Como poeta, como escritor en lejanía y mártir de la República Argentina, necesito hablar acerca de la pobreza, en todos sus aspectos. No por ser el patrimonio de la mezcolanza de razas, ni siquiera un eventual karma de esta tierra, sino por lo insólito del caso.

Me gustaría que un congreso de científicos dictaminara nuestro mal y nos acercara a una explicación, paliativa, al menos.

Tantos años en el desatino del nadador a contracorriente.

¿Cómo escribe un poeta cuándo se debe a la diaria epopeya del subsistir?

El dolor nos revuelve creativos, nos apuntala las ideas para dar paso a otro día, aferrados a la felicidad del mate con amigos o a las sonrisas, en tobogán, de nuestros hijos.

Rebuscamos en la internet del vecino la señal al mundo y, de esa manera, creemos estar vivos. Nos volvemos un cantar de la esperanza, el rumiado soneto de las promesas gastadas. Somos mártires en una división política fallida y hacemos refugio en un absurdo rastrillaje de culpas; meras excusas para pasar la pelota a otro potrero y seguir el partido del abismo.

Es difícil explicar (uno se empasta por dentro) que mientras nos movemos hacia la olla popular, por lo general a disgusto y con el peso de nuestros sueldos licuados, vamos creando líneas, disparos poéticos descerrajados al éter; impresiones de una monotonía lúcida, que luego serán versos y darán hijos con métrica o sin ella, con ecos o en melancólicos silencios.

De este trajinar celeste y blanco, Sanmartiniano y latinoamericano, van surgiendo las letras, retoños con serifas de tristeza masticada e idiosincrasia de pueblo.

Dios quiera que logren sentir, un poco, el rastro de lo mío y ser otro Galeano, más José Martí o Rafael Alberti, Neruda en vuelo y un sinfín de destinos en la piel.

Estas son mis letras, reflejan andares por los ripios de la Patria. Desde una rotunda alegoría, donde el perro agrietado y el hombre roto se encuentran en Ni perro; hasta la norteña siesta en la piel de aceituna de Niño de barro, viajarán por el laberinto de los hombres y su desdicha.

Salud, mis hermanos.

Ni perro

Hay un perro viejo;
lleva años con la muerte, allí, afuera.
Carga, como si nada,
con la bichera de la indiferencia.
Herniado y rengo de una pata,
desprovisto de chapa pues…
es de nadie el perro
y nadie lo reclama.
Exento de brindar su pata,
de menear su cola o correr por el palo;
solo por ser viejo, muy fiero y tuerto,
se libró de la payasada.
Callejea sin destino
indiferente a los huesos que le tiran
desde eventuales ventanas
y aburrido por ser perro en un tiempo sin manadas.
Desganado en la suma de las heladas
hociquea el pasado,
de entreveros y trifulcas,
de perrunas andanzas.
Allí, afuera, está ese perro que nadie reclama
y no se muere porque, cada tanto,
aparece un mártir para la pedrada.
Sin dueño, el perro, se hace uno con la noche;
ensaliva su matunga cara con estrellas lejanas.
Bien libre es el perro de la amarga invernada.
No hay pena en sus ojos pues…
no hay mirada.
Tampoco ojos o cuencas,
ni un mísero vacío;
ni siquiera el perro…
no hay nada.

Desplumados

Los ángeles que nos cuidan
sufren los inviernos y andan con bufanda,
entibian sus hondas tristezas bajo gorros de lana.
No son de ostentar plumas,
pero sí guardan hermosas alas
recogidas, muy adentro, en sus entrañas
donde duele y se retuerce el alma.
Jamás bajarán de los cielos en carrozas doradas;
no son aguerridos,
más bien, solitarios.
No esgrimen espadas,
sentados o a la pasada nos han visto cincharla.
Son los ángeles que nos cuidan los que arriman la hogaza;
estiran su existencia y se astillan,
sin pausa, para darnos esperanza.
No tienen sindicato o una jurisprudencia clara;
solo surgen, como sombras
olfateando la desgracia.
A veces, lloran;
otras, ríen simulando que habrá bonanza,
mas nunca nos abandonan atados a las estacas.
Los ángeles que nos cuidan, en ocasiones,
son forasteros o viven en nuestra manzana.
No hay oro en sus bolsillos,
no especulan en bolsa, ni viven para las ganancias;
tienen la chapa de la calle en sus caras.
Los ángeles que nos cuidan
sufren mil inviernos, se cubren con bufandas;
entibian tristezas bajo sus gorros de lana.

A mi querido (Facundo Cabral)

Hubo un poeta;
cantaba ciertas cosas,
de esas, que las personas no hablan
y si hablan, es cuando callan
atragantándose.
Porque no todo es vano, casual o errático;
hay poco pero profundo guardado en las palabras.
Como el que corre solitario por un desierto de ideas
o como el pájaro desplumado, a riesgo de muerte, planea.
Como esos otros, los de al lado que
en chancletas, despeinados y cabizbajos;
callados, siempre, la reman.
Hubo un poeta de la gente, de la metáfora humilde,
del mensaje sin vueltas.
Porque en la densa retórica,
en la estética de los estilistas de la lengua,
se va de madres la cosa y la cosa es la esencia.
Hubo un poeta desarmado de ciencia,
parido platense a los brazos de esta Tierra.
Hubo palabra.
Hubo sentido y hubo presencia.
Hubo un poeta.

Gracias

Esa aventura de cazar goteras
impertinentes,
repentinas y esquivas.
Vienen con la pobreza a endurecer el alma;
hacen del hombre
un estratega de las palanganas.
La trazabilidad de las ollas
y demás contenedores, que nunca alcanzan,
dibujan el esquema
de una constelación extraña.
Es muy fría la batalla,
suele recrudecer las desveladas,
aunque la imaginación es vasta,
dibuja música
en un xilófono de latas.
Avance del agua en constantes lágrimas
y al compás de otros dramas,
de los que lloran para adentro,
si acaso se lamentan…
De esa lluvia interior que alienta
el instinto básico
de inflar el pecho y remarla.

Inflación

Fue tan real que saboree lo etéreo
un emparedado de miga asomó en un sueño.
¿Cómo puede ser tan bello?
Por qué no sigo durmiendo,
me interpelo.
El efluvio de la realidad se remontó a los cielos
con el bife y su jugo
y un queso azul que aguarda lejos.
Las salidas, los helados, las conquistas y los besos.
Alucino un oasis…
mastico el aire evocando aquello pero
ya no llego.
Día a día, me esfuerzo como Sansón sin pelo.
Un anciano observa desde su jubilado aletargamiento,
a su espalda, ladra un perro.
Nada cambió en verano y menos anticipa el invierno.
Las promesas se rifan, las noticias son un cuento,
el camarín jamás revierte
de sus payasos cenicientos.
¡Ja, ja! me río,
con un vagón de billetes alcancé al alfajor relleno,
de dulce de leche y de humo,
con coco, bañado en versos.

De paso

Estamos de paso.
Somos la huella que arrastró el río,
una estrella agotada enfriando su condominio.
Como flor en el polo o chaparrón en el desierto,
tan de paso,
miramos en el espejo un reflejo efímero.
Tironeados por el tiempo que apura el paso
estamos de paso,
como un hálito de vida sobre la mar de cemento.
Del reloj indiferente somos hijos selectos;
de la arena hecha humo,
del espanto que supone cada momento.
De paso,
en los trajes y vestidos,
entre los muebles,
tras los aplausos, en las galas,
en los zapatos y en la carne.
En el hueso de poroso destino,
solo de paso.
Con osadía sonreímos,
perpetuados en las fotos
o en la solapa de modestos libros.
Lloramos, luego
parimos,
jugamos, creemos…
Esperamos,
nos mentimos.
¡Así, de paso! Con sorna diría el chasquido.
Sin enmiendas,
en el fluir blanco del río.
Por el amplio cauce del olvido.

Gente de muy abajo

Ahí van los de abajo,
los de muy abajo
en sus gamulanes,
ropa de antaño.
Andan la calle
resguardados
en sus raras sonrisas,
parabrisas del malestar.
Ahí van los de abajo,
son de andar
como escarabajos de la recolección:
puñados de tiempo,
barbechos de vida,
pertrechos para el invierno
que parece, nunca, terminar.
A veces, cuando las fiestas,
llueven pan dulces
de aquí y de allá;
aunque es la tenue cortina
esas sobras de navidad.
Ahí van los de abajo,
los de muy abajo...
Van tan por debajo
que son difíciles de encontrar;
están en otra dimensión de las cosas,
paralela al dato
y a la fija del alimento,
en la cola aquella, en la puerta del otro,
por la gracia benevolente del mono
Tití cabeza de algodón de Pensilvania,
que joder...
Ahí van mis hermanos de abajo,
los de muy abajo,
con las manos grises,
con los pelos chatos,
con más de una bufanda
caminando... siempre caminando.
Ahí van los de abajo,
los de muy abajo
recordando como llorar.

Niño de barro

Con el alma en la puna,
recuerdo al niño
de la cara sucia.
Pelo greñudo
y piel de aceituna;
de barro, sus ojos,
soñaban la luna.
Sus pies, con el frio,
se volvían zapatos
de carne de niño
con piel de aceituna.
Arrastraba un ponchito
de algún telar con corazón,
para cubrirse en la puesta
del implacable sol.
Su piel, con hambre
de caricias de madre,
andaba desnuda
por las calles del barrio.
Iba, entre las bajas casitas,
como canto en silencio,
aquel niño tranquilo
de la cara sucia.
Miraba, lejano, con ojitos de luna.
Y a pesar de la noche,
que hace piedra del hombre,
nunca lo vi
abandonar su sonrisa.
Como un estigma del monte
y una proclama de vida,
la llevaba pegada
a su carita sucia.
Mi niño de barro
y piel de aceituna,
te alcanza el recuerdo
con el alma en la puna.