Varias veces en mi vida experimenté, por muy diversas circunstancias y todas traumáticas, la pérdida de conocimiento. No es que olvidara las cosas por mí conocidas (en parte sí), sino que terminé sumergido en ese sueño o pesadilla que produce el desmayo en todas sus expresiones.
Irse, desvanecerse, esa sensación probablemente tan parecida a la muerte, es cosa fácil, con tan solo una pequeña desesperación que no da tiempo realmente a ser plenamente consciente, cuando lo que se está perdiendo precisamente es la mismísima consciencia.
Practicando algún deporte de alta intensidad o desafiándome con alguna actividad temeraria y contundente, la recuperación posterior a un desvanecimiento fue angustiosa. Pero cuando uno se descubre en una cama de terapia intensiva, mientras los médicos toman medidas para intentar estabilizar al paciente tras un determinado traumatismo, la desesperación puede incrementarse dramáticamente. Aquí es donde me detengo: en el hecho de recobrar con angustia el conocimiento al volver en sí.
Porque es muy fácil irse, pero es muy difícil volver, y esto bien puede trasladarse a muchos otros órdenes de la vida. Esa sensación, muy probablemente parecida a la muerte, resulta aún más angustiosa cuando uno va comprendiendo que está recobrando el sentido de pertenencia a la vida.
Dependiendo de la cantidad de minutos experimentados en ese más allá del estado consciente y de la pesadilla que allí se transita —porque siempre es un sueño espantoso aquel estado de inconsciencia (al menos para mí)—, el regreso resulta tan horrible como proporcional a los asedios fantasmagóricos que se experimentan en ese más allá y cuando comienza el retorno al más acá.
Primeramente, uno no sabe qué es; quiero decir, no sabe qué suerte o mala suerte de ente es. La confusión es total, y uno se siente un ser etéreo que va corporeizándose y comprendiendo qué era, y luego, recobrando la memoria de quién era. No se sabe qué pasó mientras comenzamos a reconciliarnos con la idea de nuestra identidad, especialmente por la interacción desesperada o contemplativa de esos otros seres que nos confirman nuestra semejanza en especie y forma, concluyendo en nuestra humanidad. En ese proceso, los sentidos van recuperándose junto con los dolores corporales y la angustia de recordar lo sucedido. Las veces que otras manos me sujetaron, tal vez acariciándome, empeoraban la situación porque, y tal vez solo en mi caso, pensaba que estaba siendo atacado. La percepción, real o paranoica, se siente de igual modo, pues antes de poder identificar al otro, debemos identificarnos a nosotros mismos.
Lo interesante es por qué resulta tan angustiante ese resucitar cuando, en teoría, debería ser motivo de celebración por haber permanecido o vuelto a la vida, al menos por un rato más, acorde al estado médico que se atraviesa.
Hablándolo con una amiga religiosa, llegamos a la conclusión de que, tal vez, comprobar que uno vuelve a este mundo trágico es una experiencia más espantosa que la de irse. Como si el regreso fuera otro pequeño pero igualmente sufrido parto a la vida, con angustias similares y reminiscencias de dolores.
Ahora bien, con el correr de los minutos o las horas, y tras volver a sentir control sobre uno mismo, se experimenta una calma y serenidad maravillosas. Como si lo peor ya hubiera pasado, como si se comprendiera que uno ha regresado, que ha sobrevivido y que, por alguna razón divina, tal vez, siente que ha resucitado.
Ese sabor a muerte nos interpela de muchas maneras. Por un lado, uno recuerda forzosamente que, en un segundo, se puede abandonar este planeta o esta dimensión. Por otro, la alegría del regreso puede deberse a ver los rostros de alivio de aquellas personas que vociferan terror ante nuestra posible partida. En lo personal, estas experiencias, especialmente las ocurridas en el escenario de una terapia intensiva, me hicieron sentir fortalecido para volver a dar batalla en esta vida, la de acá.
En una de mis últimas experiencias, me desperté, volví o resucité recordando aquel soneto perfecto de Lope de Vega que podría describir mis sensaciones mejor que yo, considerando que el amor y la vida son cosas parecidas.
En los primeros cuartetos podría estar descrita esta sensación confusa de estar perdiendo la razón, pues el amor también suele jugarnos episodios canallas. En los dos tercetos finales, aparecen aquellas contradicciones de lo bueno y lo malo, del irse y volver, del saber y del comprender lo experimentado. ¿Será el desamor la pérdida de la conciencia de sentir quién es uno? ¿Será la serenidad reconocerse en una vida amorosa?
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.(“Desmayarse, atreverse, estar furioso”, Félix Lope de Vega y Carpio)