El viaje (…) podría ser definido como la categoría unificadora
que comprende todas las formas de rituales,
de experiencias ligadas al espacio
que permiten transformarse encontrando a los otros.(Marc Augé, El viaje inmóvil)
Desde nuestro surgimiento como especie, los seres humanos nos hemos arrojado a la exploración de tierras desconocidas. Con el transcurso del tiempo, dichas travesías han sido acompañadas de prácticas de escritura de diferente tipo.
Los viajes y su narración
Una de las principales cualidades que parece dar cuenta de la singularidad de los seres humanos es nuestra aparente incapacidad para permanecer inmóviles. En los inicios mismos de la humanidad, nuestros antepasados parecen haberse sentido impulsados a moverse por el mundo, a migrar, a mudarse, en fin: a viajar. Los seres humanos nos hemos desplazado geográficamente desde siempre y por razones que, en muchos casos, permanecen desconocidas hasta nuestros días. Estos desplazamientos han dado lugar al contacto con la alteridad tanto humana como, asimismo, geográfica, faunística, florística y climática. Paralelamente, en el caso de los pueblos que han desarrollado prácticas de escritura, la referencia a ese contacto se encuentra plasmada en textos que han sobrevivido al paso del tiempo.
En la Europa de los siglos XVIII y XIX, viajar fue clave para la adquisición de nuevos conocimientos. En este sentido, se trató de una práctica fundamental en la constitución y el desarrollo de la ciencia moderna. Las producciones textuales vinculadas a los viajes alrededor del mundo se convirtieron en éxitos editoriales por su aclamada recepción de parte de un sector de la ciudadanía europea de aquel entonces. No se trataba solamente de un interés restringido a aquellos hombres que se dedicaban al trabajo científico: la burguesía ilustrada encontraba un gran placer en el consumo de relatos sobre lo desconocido y exótico, y aquello que en ese momento era caracterizado como “primitivo” o “salvaje”. De hecho, esa moda por el exotismo fue tal que, a lo largo del siglo XIX, en Europa se produjo un boom por los zoológicos, en los que se exponían no solamente distintas especies de animales sino, también, seres humanos que eran percibidos como raros o insólitos, entre los que se podían incluir desde nativos de otros continentes hasta personas con rasgos poco frecuentes debido a alteraciones genéticas.
En este auge por lo “extraño”, los viajes y los libros con temática viajera promovieron la lectura de un importante sector de la sociedad europea en un recorrido que no iba hacia el pasado histórico, sino en una forma de nomadismo que trasladaba a sus lectores a tierras geográficamente remotas, en un ejercicio de la imaginación literaria. Muchos pensadores en la materia caracterizan a los relatos de viajes como testimonios en los que predomina la simplicidad en el uso de las formas discursivas. Asimismo, al haber emergido de haber estado allí y visto con los propios ojos lo enunciado, se trata de textos que buscan generar un efecto de veracidad.
Los textos viajeros han sido largamente descritos por los pensadores en la materia: género multidisciplinario; discurso de pretensiones etnográficas; género híbrido y mixto; textos precursores de la moderna etnografía científica; con rasgos que los incluyen en una esfera estética pero que, al mismo tiempo, producen un efecto de lo real; apoyados tanto en la narración, como en la descripción y la representación; en el punto de contacto entre lo documental y lo poético; impulsados por diferentes tipos de personas viajeras, y con objetivos y tipos de viajes muy diferentes entre sí.
La reflexión que han hecho las humanidades sobre el punto de contacto entre viaje y escritura es vasta y prolífica. Es en parte por este motivo que no pretendemos, aquí, llegar a ninguna conclusión. Pero sí nos interesa escribir una suerte de invitación a quien esté leyendo estas palabras a arrojarse de lleno a estas maravillosas obras, con el fin de formular sus propios interrogantes, ideas preliminares e, incluso, conclusiones personales.
¿Podemos los seres humanos vivir en un estado de quietud física, sin desplazarnos hacia otros lugares, con otros paisajes, en los que viven otras personas? ¿Es posible una vida sin travesías físicas o mentales que nos arrojen hacia lo desconocido? ¿Qué hay de cierto en la idea de una naturaleza humana curiosa que nos invita al borde, a trascenderlo y a tomar contacto con la alteridad que hay afuera de él? O, al contrario: ¿Cuán acertada es la idea de una naturaleza humana fija y sedentaria? ¿De dónde viene ese impulso que parecería forzarnos a registrar nuestros desplazamientos en diarios, bitácoras, etnografías, fotos o videos? ¿Qué características adoptan los ejemplares textuales que surgen de haber realizado un viaje? ¿Qué tensiones se producen, en ellos, entre las dinámicas de objetividad y subjetividad?
Muchas son las preguntas y pocas las respuestas que se pueden dar a estos interrogantes. Lo que queda por fuera de toda duda es que habiendo sido el Continente Africano la cuna de toda la humanidad, nuestra especie ha logrado, a lo largo de su historia evolutiva, extenderse a nuevas tierras y hacerse parte de ambientes altamente disímiles entre sí. Siempre moviéndose y haciéndose parte de entornos naturales que tienen climas diversos y albergan especies diferentes, el ser humano ha logrado colonizar los lugares más recónditos del planeta. Y, en muchas ocasiones, se ha hecho un claro esfuerzo por dejar un registro (primero visual y, luego, lingüístico) de esas travesías.
Esta tendencia de escribir los viajes a modo de relato encontró su momento de mayor ocurrencia en la modernidad europea. En aquel entonces, viajar y escribir comienzan a ser requisitos necesarios para la producción de un conocimiento verídico y comprobable sobre el mundo: un mundo que se erigía como un tesoro inmenso y extremadamente complejo del que todo estaba por decirse, describirse y conocerse. Cada ser, ejemplar y fenómeno natural o social se presentaba al observador como un gran interrogante del que nada se sabía.
Me gustaría finalizar esta breve reflexión con las palabras de Alexander von Humboldt quien señala que, en sus aventuras, “cada día (...) el viajero encuentra nuevos géneros, y con frecuencia percibe flores que no puede alcanzar, mientras la forma de una hoja y la ramificación de un tallo atraen su atención” (este fragmento fue extraído del Breviario del Nuevo Mundo).