La alimentación es un tema que viene ganando terreno en el ámbito de los medios de comunicación y las redes sociales desde hace un tiempo. La aparición de esta temática en la agenda pública viene de la mano de una discusión acerca de los productos que elegimos para alimentarnos y de las desigualdades sociales que existen en el acceso a este derecho.
Hace unos días me topé con la edición especial de una revista. Se trataba de una publicación de esas que abiertamente dicen orientarse a un público femenino y que, a partir de los debates llevados adelante por el feminismo y los movimientos de mujeres en el último tiempo, han realizado un pinkwashing de la marca, lo que las llevó a hacer unos pocos cambios de forma y contenido. Esta edición que cayó en mis manos estaba dedicada íntegramente a la gastronomía, con especial atención al mapa gastronómico actual de la Ciudad de Buenos Aires.
Sus páginas se repartían entre recetas culinarias; entrevistas a cocineras, cocineros y emprendedores gastronómicos; fotografías de platos cuidadosamente diseñadas desde las premisas del food styling; reseñas de restaurantes, cafeterías y “ventanitas gourmet”; y listas de lugares para ir a comer o a tomar café en la ciudad. La publicación decía tener como interlocutores a aquellas personas que se consideran foodies (término acuñado por Paul Levy, Ann Barr y Mat Sloan en 1984 para referirse a las personas aficionadas “a la comida, la cocina y todo lo que se mueve en torno a ese mundo” -FundéuRAE).
Uno de los aspectos que más llamó mi atención al pasar las hojas de la revista es que, entre los platos mostrados por las fotos, prácticamente no había productos cárnicos. Mientras que las instrucciones de las recetas incluidas en la publicación invitaban a saborear diferentes tipos de hongos, legumbres y vegetales, las carnes brillaban por su ausencia. Esto es llamativo: si bien a lo largo de estos años muchas personas han decidido adoptar dietas vegetarianas o veganas, la última estimación derivada de una encuesta que desarrolló Kantar - Insights Division para la Unión Vegana Argentina en 2020 estima que la población vegana o vegetariana en el territorio nacional es de alrededor de un 12%. El 9% de quienes eligen estas dietas son residentes de la Ciudad de Buenos Aires. De estos resultados se desprende que el 88% de la población argentina sigue consumiendo (al menos ocasionalmente) productos cárnicos de algún tipo.
¿A qué se debe entonces la decisión editorial de mostrar comidas sin carne? En los últimos años se han visibilizado y hemos podido tomar conciencia de las -terribles, dicho sea de paso- condiciones de vida y de muerte de los animales de consumo en un sistema socioeconómico que busca obtener una ganancia rápida a cualquier costo. ¿Es posible que esta visibilización haya traído como consecuencia que el consumo de carne en ciertos sectores sociales se haya vuelto una especie de tabú (algo que se hace, pero de lo que no se habla)?
Alimentación y actualidad
Hoy en día, vivimos en un momento de consumo de los alimentos que suele caracterizarse como “más consciente”. La dieta está a la base de las discusiones no solamente en el campo de la medicina y la nutrición, sino también del fitness y los influencers en general. En estos últimos ámbitos, no parece ser necesaria la acreditación de un conocimiento formal para emitir comentarios respecto de cómo deberíamos o no deberíamos alimentarnos. Así, lo personal se vuelve colectivo, la formación académica es reemplazada por la opinión infundada y el pensamiento mágico, y cualquiera que tenga un cuerpo más o menos hegemónico parecería ser un enunciador habilitado en el mundo virtual para indicar a los demás qué alimentos son buenos y cuáles deberían ser evitados para gozar de una buena salud.
Dentro de los preceptos sostenidos por este sentido común, hay algunos enemigos alimenticios claros: además de los alimentos ultraprocesados, también suelen entrar en la lista negra las harinas, las carnes y los productos lácteos. Sobre ellos, parece haber un acuerdo en el espacio virtual healthy sobre lo nocivo que resultan para el cuerpo humano y, por ende, acerca de la necesidad de erradicarlos de nuestras dietas.
Además de las objeciones de tipo digestivo o nutricional, algunos de los argumentos en contra del consumo de este tipo de productos apelan a su no naturalidad en tanto alimentos de los seres humanos. De este modo, muchas de las personas que se oponen a ellos suelen echar mano a la dieta de especies homínidas no humanas extintas o actuales (basadas en el consumo de frutos, raíces, semillas, tubérculos y cortezas) como argumento para invalidar el modo de alimentación que podríamos llamar “tradicional”. Lo cierto es que muy poco de lo que hacemos los seres humanos podría calificarse como natural. Por supuesto que la necesidad de alimentarnos es, sin lugar a dudas, una necesidad biológica, sin embargo, el modo en el que logramos satisfacerla hace mucho tiempo que de natural no tiene nada en nuestra especie. Siguiendo al sociólogo Josep Vicent Marqués, podríamos decir de casi cualquiera de las acciones que realizamos los seres humanos: “veamos si es bueno o no, porque natural no es” (No es natural: para una sociología de la vida cotidiana, editorial Anagrama).
Alimentación y poder adquisitivo
En otro orden de cosas, desde mi punto de vista es notorio que detrás de la preocupación que ha surgido en los últimos años a nivel mundial por el desarrollo de hábitos alimentarios más saludables hay un claro sesgo de clase. Mientras que grupos de personas pertenecientes a los sectores medios-altos y altos urbanos -al menos, de la sociedad argentina- están a la cabeza de la moda healthy, las personas que se encuentran en una situación socioeconómica más vulnerable deben atender a una preocupación mucho más urgente: la angustia por lograr que todos los miembros del grupo familiar ingieran las comidas diarias básicas. Dicho en pocas palabras, si no lo fue siempre, hoy en día alimentarse bien es un privilegio de clase.
Hace algunos días, UNICEF publicó una campaña para visibilizar una problemática que atraviesa a millones de hogares argentinos: según la Octava encuesta a hogares con niñas, niños y adolescentes, un millón de chicos y chicas se va a dormir sin cenar (este número aumenta a un millón y medio si se incluyen aquellos menores de edad que no realizan algunas de las comidas durante el día). En el caso de los adultos, este organismo estima que 4.5 millones de personas omiten cada día realizar alguna comida, en muchos casos, para priorizar la alimentación de los niños y niñas a su cargo. Además, numerosos estudios y encuestas muestran que en este último año, en Argentina, la crisis económica y los recortes en políticas sociales de parte del Estado produjeron una fuerte caída en el consumo de carne y de productos lácteos.
Estos no son sólo números. Detrás de estos datos hay niños, niñas, personas adultas y familias enteras que sólo logran sobrevivir a las duras condiciones de un sistema socioeconómico que genera profundas desigualdades sociales acudiendo a la última de las restricciones, esto es, a la limitación en la ingesta de alimentos. Según datos oficiales, en el primer trimestre de 2024, el coeficiente de Gini del ingreso per cápita familiar fue, en nuestro país, de 0.467 (lo que representa un aumento de 0.02 puntos respecto del mismo período en 2023). Esta herramienta calcula cuán desigual es la distribución de la riqueza en un determinado territorio y el resultado indica que la brecha entre ricos y pobres, lejos de atenuarse, se encuentra en pleno crecimiento.
De este modo, lo que observamos es que mientras un sector de la sociedad tiene el privilegio de decidir qué alimentos considera que son los más adecuados para el consumo familiar, hay un millón y medio de niños y niñas argentinos que se saltean una comida al día. Esta observación respecto de las inequidades sociales que se expresan incluso en la satisfacción de una necesidad tan básica como la de la ingesta de alimentos se aplica a muchos países del mundo. En pleno siglo XXI vivimos en un planeta que, por un lado, crea innovaciones tecnológicas que hasta hace algunos años sólo podían haber emanado de las mentes más imaginativas de los relatos de ciencia ficción y que, por otro, permite que millones de personas vivan sin alimentarse de forma regular y adecuada. Sin embargo, esto no es homogéneo, pues este es un mundo en el que el hambre coexiste con el food styling.
Llegados a este punto, podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿Es posible hablar de crecimiento y prosperidad con tan profundas y desgarradoras desigualdades sociales? Esta autora cree que la respuesta es clara: no existe crecimiento humano posible, si éste no incluye a todos los seres humanos que habitamos este mundo. Las personas lectoras están invitadas a sacar sus propias conclusiones.