(…) Dos meses después, Luis vistió el negro. Mamá hacía 20 años que no estaba entre nosotros, solo quedaba él. Acabado el velorio y el consiguiente vagar de gente chismosa y querida, reparé en el salón: esculturas que coleccionaba mamá, cactus de papá, cuadros de patos a tutiplén, pebeteros repletos de ceniza, algunos vasos de Duralex, barcos de papel, origamis, fotografías de veranos lejanos, momentos de vida. Escuchaba sus voces envalentonadas al tocar las imágenes. Parecía que hasta habían pulido el arte de aparentar quererse ante el mundo exterior.
Recuerdo que rara era la temporada en la que papá no se ausentaba durante uno o dos meses por motivos de trabajo. Se dejaba caer siempre por la costa malagueña o valenciana como algo inevitable. Mamá, en cambio, se acinaba en casa con un mocho como espada y una cacerola como escudo. No obstante, siempre tuvo muchas primas y muchas amigas con las que se iba a los pueblos cercanos. Yo solía quedarme con mis abuelos, y, a veces, solo. Por aquel entonces, Niebla era un cachorro y tenía la vitalidad de un niño de un año, así que no me aburría. Otra opción para combatir el tedio era la inabarcable biblioteca de papá, afición compartida por ambos. Siempre sospeché que no había sido leída por completo. Él decía siempre “el que tiene ojos para ver encuentra lo que busca”, imagino que se refería a las direcciones de chiringuitos, tiques de compra y garabatos que estaban en el dorso de los marcapáginas o las manchas de café, alcohol y de ceniza recurrentes. Sea como sea, cada uno construye su muralla que le aísla del exterior premeditadamente y él no era una excepción.
A veces llamaba gente a casa que no sabía quién era. Con 8 años me dejaron empezar a coger el teléfono, aunque no por mucho tiempo. Poco a poco, supe que tenía muchos primos y mucha gente que me quería demasiado, a pesar de no ponerles siquiera un trazo de su aspecto en mi imaginación. Las conversaciones llegaban a mí como fragmentos inconexos de algo mucho más grande: “somos los primos de Benidorm, sí, sí, tú no nos conoces, pero nosotros a ti, sí,”, “sí, sí, te vimos nacer, tú padre nos presentó, dicen que estás muy guapo y muy grande”, “¿Luis?, soy tu hermano…” “Dile al hijo de puta de tu padre que haga el favor de ponerse”, “¿tu madre ya no vive ahí?...”
Resultaba difícil vincularse afectivamente a algo tan inestable como mi familia. Los remiendos fugaces a modo de abrazos o alguna palabra cálida que pretendían coser toda una vida de vacíos, los fui aceptando como algo natural. Imaginaba que así sería en todas las casas de mis semejantes, pero, una brecha que atraviesa por completo un edificio no se arregla con paletazos de cemento y, además, las fachadas siempre se pintan de cara a galería. Empezaba a entender el papel del mar en toda esta historia. Era el hilo conductor de un puñado de dobles vidas, un pozo infinito, una ciénaga de secretos que con marejadillas vuelven una y otra vez. A su vez, parecía un horizonte esperanzador tanto para mamá como para papá, un oasis en medio del secarral conyugal y bucólico. Sin embargo, “estas segundas existencias” no eran las secundarias, eran las principales, tal y como ocurre con las máscaras sociales que con el tiempo se convierten en el rostro primigenio. Todas estas ideas a uno le cuesta asimilarlas al menos un tercio de la vida, imagino que porque antes de ese tiempo no las quiere aceptar.
Los últimos días de vida del profesor de lengua y literatura, don Amador, también conocido como mi padre, fueron reconfortantes y dolorosos al tiempo: -¿Papá, ni siquiera ahora medio muerto vas a reconocer que eres homosexual?...
Primer episodio El mar, olor a sal... (1)