Los autores que en esta ocasión nos convocan llegan por caminos separados a las mismas ideas acerca de la transmutación de las especies y nos invitan a pensar en el aspecto colectivo de la actividad científica.
Darwin y sus aportes a la biología naturalista
Hacia fines del siglo XIX, las ciencias biológicas se dividían en cinco ramas o ámbitos de conocimiento: la tradición hibridóloga (orientada a la agricultura y la ganadería); la microscopista (comprometida con el perfeccionamiento de la técnica microscópica); la tradición médica (orientada a la clínica, pues se relacionaba con el estudio de la anatomía y la fisiología humanas); la química (enfocada en las sustancias orgánicas); y, por último, la tradición naturalista (centrada la recolección, el nombramiento, la descripción y la clasificación de todos los seres de la naturaleza).
Uno de los naturalistas más conocidos a lo largo de la historia de la biología científica es Charles Darwin. Conocer a este autor trasciende ampliamente la barrera que separa a los legos de los expertos: todos sabemos –aunque sea, a grandes rasgos– quién fue y qué ideas sostuvo. La raíz de su genialidad no se debió al postulado de que los organismos vivos cambian su forma física a lo largo del tiempo pues la idea de la transmutación había estado rondando por la comunidad científica durante décadas. De hecho, en el mismo libro On the origin of Species (El origen de las especies, en español) hay un extenso apartado escrito a modo de estado de la cuestión en el que Darwin presenta, con gran detalle, una larga lista de postulados teóricos propuestos por otros naturalistas que sostenían ideas total o parcialmente coincidentes con las suyas.
¿En dónde reside, entonces, su genialidad? Si nos atenemos estrictamente a la historia de la ciencia, el aporte epistémico fundamental de Darwin vino de la mano de la postulación del principio que lleva a la transmutación de las especies: el mecanismo que él denominó como “selección natural”. Ahora bien, si observamos su teoría desde unos ojos más subjetivos (los del sujeto de la ciencia) es notable que este autor haya llegado a esta idea a partir de sólo dos herramientas de apariencia muy sencilla, pero, a la vez, extraordinarias: la observación minuciosa y el razonamiento sagaz.
La observación del endemismo de las especies y la comparación de las diferencias en su estructura anatómica lo llevó a la enunciación de un principio que fue corroborado, más de cien años después, por la genética. Su teoría sostiene que, en cada generación, las especies ven nacer individuos con caracteres distintivos que otorgan a sus portadores una capacidad de supervivencia diferencial. Debido a que esos caracteres se transmiten a la progenie, con el transcurso de las generaciones, los rasgos favorables (que comienzan con una baja frecuencia intraespecífica) irán creciendo en frecuencia para, finalmente, generalizarse al interior de la especie. Por su parte, los rasgos desfavorables para un determinado medio ambiente correrán la suerte opuesta: irán desapareciendo de forma gradual y paulatina con los sucesivos recambios generacionales.
Darwin no pudo identificar el mecanismo por el cual surgen, en cada generación, esos individuos con caracteres diferenciales. Hoy lo sabemos: existen variaciones aleatorias que se dan en la estructura del ADN de los individuos y se expresan en caracteres anatómicamente visibles –incluso se dice que podrían generar también variaciones conductuales.
Darwin y Wallace: un pensamiento confluente
Charles Robert Darwin nació en febrero de 1809 en Shrewsbury, Inglaterra. Fue uno de los seis hijos del matrimonio entre Robert Darwin y Susannah Wedgwood. Charles era nieto de Erasmus Darwin, un célebre médico y naturalista británico. Entre 1831 y 1839, siendo muy joven, acompañó al capitán Fitz Roy en el viaje del HMS Beagle, como naturalista a bordo. Esta travesía le permitió conocer y estudiar en detalle especímenes de flora y fauna de distintas partes del mundo.
Cuenta la historia (la historia de la ciencia) que la observación de la fauna aviar de las Islas Galápagos de Ecuador le dio muchas pistas sobre los procesos de adaptación de las especies al medio ambiente que habitan. En Tierra del Fuego, Argentina, quedó profundamente sorprendido por el hecho de que, a pesar de la austeridad de su modo de vida, los yámanas o yaganes (nativos fueguinos) se encontraban –a los ojos de Darwin– perfectamente adaptados a un entorno natural por demás desafiante, incluso para los pobladores actuales de la zona.
A pesar de que hoy en día Darwin es un científico mundialmente reconocido por los aportes que realizó al campo de conocimiento de la biología naturalista, ninguna historia (y la historia de la ciencia no es una excepción a este precepto, como ha demostrado largamente Thomas Kuhn) es sencilla ni, mucho menos, lineal. En junio de 1858, Darwin se encontraba en Down House (su casa situada en Downe, un pueblo del Gran Londres) escribiendo el extenso y detallado ejemplar que sería publicado un tiempo después y que presentaría, de forma completa y organizada, sus ideas acerca de la transmutación de las especies (On the origin of Species).
En medio de ese arduo trabajo, Darwin recibe una correspondencia que sería un punto de quiebre para la disciplina: la carta de un joven naturalista llamado Alfred Wallace. En la carta, Wallace le envía un ensayo escrito por él que explicaba en unas pocas páginas el mecanismo por el cual se produce esa transmutación. Si bien este autor no utilizaba el término “selección natural”, presentaba ese mecanismo casi exactamente en los mismos términos que Darwin.
Las historias personales de estos pensadores tienen muchos puntos en común entre sí y presentan innegables coincidencias con las de otros naturalistas de la época. De esos puntos de contacto, aquí sólo nombraremos dos: la realización de travesías exploratorias hacia tierras desconocidas en sus años de juventud y el gran interés manifestado por ambos en colaborar con la empresa moderna de ampliación del conocimiento sobre el mundo natural, encarnada por el hombre europeo del siglo XIX.
Alfred Russel Wallace nació en enero de 1823 en Gales. Era hijo de una madre de ascendencia inglesa y de un padre de ascendencia escocesa, y fue un ávido lector de los naturalistas de la época (incluidos Darwin y Lyell). Desde 1848 hasta 1852 realizó una expedición por la Amazonía brasileña, en la que recolectó varios especímenes de la fauna local (sobre todo insectos, aves y mariposas). Esta tarea le permitió sustentarse económicamente (pues los vendía a coleccionistas) y, también, realizar valiosas observaciones sobre la historia natural de la región. Más adelante en su carrera, de 1854 a 1862, Wallace realizó una nueva estancia de trabajo de campo, esta vez en el archipiélago malayo. Afirman sus biógrafos que este viaje fue el rito de pasaje que logró transformarlo de un amateur de clase media a un verdadero creador de conocimiento en este campo.
El texto enviado por Wallace a Darwin se titula “On the Tendency of Varieties to Depart Indefinitely From the Original Type” (“Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente del tipo original”). En él, sostiene que la vida en la naturaleza es una lucha por la existencia. Según este postulado, con cada generación, las especies ven nacer una gran cantidad de individuos de los cuales sólo sobrevive una parte, por causa de los depredadores y las dificultades en la obtención de alimentos. Esto se debe a que los caracteres diferenciales tienen dos consecuencias antagónicas: la sobrevida del portador o el aumento de su mortalidad. En términos del autor, “la mayoría o quizás todas las variaciones de la forma típica de una especie deben tener algún efecto, aunque leve, en los hábitos o capacidades de los individuos” (Wallace, 1858).
Darwin había estado trabajando durante años en un libro de gran extensión y con una superabundancia de evidencia en el que se presentaría, al fin, el modo de funcionamiento del célebre mecanismo de la selección natural. En medio de ese arduo proceso, lee la teoría que Wallace había logrado exponer de forma completa en unas pocas páginas. Estaba desconsolado. Acto seguido, le envía el texto a Charles Lyell, junto con una nota que decía: “Nunca vi una coincidencia más sorprendente. Si Wallace hubiera tenido el borrador de mi manuscrito, que escribí en 1842, no habría podido hacer un resumen más acertado” (Darwin, 18 de junio de 1958).
Darwin, Lyell y Joseph Hooker deciden presentar el artículo de Wallace ante la Linnean Society of London, junto con dos textos que había escrito Darwin algunos años atrás. Las coincidencias eran tan profundas que no había lugar a dudas: era necesario presentarlos juntos. La exposición de los ejemplares ante la elevada audiencia bajo esta modalidad demostraba que el suceso, lejos de tratarse del logro personal de dos hombres, fue percibido por la comunidad de expertos del momento como la certeza de haberse dado un paso crucial en la lucha moderna por el conocimiento del mundo natural.
Esta anécdota nos invita a pensar que las ideas científicas lejos están de ser el producto de la genialidad de los individuos. Muy por el contrario, se trata del trabajo sistemático y mancomunado de una comunidad de expertos que investigan en el mismo sentido durante años y años. El mismo Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962) afirma que la ciencia tiene necesariamente una estructura comunitaria. Esto está muy lejos de la visión acumulativa, exitista y dependiente de la genialidad del individuo científico que, de pronto, tiene una idea brillante que logra sacar un poco más a la humanidad de la oscura ignorancia. Lo que emana de la confluencia teórica entre Darwin y Wallace es la visión de la ciencia como una empresa que es, ante todo, colectiva.