Durante toda mi vida, me apasionaron tanto los procesos socioculturales como el mundo natural. Estos intereses, en apariencia irreconciliables, sólo lo fueron hasta el descubrimiento de una maravillosa disciplina que logra atender, en cierta medida, a ambos: las ciencias antropológicas. Mi formación académica de base proviene del ámbito de la antropología sociocultural (Universidad de Buenos Aires, Argentina).
Siempre me sentí muy cómoda habitando los bordes. La hibridez y la fluidez son movimientos necesarios para mí. Es por ello que, unos años después de haber recibido mi diploma de grado, decidí cursar una carrera de posgrado vinculada con las ciencias del lenguaje. Mi intención no era dejar de lado los intereses y propósitos de la antropología, sino sumar nuevas herramientas analíticas que me permitieran realizar análisis antropológicos partiendo de otros materiales. La finalidad que buscaba alcanzar era tener la posibilidad de hacer antropología a partir de un material empírico no etnográfico, sino discursivo.
Esta carrera, además de brindar una excelente formación en el marco teórico y metodológico que permite analizar la dimensión discursiva de diversos procesos sociales, fue una instancia de entrenamiento intensiva en investigación y escritura académicas. Luego de mucho trabajo y algunos años de cursada, tuve el orgullo de graduarme de la Maestría en Análisis del Discurso de la Universidad de Buenos Aires. Mi tesis buscó incorporar de forma relacional varios de mis intereses personales: los viajes, los diarios personales, los denominados “discursos del saber” y el quehacer científico.
Entre la lectoescritura de textos y el contacto interpersonal del trabajo docente, con la mente en la ciencia y el corazón en el arte, mis horas libres se debaten entre la música, el yoga, el cine, la fotografía, la gastronomía y los viajes. Estos viajes no siempre son desplazamientos físicos. De lunes a viernes, mis piernas caminan incansablemente las infinitas calles de la icónica Ciudad de Buenos Aires. Y los fines de semana mi cuerpo me plantea, con insistencia, la urgente necesidad de respirar aire libre y alejarme del ruido, las multitudes, el concreto y los autos.
Viajar es una necesidad para mí. Irme lejos, moverme, llevar mi mente y –si es posible– mi cuerpo a otros lugares, conectar con otros entornos, otros colores, personas y aromas. Ver tierra, sol, barro, horizontes, amaneceres, atardeceres y realizar descubrimientos minúsculos de cosas maravillosas. El contacto con la alteridad es fuente de vida, es mi fuente de vida. En este sentido, no puedo dejar de coincidir con Michel Maffesoli, quien encuentra el nomadismo inscrito en la misma naturaleza humana. Para este autor, se trataría de una especie de pulsión que nos empuja, irrenunciablemente, a movernos.
Por la confluencia de una serie de circunstancias que se dieron en mi vida, en los últimos años tuve la oportunidad de recorrer varios miles de kilómetros del maravilloso país en el que tuve la suerte de nacer. Tomar contacto con entornos naturales inmensos y, a la vez, con la sencillez del modo de vida de sus habitantes nos pone en nuestro lugar: no somos más que seres pequeñísimos y, sin duda, insignificantes frente a la enormidad natural. Ese tipo de experiencias son las que nos permiten entender que lo importante en nuestra vida no es lo que el hartazgo cotidiano nos invita a pensar, sino que lo que verdaderamente vale la pena es sólo un pequeño puñado de elementos. En su mayor parte, vinculares.
En esto del interminable autoconocimiento, hace unos años me descubrí senderista. Paisajes serranos, puneños y montañeses regalan, a quien tenga el coraje de encararlos, una serie de senderos sólo accesibles a pie que suelen tener su punto de llegada en un lugar tan puro como la sociedad contemporánea lo permite y de una belleza natural indecible. Comencé a encontrar un placer inmenso tanto en las llegadas como en los caminos en sí mismos. Llevar el cuerpo al límite y lograr trascenderlo; observar los ejemplares minúsculos del reino vegetal, animal y fungi; no dejar de caminar, entregándose de cuerpo y mente a ese ritual (el que deviene casi una procesión); y, finalmente, llegar a un lugar colosal, tan maravilloso que no hay sistema lingüístico al que le alcancen las palabras para describirlo con algún grado de justicia.
Esta persona es quien vengo siendo.