Buenos Aires nunca fue un lugar

Buenos Aires nunca fue un lugar… es un tango, una cuadra empedrada, un abrazo valiente de pura nostalgia.

Julia no lo sabía cuando planeó viajar hasta aquí solo por dos semanas.

Aprendió a decir: che, dulce de leche, mate, birome, colectivo… y practicó los firuletes básicos para bailar La cumparsita.

Sin embargo, olvidó que Buenos Aires no es esa foto de agencia de turismo. Es más que una avenida ancha, un obelisco, un puente sobre el Río de la Plata, un teatro único con un telón de terciopelo de 20 metros rojos de alto o una flor de metal cerrándose de noche.

Es esa voz que te dice al oído: “estás en casa”… y ya no te deja regresar -con el corazón en el pecho (y no en sus calles)- a ninguna otra parte.

El mejor souvenir

Desde que halló un retazo de su infancia a precio de remate en un mercado de alguna esquina sepia de San Telmo, camina por Corrientes y Florida, mirando de reojo las veredas como si aún quisiera reprocharles por aquella traición inesperada.

Observa las vidrieras que hacen gala de esos recuerdos típicos que otros -turistas, visitantes, extranjeros- compraron sin saber cuánto valían.

En cada peatonal muestra su álbum… de fotos, baratijas y nostalgias. No las vende jamás. Si le preguntan, él responde sonriendo de costado, que el mejor souvenir siempre se lleva pespunteado en la piel que cubre el alma.

Un vendedor de diarios en Alem y Corrientes

Amanece… la avenida despierta.

Los pasos apurados se detienen, curiosos, al llegar justo a la esquina. El semáforo en rojo, cómplice involuntario, va agregando suspenso a la primicia.

Con un mate caliente en sus manos de tinta, la birome acoplada a su oreja derecha -en perfecto equilibrio- y el cansancio en los ojos, el gallego saluda a sus fieles clientes desde hace medio siglo.

Ya barrió la vereda y tendió las revistas, pero sigue de pie. Hay un banco a su lado, solo que él le ha asignado una función distinta: es un banquito enclenque y de buena madera donde el gallego apila un diario encima de otro, sin preguntarle a nadie si la noticia es mala o es mejor que otras veces.

En Alem y Corrientes, a sus 80 años, su voz ronca celebra, honra, agradece, abraza un día más de vida.

Escribir con un piano

En el retrato gris de la pared, Pugliese toca el piano con los ojos. Escribe en ese bar la misma historia, una vez y otra vez cada mañana. Le basta acariciar dos o tres teclas para encontrar el verbo que le falta y hablar de la pasión o la ternura en el tango que enciende la nostalgia.

Escribe en blanco y negro… llueve un libro, melodías que nadie ha escuchado.

Alguien pide un café y en esa esquina que une Chacarita a Colegiales, el piano de sus dedos -o su mito- vuelven notable al bar que lo cobija.

Un paraíso dentro de otro

Había sido siempre un buen porteño, orgulloso de todo lo que implica haber nacido aquí donde nacimos.

Lo emocionaba el tango, como el mate o el fútbol… y hasta escuchar a alguien que contara, en lunfardo, retazos de una vida.

Llevaba a sus sobrinos, los domingos, al Museo Quinquela, a Caminito, a ver la Casa Mínima de cerca, a correr, entre risas, por el Parque Lezama, a atardecer su asombro allí en Puerto Madero o a admirar los cerezos del Jardín Japonés.

No hay un lugar mejor”, se repetía, frente al paisaje ajeno que mostraba cualquier agencia nueva de turismo.

Hasta que un viernes -creo- por la tarde (a la hora en que la escuela suelta niños, después de la penúltima campana), lo vieron sucumbir ante unos ojos que hablaban en inglés… y supo, entonces, que había un paraíso dentro de otro.