Llegaste a casa de tu primo antes de lo previsto. Te has bajado de tu camioneta frente a su jardín y pulsás el timbre del portón hasta que se abre la puerta eléctrica. Ha salido al corredor a recibirte.
—¡Rubén, cabrón, estás más gordo! —dice y te abraza—. Puta, ¿hace cuánto no venías?
—Hace un año y pico vine, en navidad.
—¡¿Mae, un año?! Me parece que fueran más. Pasá, pasá. Dejá los zapatos en el corredor, a la doña le dio por el Fen Shui y no sé qué putadas, y si nos ve con zapatos dentro de la casa nos pega una cagada.
Debe ser cierto, ves que él también anda en medias. Sonreís ligeramente.
—Así que te tiene a mecate corto…
—¿Querés tomar algo, un whiskito?
—Dale, pero solo uno, y con soda, que tengo una cita más tarde.
—¿Hielo?
—Sí, pero no le pongás mucho.
—Tranquilo, no te van a quitar la licencia….
—¿Sabés que ayer me encontré a Whirley? No sabía que era taxista. Me dijo que te había reencontrado en la cárcel…
—Sí.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—¿Lo hubieras llamado?
Sabés que entonces no lo hubieras llamado, necesitabas un contacto directo y ver en qué se había convertido Marcelo para que te interesara de nuevo.
—Vino hoy por la mañana.
—¿Whirley?
—Sí, claro, ¿de quién estamos hablando?
—¿Te habló de nuestro encuentro?
—Apenas lo mencionó. Tenía otra cosa que contarme, más urgente…
—¿Urgente?
—Sobre Marcelo…
Otra vez sentís que se te hiela la sangre, y que de alguna manera estás todavía esperando un taxi al salir de la fiesta de Roxana. Sentís la lluvia, tenue, pero insoportablemente persistente.
—Marcelo —balbuceás como idiota.
—Lo encontraron en la mañana (y mientras tu primo te habla dejás de estar en su presencia, como si no te importara lo que dice, pensás solo en eso que recordás —como fragmentos de cosas inservibles amontonados en un rincón lleno de polvo—, eso a lo que inútilmente te has aferrado tres cuartas partes de tu vida sin considerar lo que te rodea, como un egoísta incorregible que cree siempre estar haciendo lo correcto) debajo del puente Juan Pablo Segundo… Decapitado.
—¿Decapitado? —balbuceás, sin poder articular bien la palabra.
—Tuvieron que haberlo matado en la madrugada.
—Pero si yo lo vi en barrio Cristo Rey…
¿Lo vistes, cabrón? ¿Era Marcelo, era realmente Marcelo? No podés estar seguro. ¿Le preguntaste a Whirley si ese era Marcelo? Vos mismo no lo reconociste.
—Y pensar que todo pudo haber sido tan diferente —decís—, desde el principio.
—Le pudo pasar a cualquiera de nosotros. Tuvimos suerte.
—Más que suerte.
—¿Te acordás cuando fuimos a la playa con Marcelo?
—Perfectamente, cada detalle.
Ves las imágenes de aquella mañana en la que se reunieron en casa de tu tío para salir hacia la playa (todo un fin de semana) como si fuera ahora mismo, como si fueras niño, como si fueran todos niños (vos, tu primo, Whirley —unos cuatro años mayor— y Marcelo, casi de tu misma edad, aunque no sabés realmente cuantos años tiene, si es mayor o menor que vos), y todos estuvieran sentados a la mesa: vos, tu primo y tus amigos, más tu tío y su jefe, que ha llegado con su familia (su mujer —delgadísima y morena como la canela, pensás— y su pequeña hija, que es una copia de la madre en miniatura), y en ese instante llega tu tía con el arroz con camarones que acaba de retirar del fuego y mirás medio divertido como a Marcelo se le salen los ojos ante los camarones, que apenas ha probado alguna vez y parece adorar (a vos en cambio no te gustan, tal vez porque a tu madre tampoco le gustan), por lo que se abalanza sobre ellos y empieza a comérselos tomándolos uno por uno con las manos y llevándoselos a la boca ante la estupefacción de la esposa del jefe de tu tío (que aunque es morena como la canela tiene los ojos claros, como miel de jicote de flores de azahar), y no sabe si corregir aquellos modales salvajes o ser piadosa con la evidente pobreza de Marcelo, en cuya casa seguramente serán otras las preocupaciones familiares y no la etiqueta.
Vos también seleccionás los camarones de tu plato, con el tenedor, y se los das a Marcelo, pues te basta con el arroz aliñado, la ensaladilla rusa y los frijoles molidos picantes y dulcetes que prepara tu tía. No notaste para nada (perdido entre los recuerdos) que tu primo te ha hablado todo este rato e incluso su esposa se ha acercado para saludarte, pero en el último instante atinás a decir su nombre, ¡Rosario qué guapa estás!
—Marcelo, ¿qué fue lo que le pasó a Marcelo entonces? —decís, más bien hablando como si estuvieras solo.
—¿Cómo me hacés esa pregunta treinta años después? ¿Me estás tomando el pelo? —dice tu primo, más bien enfadado.
—No, te juro que no.
Tu primo se sienta en la mecedora y se queda viendo hacia el jardín.
—No puedo creerte. ¿Cómo es posible que no te enteraras? ¿En dónde putas estabas?
—Mirá, quedemos en que tenés razón, yo acepto la culpa que me corresponde por haberme aislado todos estos años, pero necesito saberlo.
—¿Ya para qué? Marcelo está muerto. Será solo para tener tu conciencia tranquila. ¿Nunca pensaste en los demás, verdad?
—No es como vos pensás, claro que los tenía presente, todos los días.
Y entonces ves de nuevo el rostro sonriente de Marcelo corriendo por la playa, conociendo el mar. Era una playa rocosa, casi sin arena, pero llena de hermosas piedras de formas caprichosas creadas por el desgaste de las olas.
—A Marcelo lo encontraron en el potrero de los Rovira, casi muerto. Se había desangrado por haberse auto-mutilado…
—¿Auto-mutilado?
—Sí. Además de varias heridas en los brazos, intentó cortarse el pene. Al final tuvieron que amputarle gran parte del pene. No me preguntés detalles, pues no sé más, el que puede saber es el doctor Alvarado, si es que aún vive.
No sentís nada, nada. Te da la impresión de que hubieras leído el nombre de un desconocido en el obituario del periódico. Pero luego todo viene de golpe, como un mazazo furibundo en tu cabeza. Sentís que se te humedecen los ojos, y por orgullo mirás hacia el jardín evitando que tu primo y su esposa (que ha regresado) se enteren de lo que te ocurre. Tragás saliva y respirás profundo, mordiéndote la lengua hasta que el dolor supera las ganas de llorar y girándote de nuevo hacia tu primo y su mujer, como si nada hubiera pasado decís:
—Ah, perdonáme, pero antes de que se me olvide, me llamaste por teléfono y dijiste que tenías algo que darme.
—Que dicha que me lo recordás, sí. Esperáme, que ya vengo.
Recordás el pequeño cuerpo de Marcelo iluminado por la hoguera que habían hecho y se había salido de control, por lo que todos ayudaban a apagarla llevando agua del mar en baldes. Vos y tu primo apenas podían cargar uno entre los dos de lo pesado que era, por lo que Marcelo ayudaba levantando el balde desde abajo, pero se tambaleaba y perdía agua por el camino y cuando llegaban a la hoguera iba medio vacío.
—Es una carta, y no me vas a creer de quién…
—¿De quién?
—¿Adiviná?
De pronto tu mente está en blanco, y luego tenés la sensación de que estás esperando un taxi bajo la lluvia.
—¿Cuántos años has esperado?
—No tengo idea.
Y luego al ver el sobre, una vez más se te hiela la sangre y sentís una debilidad en todo tu cuerpo. Ves como todo a tu alrededor se mueve, como si estuvieras ebrio, hasta que finalmente podés leer el nombre del remitente: Priscilla Rochels.