Un cauce de agua. Cielo inmenso. Ocho cabras lecheras de montaña. Seis cabezas de ganado. Treinta hectáreas de monte y diez de valle. Veinte caballos. Diez peones. Un caldero para el guiso. Un aljibe. Una hectárea de tréboles de cuatro hojas. Dos arcoíris pos-llovizna. Un dragón, lejos. Una vela todos los días para los dioses. Dos visitas de la diosa de la fertilidad al año. Una visita del dios de la guerra una vez cada diez años. El dios del vino nunca se va, vive en la montaña. Treinta y tres palabras al viento. Una llave enterrada bajo un árbol. Demasiados vientres hinchados. Un sacrificio humano por siembra y cinco de animales. Un tazón de sangre para cuando la voluntad es endeble. Fogatas para la gente del pueblo. Un cantador de noticias. Danza en el verano. Sexo en el invierno. Un patriarca. Una matriarca. Críos. Un espejo frente al cauce de agua, cerca de los rosales enredándose en espinas.

Vanidad. Reflejos. Sol.

Un masculino sale de estos rosales bañado en su propia sangre, espinado, desnudo.

Pide ayuda a un reflejo en el espejo, femenino. Ahora son dos reflejos en el espejo, femenino y masculino. Desnudez al cuadrado. Masculino de rizos. Femenino de cabello rubio. Ojos de miel. No es invierno. Hay danza. Hay fuego. Hay dos polos jurándose pertenencia por la eternidad del momento. Conjunción de lo femenino y lo masculino. Unión. Semillas en el pasto. Semillas en el vientre. Flores abriéndose. Tres horas de encantos.

Las alas se abren, doradas. Una serpiente de fuego sube desde las entrañas y sale por la cien.

El final de la eternidad.

Pequeñas muertes efímeras.

Lo masculino regresa por los rosales.

Pasan los meses del desencanto. La cosecha de lo femenino parece tardía pero es próspera. Está a punto. Está redonda. Se pincha. Está en el agua. Del agua y hacia el agua, flotan dos seres idénticos. Dos espejos. Cada uno tiene un ojo miel y el otro cielo. Lo masculino y lo femenino ha nacido. Comienza otro ciclo.

Nacieron los hermanos dragón.

Canta el cantador en las fogatas del pueblo, sobre la llegada de los hermanos que escupen fuego. De los hermanos espejo. De los hermanos que hablan y crean realidades de piedra. Se levantan monumentos. Se escriben las historias en barro para conservarlas. Se organizan las gentes. Se vuelven letradas, o casi letradas. Empiezan a pensar un poco de más.

Cesan los sacrificios humanos.

En vez de sangre, se bebe cerveza. En vez de guiso, se come ensalada. La matriarca y el patriarca se dicen tantas barbaridades sensatas que ya no se soportan. La gente se olvida de encender velas a los dioses. Los dioses se olvidan de la gente. Los tréboles se ocultan a la vista. El dragón duerme para siempre en su cueva. La superficie de los cauces se congela. El dios del vino inunda la tierra. Todo sin que se note. Así es como actúa el cambio.

Los hermanos dragón se retiran.

El mundo se les hace muy chiquito.

Sin sentido.

Entre las rocas y el agua, la miel y el cielo, el agua y el fuego, los hermanos dragón se retiran a su vientre escondido, porque lo dicho ya fue dicho y lo hecho ya fue hecho. No quedan más posibilidades bajo ese cielo. Pero el fuego de sus bocas sigue quemando los pueblos. Aún quedan treinta y tres palabras en el viento. Aún hay sangre corriendo bajo el sello de sus nombres. Nombres prohibidos. Si los dices tres veces frente al río ellos aparecen, y si les caes bien, no te arrastran al fondo. Pero es difícil, ya no les gustan los humanos.