Aquel día nos bendijo un gitano.

Siempre había oído hablar de sus maldiciones, pero no de justo lo contrario. La cantinela evangelista de amor al prójimo y ayudar al pobre que en otros tiempos me habría generado sopor, esta vez me deportó un suspiro reconfortante. Pablo pensaba igual. Solo habíamos ido a tirar un televisor viejo que tenía en el desván, así como la imagen de quién me lo regaló. Era un objeto simbólico, pues me impedía tener contacto con un ser querido: mi padre nunca me hablaba cuando había fútbol.

Volvíamos a casa. En el trayecto, mientras conducía, observaba un cielo anaranjado dispuesto a abrirse en canal si fuera necesario. Pablo se obsesionó con la salsa en ese entonces. Al menos tenía buen gusto e iba a la almendrilla, como decía él. Frenkie Ruiz, Willie Colón, Rubén Blades, Héctor Lavoe... Mucho amor almacenado en periódicos de ayer y yo sin poderle hablar a mi Pedro Navaja, Pablo Veredas. Tú mientras tanto con él.
Regresar a casa siempre supone un esfuerzo. En la fusión con el auto, dos pulsiones opuestas se perciben: la mirada alta por el buen camino trazado y la vergüenza de regresar al nido de ratas del que fui parte activa. Ser un héroe en la decadencia a veces consiste en tener una vida normativa, esto es, no sucumbir ni a la precariedad, ni a la drogadicción. Nada más y ni nada menos. Luego está el madurar, que al final es tener la capacidad de endeudarte, de ser autónomo en términos económicos. No es moco de pavo.

Mi acompañante parecía más preocupado por la banalidad inherente a la televisión y al internet comercial que por su ruptura con su mujer. El monotema en el trayecto manchego fueron los chascarrillos sexuales entre famosos, el fichaje más esperado, alusiones a randoms discutiendo con vehemencia por otro cambio de gobierno esperable, la “polémica” de tal streamer … Lo de siempre. Reconozco que me fascina el modo en que enfoca la vida. No necesita categorizaciones profundas sobre el mundo que le rodea. “Todo pasará”, “eso es así”, “esto se lo llevan los de siempre”, “eso no lo puedes controlar, Christian”, “todos los políticos son iguales”, “ni un extremo, ni el otro” … Sabiduría popular sanchopanziana, amenes ideológicos.

Reparaba en los pueblos por los que transitábamos. Manzaneque, Los Yébenes, Fuente el Fresno, Carrión, Peralbillo… Aparecían en mi rostro cansado por los años, recuerdos de la caza menor: lebreles extintos a los que guardaba cierto cariño, un padre más joven y el adulto en construcción que entonces era. La vida sin canas.
Pablo se acordaba de sus ligues de la facultad y de los míos. Rememoramos los suspensos y los triunfos, “lo común”, sea lo que sea eso. Reíamos de lo personajes que habíamos sido. Patéticamente inmaduros, vitalistas e idealistas. El horizonte actual de vida laboral y profesional parecía utópico, también el tedio y el desengaño barroco. Los jueves y las decepciones eran la única realidad tangible en ese entonces. Sabor a hielo y nicotina, dolor de garganta perenne y sequedad, promiscuidad, absentismo social y escolar. Soledad, desnortamiento, irrumación de juventud.

Aparco el coche, llegamos a casa. Como tantas veces, experimento demasiado vacío a las espaldas tras la expulsión del caleidoscopio de memorias. El mismo paisaje, las mismas tristes caras, las mismas piedras en el camino, en El Paseo, en los bares. Sisifeo lugares conocidos, sintiéndome dañado y feliz por haber sido capaz de querer, reír, apreciar y amar. Vuelvo a recorrer mi ciudad y rumio, rumio… Miro en silencio a Pablo. Le conozco desde los 3 años y todavía no sé quién es. Es un extraño que conoce mis puntos débiles, mis puntos álgidos y mis miserias. Con todo y con eso, me imbuyo en otra introspección. Fabrico hielo que anestesia y protege mi psique hasta de los seres queridos, pero él conoce esa distancia. Maldito nido de ratas.