Le abrumaba la visión contemplativa de un pueblo manchego, las hileras de olivo que conformaban un mar apacible y numinoso. Este era el horizonte prístino que le recordaba quién era, aunque el echaba de menos el mar real. Añoraba el olor a sal que se percibía en los recodos entre Albacete y Murcia. Los fugaces bailes de las amapolas y las margaritas no le eran suficiente en una fiesta perpetua de trigales, de cotidianeidad.
Llevaba demasiadas batallas en lo alto como para plantearse siquiera el morir: problemas de aceptación social e interna, fallecimientos tempranos, deudas adquiridas…Cuando uno es superviviente en la desgracia de forma continua, siempre cree que hay algo mejor para sí: pura tragedia griega psicológica. Las nubes monótonas se camuflaban con un polvo seco embriagante que solo conocen los hombres de campo. Mientras, los gatos buscaban ratones de campo y algún insecto y el perro de la casa bostezaba como su tocayo Niebla. El suelo se agrietaba a cada pisada de unas botas de seguridad ya desgastadas y las gotas de sudor de Luis caían en unos pantalones que en su momento eran de pana y, que también, fueron verdes.
La finca, alejada de la aldea, era un refugio repleto de calma para alguien que en su momento gozó de brío, vigor, alegría, chispa y hasta carisma. Trazó demasiadas vueltas en el danzar de máscaras hipócrita llamado sociedad, sin embargo, la soledad tiene un precio muy caro: huir de uno mismo y sus deseos implica alejarse de los demás, a veces, hasta para siempre.
Se sentó en los restos de la roca erosionada con forma de asiento que en su momento acaparó su abuelo. Disociaba la mirada en un trance en el que las ramas de los árboles, la brisa, las raíces, el polvo seco, el olor a leña mojada y las uñas negras de las manos se fundían en una neblina que iba a parar a su columna vertebral. Esa maraña de sensaciones se acumulaba en sus hombros como un nido de pesares. Suspiraba con otra brisa, con otros vientos, con una vida menos encorsetada, de menos explicaciones y prejuicios. Echaba de menos el mar, el olor a crema solar, la libertad ligada a él, ver a los pescadores faenando, a los niños corretear en espiral dejando una pisada efímera, ir en manga corta en febrero, aquella vida que se le escapó anhelando pasar a otra etapa, las ensoñaciones juveniles, el poder ser natural, vivir sin imposturas.
Tenía la obligación de no reparar en ello, moralmente era cuestionable que así fuese. Qué dirían de él. Mozo viejo al que rara vez se le asoció con alguna muchacha, raro y “lila” en términos de la aldea, con un padre con Alzheimer a cargo que le quiso a su peculiar manera y con las deudas heredadas de la caterva familiar. Todas las mañanas escuchaba como un metrónomo su nombre balbucido por el hombrecillo patizambo y encorvado que un día fue su padre:
—“Luis, Luis, tienes que regar las macetas esta tarde después de venir de la escuela sin falta”, dijo su padre con severidad.
—“Sí, don Amador, las riego y luego hago la tarea”, contestaba Luis entre suspiros y lágrimas.
—“Ah, y no te quiero volver a ver jugando con las muñecas de la prima, que te meto una hostia que te tuerzo la cara. Si rabiara la leche que has mamao…”, con un tono cercano a la violencia física.
Ese diálogo conformó parte de la imagen de su padre: profesor narigón, barrigudo, de andares pesados y firmes, con unos ojos de los que se escapaban chispas y con una voz flojita que nunca quiso aceptar como propia; como pasaba con su hijo. No había día en que no echase por tierra su labor en la labranza, sus buenas calificaciones, sus habilidades para el teatro…"A mí no me aplauden porque un niño copie un dictado sentado en una mesa. Lo del teatro son boberías. Enseñar a un niño es un oficio digno, ser agricultor, ganadero, abogao, eso sí es un buen porvenir"… Luego estaban esos abrazos inesperados, sus apariciones estelares con juguetes varios en casa o dulces y ese humor tan Halley como certero.
La enfermedad fue implacable con don Amador. Sus últimos momentos fueron un proceso de degeneración mental hacia el final ineludible: “Luis, Luis, me he hecho pis encima. Riega las plantas cuando vengas del colegio y dile a mamá que, si fríe huevos que los haga bien, bien, que los hace siempre crudos”. “Antonio, hoy no podemos jugar en mi casa, están mis padres”. “El mejor libro de texto de Lengua es el de Santillana, siempre he lo dicho yo”. “Qué pesao eres, hijo, búscate una novia que te asiente la cabeza”. “Me recuerdas a mí hijo, demasiado, ¿te acuerdas de cuando salíamos a pescar o cuando te llevaba al tenis?”, “pregúntale a tu madre si te deja salir”… Amador lloraba a escondidas todos los días.
Dos meses después, Luis vistió el negro. Mamá hacía 20 años que no estaba entre nosotros, solo quedaba él. Continuará…