Los insectos, abundantes seres de gran importancia en los ecosistemas terrestres, causan sobre algunos seres humanos lo que se denominan «sentimientos negativos» que, a pesar de esta catalogación, han sido extremadamente útiles para nuestra supervivencia. En su versión más grave estas personas llegan a sufrir un miedo extremo que es clasificado como entomofobia; en otros casos provoca simple miedo, terror, pánico, ansiedad o asco. Este último sentimiento de aversión es un mecanismo de protección que se traduce en náuseas, escalofríos e incluso vómitos ante sustancias o seres que consideramos peligrosos.

Si H.P. Lovecraft hubiera sido una de estas personas, de lo cual no podemos estar seguros, no sería de extrañar que hubiera utilizado como inspiración un encuentro fortuito con una de estas criaturas para describir la aparición de uno de sus célebres monstruos. Quizá el autor de Providence hubiera escrito algo como esto: «Y un ser repugnante emergió de las profundidades de aquella grieta fungosa, su cuerpo brillante y pegajoso se anclaba sobre unos miembros anormalmente grandes y sus alas membranosas, atravesadas por unos nervios que parecían estar repletos de un líquido maldito, se movían con singular excitación mientras aquella innombrable criatura elucubraba cómo introducirse por algún resquicio de mi asqueado cuerpo». ¿Sería acaso distinguible?

En términos estéticos, es interesante como el asco es la única categoría estética que no se ve amortiguada en un objeto artístico. En otros casos, como el de la pena y el miedo pasan a convertirse en «lo trágico»; el terror o el miedo a la categoría de «lo sublime». Sin embargo, el asco que producen ciertos elementos en la vida real es similar al verlos plasmados en una pantalla, un cuadro o escultura -a menos que estén estilizados-, quizá por su mayor inmediatez y fisicidad. En el caso de la representación de un insecto depende de la Clase a la que pertenezca -no es lo mismo una adorable mariposa que una larva de mosca-, del contexto y de su estilización en la obra.

En numerosas culturas, estos organismos han servido como numen para la creación de símbolos: los escarabajos, por sus vibrantes y variados colores, estaban relacionados con la ascensión del alma y las libélulas con la resurrección. Igualmente fueron inspiradores en la literatura occidental, como en La metamorfosis de Kafka o en muchos de los deliciosos poemas de Emily Dickinson, por citar algunos casos.

En un terreno mucho más práctico y material nos son útiles en tareas como la polinización, la lucha biológica contra otros insectos, plagas, o incluso en ciencias forenses, o bien produciendo materiales como la seda o algunos pigmentos, como el que se obtiene de la cochinilla del carmín utilizado como colorante alimentario. Algunos sociedades son entomofágicas, consumiendo diferentes especies de escarabajos, orugas, abejas, saltamontes u hormigas como manjar. En el caso de Europa, ¿se llegará a normalizar algún día el consumo de estos artrópodos?

Las proteínas y ácidos grasos presentes en estos organismos son de calidad y aptos para el consumo humano, además son ricos en fibra y micronutrientes. La quitina -un carbohidrato presente en el exoesqueleto de los insectos- es la única molécula que ha causado incertidumbre en cuanto a su metabolización en humanos, aunque parece ser que tenemos enzimas para descomponerla en nuestro aparato digestivo.

En Europa los insectos han sido un alimento marginal, pero el interés está cambiando. Las fábricas de insectos proliferan cada vez más en nuestro país y las webs de venta directa con la finalidad de que nuestro plato acabe llenos de insectos -aunque actualmente se explote más como una experiencia exótica- se multiplican en nuestros buscadores de Internet. Pese a que los supermercados habituales parecen resistirse a su venta, se prevé que esta industria experimente un crecimiento muy favorable en los siguientes 20-30 años, mejorando economías en desarrollo e incrementando oportunidades de trabajo.

La introducción de estos productos en nuestra alimentación puede tener ventajas individuales, los valores nutricionales ya comentados, y colectivas, beneficios para el medio ambiente. El intenso aumento demográfico provoca una mayor demanda de proteínas, con el consiguiente crecimiento de producción de carne y cereales para alimentar al ganado. Si cambiamos gran parte de esta carne por las proteínas de estos organismos se podrá mantener la seguridad alimentaria para una parte importante de la población: se reducirá el consumo de agua en el proceso de producción, la destrucción de ecosistemas para implantar cultivos y los gases de efecto invernadero provocados por la cría masiva de otros animales más tradicionales.

Para alcanzar esta situación utópica hay cuatro elementos que pueden llevar a este cambio: leyes y regulación, influencia social, selección de insectos apropiados para el consumo y factores biológicos y sociológicos humanos. Constituyendo el primer paso para pasar de una sociedad entomofóbica a una entomofílica, la Unión Europea permite desde 2021 la producción y comercialización de algunas especies como Tenebrio molitor, Locusta migratoria y Acheta domesticus.

Sin embargo, no parece que la información disponible por parte de las instituciones sobre sus aspectos positivos sea accesible y suficiente, tampoco es muy visible el marketing desde las empresas para la población en general, quizá porque su producción mayormente se destina a alimentación de ganado -a sabiendas de que la aceptación para otros fines no sería muy favorable en estos momentos-. Otro factor ausente es la influencia social que incluye la tradición, inexistente en nuestro país, y que podría ser reemplazada, en todo caso, por el ejemplo de otros países gracias a la globalización y a los medios de comunicación.

El camino por recorrer es largo y es imprescindible una mayor investigación, ya sea pública o privada, sobre los beneficios y los potenciales peligros derivados del consumo de insectos. Como cualquier otro alimento, si no se siguen unas condiciones correctas de higiene en su producción y comercialización, puede acarrear peligros microbiológicos, reacciones alérgicas cruzadas o resistencias antimicrobianas. Una vez alcanzado este objetivo, los productores podrán ponerse manos a la obra para avanzar en este caso sobre las diferentes dimensiones de su sabor y cómo mejorarlo mediante procesos y recetas apetecibles.

Todos estos elementos pueden acabar alterando el comportamiento humano, aunque no se vislumbre como una tarea sencilla, haciendo que nuestras costumbres culinarias cambien para dejar sitio en nuestra mesa a esta ahora impensada delicia. Quizá la próxima pregunta sería: ¿es ético comer insectos?

Referencias

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