debe cuidar su interioridad sin poder encerrarse. Es un espacio dinámico y de intercambio.

Ahora bien, en un momento de la historia de este planeta surgió la vida. Eso quiere decir, que, al mismo tiempo, surgió su contraparte, la muerte. Hubo entonces reproducción y también, en otro punto, sexualidad, es decir, separación de los sexos y los gametos. En cierto punto de su historia la evolución elevó a los individuos a un nivel nuevo de complejidad. Ya no harían copias de sí mismos, sino se combinarían entre sí. A cambio, la unidad se dividiría en sexos. Y ambos sexos estarían condenados a muerte. El costo de una vida más compleja y más variada sería la combinación de vida y muerte.

Como en el poema de Tobler, el surgimiento de la muerte en el universo traía consigo el surgimiento de la ley de las generaciones. El individuo no sólo debe interactuar con lo otro (el entorno) y los otros (individuos), sino que, destinado a morir, debe acceder al plano temporal de la herencia.

Trabajar para “sus” genes significa trabajar para su descendencia, cuyo destino es siempre incierto. Schelling dice en sus Investigaciones sobre la libertad humana que la vida de los hombres comienza con una individualidad encerrada en sí misma. Como la semilla, crece en la prisión de la oscuridad, encerrada sobre una reserva propia. Pero al salir a la luz queda irremediablemente expuesta a todas las otras criaturas con las que comparte la tierra. Dichas criaturas cooperan entre sí sin saberlo: al producir su semilla el árbol también da de comer a mamíferos, insectos, hongos y bacterias. Las hojas fertilizan la tierra. Existe una larga cadena de préstamos porque cada ser está múltiplemente conectado. La naturaleza en ello no es avara, no toma el camino más corto sin más, sino al mismo tiempo, el más rico, no siendo nunca igual.

En la sociedad el ser humano tiene todo el derecho a la autoconservación, a perseverar en su ser y a acrecentar sus potencias. Pero todo ello forma parte de una potencia que poco a poco destruye a los otros que le rodean y al entorno que le mantiene, porque le quita a los primeros y devasta al último. Si no para, se convierte en plaga o célula cancerosa. Al trabajar sólo para sí, trabaja, eventualmente, contra él mismo. La individualidad que procede con egoísmo se consume; no redunda jamás en un bien colectivo sin acuerdos ni cooperación. Pero si el individuo desease ceder en su ímpetu de individualización, entonces simplemente se dejaría morir, sería disuelto en el suelo que le vio nacer.

Como lo advertía Freud: el individuo puede desaparecer porque no tiene las fuerzas para perseverar en su existencia, se disgrega y es comido por los hongos que desde su nacimiento le han estado esperando como aves rapaces. Si trabaja sólo para sí, llega a un equilibrio que, primero le mata de aburrimiento, pero que después le empieza a destruir porque no puede mantener la relación equilibrio-desequilibrio con lo otro. El ser humano puede dejarse morir o morir por querer egoístamente su vida. Al final, la respuesta de Freud es la misma que la de Schelling y de Tobler: el amor. Pero no como amor propio, ni como potenciación de sí o voluntad, ni siquiera como deseo. Porque el deseo está dirigido al otro, pero sólo me concierne a mí como sujeto solitario.

La vida individual sólo puede redimirse en una individualidad que persevera, pero que cede a convertirse en el todo. Es decir, es la individualidad que ama sabiendo que va a morir. Por ello, como diría una querida maestra, Silvana Rabinovich, el amor es más fuerte que la muerte, pero sólo porque no la quiere desterrar, sino que la asume para formar parte de la vida de las generaciones.

Sólo el individuo siente y piensa y actúa. Pero lo que siente está limitado si no es, al mismo tiempo, tocado por otros. Y no piensa sino trabajando sobre las ideas de otros. Y no actúa sino frente a los otros.

Individualidad, finitud, muerte y amor son inseparables. Más amplio que el nacer y ser para la muerte es el amor, porque las conjuga a ambas. No el devenir, que siempre puede ser el mío, sino el tiempo escalonado de las generaciones, que incluye la gracia y el luto. Es así que progenitores y descendencia dejan de aparecernos como una irrelevante peculiaridad de la evolución para demostrar su carácter de verdadero acontecimiento en la historia natural.

El egoísmo nos asegura una reserva para vivir como ser biológico y psíquico. Mantiene los ligamentos y las fuerzas atractivas en orden para que el sistema no se disgregue y funcione bien. El amor, en cambio, es lo que siempre nos permite salir de nosotros mismos. No la “negatividad”, que viene siempre de fuera y la cual puede muy bien destruirnos, sino la salida desde nosotros por nosotros mismos, que sólo así puede transformar la “universalidad” (ese “para todo el mundo sin distinción”) que abarca y aprehende en una universalidad que acoge. Pero si el amor requiere que individuo insista y resista, que no se inmole ni se funda con el amado ni el humus de donde proviene, sí exige un precio: la renuncia a ocuparlo y a serlo todo.

Renunciamos a la eternidad y hacemos espacio a los hijos. Renunciamos a la omnipresencia y hacemos espacio a los vecinos. Pero hay algo más, si esto sucede, se hace espacio, si se presta oído, entonces no puedo perseverar con mis fronteras originales. Es decir, no puedo admitir a nadie en mi casa sin que esta deje de ser solamente mi casa. No puedo estar con otros sin estar presto a modificar los bordes que supongo entre lo propio y lo ajeno, sin hacer permeable la membrana que me contornea.

Schelling dice en su escrito sobre la libertad que el “mal” consiste en dirigir la voluntad humana a la autoconservación, cuando es posible el amor. Es decir, cuando nos contentamos con la supervivencia y el cuidado propio sin consideración de lo demás y los demás. Podríamos decir que el mal consiste en cerrarse a la posibilidad del amor y al amor mismo en favor de un individuo cerrado sobre sí y que se sirve de los otros para su propio metabolismo. Todo esto es un juego de resonancias entre biología, antropología y filosofía. No pertenece, en sentido estricto, a ninguna disciplina. Y sin embargo, ¿no es eso lo que toda disciplina lamenta, su encierro, su autocomplacencia, su egoísmo conceptual?