Estás solo en la carretera bajo una ligera llovizna. Mirás los autos pasar, como luciérnagas buscando aparearse. Finalmente, un taxi se detiene después de casi una hora de espera. Alex, el esposo de Roxana te llevó hasta la parada de autobuses, pero le dijiste que no se preocupara, que pronto pasaría un autobús o un taxi. Desde el mediodía había dejado de llover, pero fue cosa de que Alex se marchase para que empezara aquella llovizna inoportuna. Aparte de la humedad, no tenés demasiado de que quejarte, fue una velada encantadora y mañana quizá hayan terminado las reparaciones de tu camioneta. Inesperadamente un taxi se detiene a unos diez o quince metros de donde estás, quizá por haberte notado al último momento, así que corrés hasta él tapándote la cabeza con tu portafolio. ¿Por qué diablos llevaste el portafolio del colegio al cumpleaños de tu colega? Cuando llegás, notás que la puerta delantera está abierta, por lo que te introducís sin fijarte en el rostro del conductor, que de repente ha apagado el motor y te mira en silencio como esperando a que también lo mirés y le digás algo, pero no lo mirás, por casi medio minuto no lo mirás, solo le das tu dirección y te acomodás en el asiento del copiloto poniendo tu maldito portafolio en tu regazo. Pero como notás que no enciende el motor decidís mirar su rostro y así dar de golpe con un par de ojos enrojecidos por el cansancio. Reconocés inmediatamente al conductor, y sentís entonces que el silencio era una demostración de desprecio, pero al mismo tiempo una oportunidad para reivindicarte.

—¿Su majestad se ha dignado a mirarme? ¡Qué cabrón más grande, no has cambiado en nada!

No reconocés la voz, que no escuchabas desde hace unos treinta años, pero sí los ojos y en general el rostro, aunque esté demacrado. En un rápido vistazo notaste las cicatrices de sus brazos, como larvas muertas bajo la piel.
—¿Su majestad no me reconoce?

—Por supuesto —decís casi automáticamente, recordando más a doña Cornelia que a Whirley, el vecino de tu primo con el que jugaban toda la tarde en el patio—. Te tomás unos segundos para ver más en detalle al taxista (moreno, delgado, casi en los huesos, de cabeza más bien pequeña y coronada por escasas islas de cabello hirsuto y canoso) antes de encontrar las palabras adecuadas, la frase justa: ¡Whirley, por Dios, tantos años! Nunca supe más de vos.

—No me extraña —dice él, sacando del bolsillo de su camisa un estrujado paquete de cigarrillos.
—¿Qué te hiciste? ¿Te fuiste del barrio?

—Sí, pero solo al barrio de la par. Te fui a buscar varias veces, pero tu casa estaba siempre cerrada.

—Es que nos fuimos de allí, Whirley. Después de todo aquello, nos vinimos a San José.

Tu mente está realmente en blanco. Le has dado una respuesta estudiada, conveniente, que te redime de no haber preguntado nunca por tus viejos amigos.

—Y ya ves lo que es el diablo —dice Whirley con un cigarrillo en la boca—, aquí nos encontramos de nuevo. Tu primo sí se quedó allá, ¿verdad?

—Sí, un par de años, pero luego también se vinieron.

—Supe que le va muy bien.

—Sí, muy bien. Trabaja en la cárcel….

—Sí señor, allí fue que me lo topé de nuevo. Vos sabés cómo es la vida, ¿o no? Parece que no hablás mucho con él. ¿Se pelearon?

—No, no nos peleamos. Fue solo que cada quien tomó su camino y yo….

—Te perdiste, nos olvidaste a todos.

—En parte tenés razón.

Notás como Whirley te observa detalladamente, como si estuviera tratando de sonsacarte algo, de probarte.

—¿Fue por lo de Marcelo?

—Marcelo….

Mirás como Whirley gira los ojos hacia otro lado, esperando a ver tu reacción. Sabés que él sabe que está en una posición ventajosa sobre lo de Marcelo.

—¿No sabés qué pasó, al final, con Marcelo, verdad? —dice él, sabiendo que ignorás la respuesta.

—¿Lo encontraron muerto?

—Peor que eso… Ojalá lo hubieran matado… ¿Adónde era que querías ir? Ah, sí, eso queda saliendo de Santo Domingo de Heredia….

Ves como Whirley retira el cigarrillo de su boca y lo mantiene entre sus dedos mientras se sumerge en sí mismo y conduce como zombi sin volver a decir una palabra. Ves de nuevo los autos moverse en una frenética danza de apareamiento y cuando el taxi se detiene en un semáforo, ves en los cerros cómo pululan como insectos las luces de neón. Pensás unos segundos en todo aquello, treinta años atrás, pero no podés recordar, todos estos años te has negado a recordar. Ves de nuevo los brazos de Whirley llenos de cicatrices y te preguntás que hubiera pasado si… Pero tu cerebro se niega a recordar, como si hubieses vomitado todo el veneno que te dieron a tomar. Treinta años vomitando, depurándote. Otros no lo lograron. Quizá Marcelo murió y nunca encontraron su cadáver.

—¿Qué pasó con Marcelo, Whirley?

—Marcelo está muerto desde hace años, está muerto en vida.

—¿Está vivo?

—Eso no es vida….

—¿Qué fue lo que pasó?

Whirley enciende el cigarrillo y te ofrece el último que le queda, que aceptás, a pesar de que hace años ya no fumás.

—Lo que sé es que fue a dar al asilo de locos. Parece que una tía o algo así se lo llevó para San Ramón y allí le dio muy fuerte a la droga. Se volvió carterista, asaltaba casas, o se robaba lo que fuera, principalmente de la misma familia, para comprar droga. ¡Una mierda!

—¿No fue a dar a la cárcel?

—Por supuesto, pero duraban más llevándolo a la celda que él en escaparse.

—Y vos, ¿cómo fuiste a dar a la cárcel?

—¿Quién te dijo que estuve en la cárcel?

—No me dijiste que… ¿O ibas solo de visita?

—Iba de visita.

De repente se te hiela la sangre, pero no te atrevés a preguntar. Solo querés recordar el delicioso rondón que preparaba doña Cornelia con el pescado que le llevaba tu tío. Recordás su jardín sembrado de ruda, de albahaca, de hierbabuena… Recordás los frascos de alcohol con hierba que tenía por todos lados y vendía como remedio. Incluso tu madre te frotó alguna noche con un “linimento para la tos”. Pero no te atrevés a preguntar, te parece imposible. Nunca supiste por qué mataron a Wilson, su hijo mayor, a machetazos. Es más fácil imaginar al hijo que a la madre en prisión. No vas a preguntar y Whirley lo sabe, pero tampoco él va a decirte nada. Si no te hubieras alejado, si no te hubieras encerrado en tu burbuja, como si hubieras sido la única víctima de entonces, él te lo hubiera confesado todo, como se le confía el corazón a un amigo.

La llovizna de repente se ha convertido en aguacero y escuchás su furia golpear la carrocería de aquel taxi medio destartalado con el que se gana la vida Whirley. Tenés de repente la seguridad de que trabaja para alguien, pero luego pensás que quizá no, que quizá es su propio patrón, ¿por qué no? Querés creerte aquel último pensamiento, aunque tengás la sensación de que es simplemente una mentira piadosa. ¿Y a quién le mentís en verdad? ¿Acaso no sentís también sus ojos que te escrutinan minuciosamente?

Te aferrás de repente a tu maldito maletín que ya empieza a descarapelarse como si quisieras evitar que Whirley vea lo que llevás adentro: el libro que leés por el momento, un puñado de exámenes que revisar y una bolsita plástica llena de trozos de tiza blanca y de colores para señalar las partes de la oración o subrayar algún texto. Tu vida se ha reducido al contenido del maletín que te diste de regalo, casi veinte años atrás, cuando empezaste a laborar en el aquel colegio del que algunas veces no recordás ni el nombre, como si quisieras también olvidarlo, eliminarlo inútilmente de tu pasado igual que “todo aquello” a lo que nunca le has dado nombre, creyendo vanamente que de esa manera se desvanecerá de tus recuerdos y dejarás de sentirlo como un gusano que habita bajo tu piel y de vez en cuando sale a la superficie. Pero sabés que sos un mentiroso que se ha habituado a sus mentiras y las das por verdades, tus verdades, con las que has sobrevivido todos estos años enclaustrado en tu celda personal, sin siquiera el deseo de asomarte por la ventana.

—¿Te precisa realmente llegar a tu casa? —dice Whirley de repente.

—Prisa realmente no tengo, no hay nadie que me esté esperando.

—Así que tenés tiempo para una visita.

—¿Una visita?

—Sí —dice a secas deteniendo el taxi en una estación de gasolina—. Si querés me esperás aquí o podés venir conmigo, no voy a tardar mucho.

—¿Aquí es esa visita?

—No, solo voy a comprar una porción de pollo frito en el negocio de al lado.

Whirley se baja con agilidad del vehículo y cierra vigorosamente la puerta. Vos la cerrás con más cuidado, como si fuera tu camioneta. Te sorprende que Whirley camine tan a prisa, hubieras esperado un paso pausado, más como el tuyo, y te da la impresión de que quien ha estado maltratándose has sido vos, y no aquel viejo amigo de la niñez con evidentes secuelas de drogadicción. Whirley saluda al dependiente de la venta de pollos con la familiaridad de un cliente frecuente y éste empaca una porción de pollo frito en un pliego de papel y luego en una bolsa plástica blanca, a la que agrega una bolsa más pequeña y anudada que contiene una vinagreta de plátano verde con chile picante. Compra además otro paquete de cigarrillos.

—Bueno, ahora vamos a esa visita, tampoco creo que dure mucho.

Whirley coloca el pollo frito empacado sobre la caja de la marcha de cambios y luego conduce por una parte de San José que no conocés, y a esta hora de la noche tienen poco tráfico.

—A esta hora me encanta manejar, tenés la calle casi para vos solo, sin tanto hijueputa que se atraviese en el camino —dice sonriendo y abriendo el nuevo paquete de cigarrillos—, lo malo es que tampoco hay muchos clientes, y los que salen a veces, ni para que te cuento.

Observás como su encendedor se traba varias veces mientras él aprieta un cigarrillo con los labios, más bien con los dientes recubiertos con los labios.

—¿Tenés un encendedor o fósforos en tu maletín?

—No, no tengo, lo siento.

—Debo tener alguno en la guantera… Ah, lo sabía.

Te ofrece otro cigarrillo, que aceptás automáticamente. —¿A dónde vamos ahora? —decís al notar que de nuevo ha detenido el taxi en una calle sin iluminación en la que hay un lote baldío.

—Ya llegamos.

—¿Dónde estamos?

—¿Nunca habías venido por aquí? Bienvenido a barrio Cristo Rey.

El lote baldío tiene los restos de una casa abandonada invadida por la maleza y lleno de basura. Sentís nauseas de la pestilencia a orines y excrementos humanos que te golpea como un martillo en la nariz.

—¿A quién querés visitar aquí, Whirley?

—No te dije nada, y pensaba no decirte nada, pero luego cambié de idea, después de todo Marcelo era también amigo tuyo.

—¿Aquí vive Marcelo?

—Aquí y allá y en ninguna parte. Cuando llueve, aquí pasa la noche y gran parte del día.

—¿Cómo llegó desde San Ramón hasta aquí? Quiero decir, no es que no pueda tomar un autobús y venirse a San José… ¿Pero a vivir en la calle?

—Bueno, no fue como lo sugerís. En realidad, estuvo internado en el asilo de locos, como ya te conté, y de ahí fue que se escapó, no una, sino muchas veces, hasta que la familia no tuvo más fuerzas para llevarle la contraria. Hoy parece que no anda por aquí, así que probaremos otro sitio donde acostumbra dormir.

De repente oís que algo se mueve dentro de las ruinas de la casa, como una rata revolcando la basura. Ves cómo Whirley se adelanta hasta una oscura esquina de las ruinas. “¡Marcelo!” exclama, sin saber exactamente hacia donde dirigir la mirada, y sale de inmediato una figura humana de entre la mugre, encorvado. Te adelantás y mirás un par de ojos asustados mientras Whirley le extiende la bolsa con el pollo frito. Quien creés que es Marcelo toma la bolsa y se aleja hacia el fondo de las ruinas, que está completamente recubierta por basura, y desaparece por un agujero de la pared.

—Es todo lo que verás de él.

—No me ha reconocido.

—La verdad sea dicha, Rubén, creo que tampoco a mí me reconoce, solo me tiene confianza porque siempre le traigo comida y de alguna manera lo cuido. Bueno, su majestad, ya es hora de que lo lleve a su palacio….

Te despedís de Whirley cuando llegás a casa y le prometés que se mantendrán en contacto. No sabés realmente qué decirle, y él lo sabe. Apenas te ha hablado en el camino hasta tu casa, como si ya te hubiera dicho todo cuanto estaba dispuesto a decirte. Ves cómo se monta en el taxi, enciende un cigarrillo y se marcha dando un pitazo final como despedida. Luego, el taxi se aleja, todo se aleja. Tenés la impresión de que aún estás bajo la llovizna recién salido de la fiesta de Roxana. Su marido se acaba de ir luego de que le dijiste que no se preocupara, que en cualquier momento pasaba un autobús o un taxi. Por todas partes solo hay silencio, aunque sabés que la noche chilla enfurecida, en tu interior solo hay silencio, olvido, mentiras.

No sabés que hacés de repente frente a esa casa pintada de celeste y de marcos azules en las ventanas feamente cubiertas por inútiles barrotes contra los ladrones y que al final solo usan como escaleras para llegar al techo y entrar por allí. Todo es una charada, pura apariencia: llevás más de media vida aparentando que vivís, de que sos vos ese que ves cada mañana en el espejo al rasurarte para ir al colegio, y de repente te entra la idea de que ese no sos vos, de que quizá sos el taxista que acaba de irse fumando entre la bruma que ha llegado tras la lluvia o el pobre diablo que seguramente tirita de frío entre la basura de aquellas ruinas de barrio Cristo Rey y llaman Marcelo. ¿Quién te garantiza que no es así, que toda tu vida es distinta a lo que siempre imaginaste? Sabés que no vas a pegar los ojos en lo que resta de la noche, y por la mañana vas a ir somnoliento a recoger tu camioneta y de allí a casa de tu primo, a ver que es lo que quiere, por qué te llamó mientras no estabas. Oístes su voz pausada en la contestadora, parco, como si tuviera que pagar por cada palabra que sale de su boca. “Vení mañana, que tengo algo que darte”, dijo simplemente, sin más explicaciones.

Son las cuatro y media de la mañana. Estás frente al espejo. Hay días que no reconocés tu reflejo, o peor aún, te negás a aceptar que ese sos vos, y que a veces verte te causa repulsión, como si el reflejo fuera otro, un usurpador, alguien que ha tomado el lugar de tu reflejo. Por un momento te concentrás en un zumbido en la habitación, como de un viejo radio de transistores, pero sabés que no viene de la habitación. Escuchás perfectamente el noticiario de la radio en la cocina, pero el zumbido tiene más relevancia, como si viniera de tu cabeza. Ya fuiste al médico para ver si tenías tinnitus, pero no encontraron nada, de hecho escuchás como un murciélago. Quizá es eso, pensás, los cables de alta tensión de la calle. Luego seguís con la rutina de afeitarte, observando casi con horror la imagen que te mira desde el otro lado del espejo, desde esa habitación falsa, con la eterna duda de que a lo mejor es al revés. Ves cómo tu cabello ha encanecido más aprisa de lo que hubieras deseado y ya escasea en varias regiones del cráneo, como islas en el mar de tu cabellera, o como lagunas (digamos cenotes) en lo que queda de la antigua espesura de tu pelo.

Pensás de repente que podés hundir tu dedo en uno de ellos, más y más, luego la mano, la muñeca y el principio del antebrazo hasta sacar los dedos por los ojos. Te quedarías ciego, como Edipo. Eso te gustaría hacer a veces, o simplemente despedazar el espejo a martillazos, ese espejo y todos los espejos, para que ninguno refleje tu rostro, en el que cada vez más encontrás similitudes con Nefarius , al que has llamado tu némesis. Te cepillás los dientes con el mismo dentífrico que compraba tu madre. Te afeitás con la misma espuma de afeitar que usaba tu padre (incluso la loción es de la misma marca), y la navaja que te regaló cuando ya eras, a sus ojos, un hombre. Mirás el reflejo de la navaja en el espejo, como si de repente te diera miedo ver la original en tu mano, y escuchás una rasgada voz que pareciera surgir de la oscuridad que mirás en el espejo, detrás de vos, y recita:

This ae nighte, this ae nighte,
Every nighte and alle,
Fire and fleete and candle-lighte,
And Christe receive thy saule.

Una y otra vez se repiten los versos, como una larva que hubiese entrado por tus oídos y devorara tu cerebro, poco a poco, dejando de tu memoria solo fragmentos, un rompecabezas carcomido por las ratas. Una y otra vez, día tras día. Te afeitás y dejás tus mejillas sangrantes, luego tomás una ducha de agua fría para cortar la sangre. Son las cinco de la mañana. Desayunás casi lo mismo a diario: dos huevos fritos con jamón, pan tostado, mermelada de guayaba y café. Vas al colegio. A veces recordás como se llama. Ves tus estudiantes como sombras moverse por el aula, gritos, te parecen todos gritones hasta que llega la noche. ¿Qué hiciste todo el día? Son las diez de la noche. Estás sentado en el sofá viendo las noticias. A las once vas a la cama. Son las cuatro menos cuarto, te anuncia el despertador y te sorprendés minutos después frente al espejo. Treinta años de verte frente al espejo y no reconocer tu rostro en el rostro de Nefarius.

Marcelo, Marcelo, balbuceás como un idiota, como si la cosa no te concerniera. ¿Te acordás cuando fuiste a casa de Marcelo? ¡Por supuesto que te acordás! La primera vez atravesaste el enorme solar de don Lizanías, en el que muchas veces jugaste con tu primo de que iban de safari a África, en la parte alta de la propiedad, o a la India, en la parte baja, en donde había asimismo, varias charcos que se formaban con residuos de la lluvia. Después perdiste interés, y solo te servías de la trocha que comunicaba tu barrio con el barrio de Marcelo. Fue por ese camino que llegaste la primera vez que lo visitaste. Había un árbol de carao en la acera frente a su casa, y otro de tamarindo en su solar. Te sorprendiste al ver lo pobre que eran, que la casa fuera de simples tablones sin pintar y que el piso de cemento lujado estuviese lleno de grietas y terminara en la cocina, donde era de tierra apelmazada. Allí todo giraba alrededor de una cocina de leña hecha de bloques de cemento sin repello que formaban una especie de horno para la leña (mala leña y restos de madera del aserradero) que se amontonaba en el patio. No había puertas en los cuartos, sino cortinas. Fuiste a cambiar monedas, a ofrecerle todas tus monedas antiguas por su dólar de plata, pero él no quiso hacer el trueque.

Era diciembre y la brisa fresca los llevó a jugar junto al rio, a pescar olominas con vasos de mermelada. ¿Qué distinto, a la segunda vez, verdad? Era jueves y el bochorno era insoportable, luego de que lloviera toda la noche y por la mañana ya no quedara ni un vestigio de nubes en el cielo. Podías ver el vaho sobre el barro de la calle, como si se estuviera horneando, y las bandadas de zancudos sobre las charcas que los niños del barrio apedreaban, cazando renacuajos. Habías quedado de ir a la vela de su hermana Clotilde, que la noche anterior se había envenenado con insecticida por un desaire amoroso. ¡Pobre muchacha! La viste en el ataúd abierto que tenían en la sala y en el que se veía su rostro pálido y consumido, sin maquillaje, con los vasos capilares reventados que parecían raíces o telarañas púrpuras que salían desde sus labios. Fuiste en compañía de tu padre, a pesar de que él veía a la familia de Marcelo de modo muy receloso, con todos aquellos hermanos mayores (Roberto, Rigoberto, Ricardo y Rubecindo) que no hacían otra cosa que dedicarse a delinquir. Pobre Marcelo, pensaste entonces, viendo que la única rosa de aquel jardín de mala hierba se había marchitado de modo tan malo.

Viste como la madre se acercó llorando hasta tu padre para darle las gracias por la visita y ofrecerle un café con bizcochos.

—No, gracias, doña Clotilde, es que acabamos de comer.

—¡Ay, don Camilo, si usted supiera lo que sufrió mi hija por ese hombre que la dejó! Yo hasta creo que estaba embarazada… ¿Se imagina usted tanta maldad, aprovecharse de una criatura tan ingenua como era mi hija, prometerle el cielo y la tierra y luego dejarla por otra?

—¿Cuál otra, mi mama? —dice de repente Rigoberto, con los ojos inyectado de alcohol—, hay que decir la verdad, y la verdad es que el hijueputa de Julián la dejó por un cabro.

—Pobre familia —dijo luego tu padre, cuando iban de regreso a casa—, es como si una maldición les hubiera caído desde siempre. Por supuesto que vos no sabés nada, ni siquiera creo todos los hermanos se acuerden, pues estaban muy pequeños, quizá Ricardo….

—¿Una maldición? —dijiste vos, asustado.

—Bueno, por decir algo sobre lo que le pasó al hermano de Rogelio.

—¿El papá de Marcelo?

—Sí, el papá de Marcelo… El hermano se llamaba Ramiro, y era uno de los mejores sastres que había en Cañas. ¡Finísimo! Pero algo pasó y se hizo alcohólico.

—¿Le pasó algo malo?

—Bueno, malo exactamente… Dicen que le cantaba la gallina… Y bueno, de ahí pasó a la cantina a desahogarse en licor barato, a beberse cuanto ganaba en la sastrería, que cada vez era menos, hasta que la mujer lo echó de la casa. No duró ni una semana vivo después de aquello. En un pleito a machetazos le cortaron la cabeza, dicen que uno de los peones del ingenio de azúcar, aunque nunca se supieron los motivos… Muy triste todo aquello.

Nefarius