Siempre me he preguntado sobre el significado de los sueños, de aquellos espontáneos que surgen mientras placenteramente dormimos, o los que nos inventamos. Los que más me interesan son aquellos que evocamos estando despiertos. Creo que he sido un abusador o cliente frecuente de estos últimos. Nunca he dejado de recurrir a ellos. Durante mi niñez y juventud, mis mejores sueños, eran cuando me iba feliz y rápido a la cama con el claro propósito de retomar el sueño que había quedado a medias la noche anterior. Mis sueños eran una auténtica serie de Netflix: se desarrollaban por capítulos. Podían durar varias noches, y semanas. Y no podía ser de otra manera ya que me imaginaba ser el arquero de nuestra selección de fútbol. Defender el arco de la roja de todos, en un mundial, es un privilegio que pocos teníamos. Era una gran responsabilidad la que tenía sobre mis hombros. Lo obligaba a uno a cuidarse, por tener que jugar muchos partidos y evitar lesiones.

Naturalmente que mi deseo era no perderme ningún partido y ninguna instancia relacionada con este magno evento. Por tanto, había que dedicarles tiempo a los entrenamientos, a las entrevistas, ya que uno estaba obligado a darlas una vez terminado cada compromiso. Reconozco que no era fácil convivir con esa responsabilidad. Pero mi profesionalismo me exigía cumplir con todo para lograr el sueño deseado. Otro sueño recurrente era cuando me imaginaba ser director cine, participando en importantes festivales, entreverado entre famosos realizadores del séptimo arte. Por suerte no eran por el Oscar, ya que me habría condicionado el tipo de cine que deseaba realizar.

Creo que esos sueños despiertos, donde uno tiene la posibilidad de elegir el tema y manipular a voluntad su desarrollo, son algo similar a los juegos que nos inventábamos cuando niño. Esos juegos que perduran en la memoria. De alguna manera pienso que obedecen a lo mismo. Son una especie de reflejos condicionados, que con el tiempo terminan por conducir nuestra realidad. No sé si lo imaginé o lo soñé, pero estos reflejos me parecen familiar, o algo cercanos, a lo que hoy son los algoritmos personales que habitan nuestro cerebro, que van moldeando nuestra acción.

Tener padres, o algún familiar cercano, que lo motive a uno a soñar despierto me parece fundamental. Es ayudarle a abrir sus alas para enfrentar el futuro vuelo. Mis padres se conocieron estudiando en Bellas Artes, pero no se dedicaron a tiempo completo al oficio. Cultivaron el arte en la medida de sus posibilidades. La cruda realidad, y los cuatro hijos, los atrapó. En mi caso, el interés de mis padres por el arte, seguramente, fue la semilla que me permitió esculpir el tiempo. ¿Pero qué sucede cuando nadie de tu familia tiene afinidad o interés por el arte y si, a esta realidad, le sumamos que eres un niño de la periferia, de los de a pie? ¿Qué posibilidad tiene esa persona de poder soñar despierta?

En nuestra clasista sociedad, la gente de la periferia (o sea, el 70% de la población) no ve, y menos sueña, con cambios que modifiquen sustancialmente la realidad heredada.

La realidad, en nuestra sociedad, nos demuestra, por ejemplo, que la mayoría de quienes ocupan espacios importantes en el mundo de la cultura, provienen de familias acomodadas, de un estrato social alto. Son los que pertenecen a ese 30% de la población con mayores ingresos quienes tienen importantes redes sociales, económicas, políticas o religiosas. Estos personajes hijos del privilegio, habitan políticamente, tanto en la derecha como en la izquierda. Personajes que viven de los fondos concursables, o cargos públicos, y los asumen como si esos trabajos fueran vitalicios. Más que artistas, parecen funcionarios públicos.

Los de a pie, saben que solo les queda luchar, ser perseverante, no rendirse, ya que, como en casi todas las cosas, si tienen talento, vocación por lo que desean desarrollar, a la larga, más tarde que temprano, quizás, la vida los favorecerá y podrán ver concretarse alguno de sus sueños imaginarios.

Pero volviendo a mis sueños o juegos de niño, como actos premonitorios o reflejos condicionados de juventud, recuerdo que cuando tenía unos 8 o 9 años, junto a mis hermanos, fabricamos una cancha de fútbol de un 1,20 x 70 cm., más o menos. El estadio tenía las galerías abarrotadas de público con fanáticos de la U. de Chile, de la U. Católica, del Colo-Colo y de mi querido Wanderers. Público que minuciosamente habíamos pintado. Eran los tiempos en que en Chile todos los veranos se jugaban hexagonales de fútbol internacional. Eran los tiempos del Santos de Brasil, con el mismísimo Edson Arantes do Nascimento, Pelé, con el Nacional del Uruguay, con el River Plate, y Sheffield United de Inglaterra. Era todo un lujo, un privilegio, ver esas estrellas lucir en el culo del mundo. Nosotros, nos conformábamos con uno local. Pero nuestro torneo también era nocturno.

Nuestro estadio contaba asimismo con todas las exigencias necesarias para poder desarrollar ese magno evento. Para poder cumplir con la normativa vigente para ese tipo de torneo, ilumínanos nuestro coliseo deportivo con cuatro torres. De lápices Bic tomamos su soporte, lo introdujimos en cada cajetilla de fósforos vacía. Luego en cada una de las cuatro cajetillas pusimos dos ampolletas de faroles de bicicletas. La energía la obteníamos a través de un largo cable de cobre que venía desde el transformador del timbre de la casa en el primer piso, hasta llegar al dormitorio nuestro en el segundo piso, lugar donde se desarrollaba el torneo.

Los jugadores eran figuras talladas en trozos de madera de unos cinco centímetros de alto. Cada uno de los participantes pintaba a sus jugadores con el color de su equipo favorito. Nada estaba al azar.

Cuando ya todo estaba listo y dispuesto para el pitazo inicial, cerrábamos las ventanas y oscurecíamos totalmente la pieza y se iniciaba nuestro torneo cuadrangular de verano. Con cajetillas de fósforos o cubos de madera, más plastilina y un trozo de espejo, fabricábamos televisores. Sobre la superficie de estos cubos, pegábamos el trozo de espejo y con la plastilina moldeábamos la pantalla del televisor. Todo lucía a pedir de boca, el verde de la cancha fantástico parecía mesa de billar. Los jugadores, al centro de la cancha esperando el inicio. La pelota fabricada con la goma de borrar escolar, redondeada con una lija, esperaba impaciente el puntapié inicial. Las redes de los arcos, eran confeccionadas con una media robada a mi vieja. Antes del pitazo inicial, quienes no jugaban el partido preliminar se subían al camarote y, acostados de espalda a la cancha, acercaban el televisor a sus ojos y a través del espejo asistían a la transmisión en vivo del partido.

Mientras escribo esto sobre mi viejo escritorio, tengo frente a mí dos figuras talladas, y son nada menos que Juanito Olivares, el uno de Wanderers, y en algún momento también golquíper de la selección nacional. La otra figura de mi Wanderers de aquella época que le he dado vida en el presente, es el mediocampista brasileño Aroldo de Barros. Personaje que hace unos años tallé en un trozo de pão preto que traje de Mozambique. Pão preto, de la tierra del gran Eusebio.

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¿Será el reflejo condicionado la explicación para aquellos sueños imaginarios de mi juventud que, una vez adulto, se han cumplido?

Con el paso del tiempo, aquellos tres hermanos Gonçalves se convirtieron en profesionales de la TV. En cuanto al cine, y mis sueños como deportista, al menos, en el año 1987, mi film Mozambique, imágenes de un retrato ganó el festival de cine de Moscú en la categoría documental y Federico Fellini ganó en ficción. No jugué ningún mundial, pero fui entrenador de tenis en Suecia, durante cinco años. Tengo título profesional de ese deporte del país escandinavo. En Mozambique fui entrenador de su selección nacional. Hoy como tercera edad juego los torneos ITF. En el año 1976 fui laiman de la final de la Copa Davis entre Chile e Italia.

El elemento que me resulta, interesante, intrigante y emocionante, que me hace pensar que hay que ir en búsqueda de las vivencias, de nuestras experiencias, sobre todo de aquellas de nuestra infancia, de nuestra juventud, de las que no tenemos registros, pero que están en nuestro disco duro, y que, sin darnos cuenta, con el tiempo, se han transformado en nuestras leyes generales de nuestro comportamiento, de nuestros sentidos. Hoy, cuando exhibo mis trabajos, me doy cuenta que esas experiencias afloran, en mis pinturas, en mis filmes, y relatos escritos u orales. Testimonios de mi vida, que son los fundamentos de mi sentido común.