Verano. Grietas. Exceso de demasía.
El sol les había dado tanto que ya no era suficiente. No les gustaba la luz que achicharraba bichos y hojas, ni el amarillo que los teñía a todos por igual.
Amarillo igual a viejo.
Ya los girasoles preferían cosas más exquisitas y complejas, tal vez, lo que andaban necesitando era tener ojos, manos, adicciones, deseos, absurdas muelas de juicio y pieles peludas. También poseer esos lechos de algodón en donde dormían sus cachorros.
Niños, sabrosos niños al alcance de sus pétalos.
El primero que devoraron tenía muy pocas luces, se escondió debajo de la flamante flor jugando a las escondidas y nunca más salió de allí, no lo mató, pero ya no supo cómo moverse y se le caía la baba. Al girasol le crecieron dedos en las raíces y una de sus semillas presentó un intento de iris.
La brisa de los pastizales propagó el rumor distorsionado por turbonadas y lenguajes rudimentarios. Los niños eran el nuevo sol.
La luz tenía reemplazo y no estaba a millones de años luz, sino que caminaban entre ellos, los cultivaban y hasta devoraban a sus crías cuando eran apenas unas inofensivas semillas. La revuelta surgió en los círculos de flores hippillas que buscaban probar cosas nuevas, pero pronto se trasladó hacia los plantíos y cuando menos se dieron cuenta la rareza se los estaba comiendo a todos.
¡Vieja! ¿Por qué las flores miran pa’ la casa y no pal’cielo? Cambio. ¿Crisis? Cambiaron direcciones y hábitos. Por las noches arremangaban sus tallos desenterrando las raíces para hacer el camino hacia el alimento, y luego, se escabullían por entre las aberturas, con el fin de absorber desde un rincón oscuro la energía de los infantes. Ellos soñaban recurrentemente con monstruos de colmillos de semilla negra, que les cinchaban las patas por debajo de la cama, y los más imaginativos se los figuraban chupándoles la sangre a lo vampiro. Idea bastante acertada. Esas plantas se estaban bebiendo su energía vital, poco a poco, sin armar alboroto. Vampiros energéticos.
Los niños se iban poniendo más débiles conforme avanzaban los días. Desistieron de jugar, de ir a la escuela y de arrancar pétalos -adiós al me quiere, no me quiere. No había brillo en sus ojos, su único placer radicaba en pasar el mayor tiempo que les fuera posible al sol, hasta llegar al límite de no dormir en sus habitaciones para aprovechar cada gota de la luz del alba, instalando campamentos en el patio, o directamente tirándose en el pasto, a esperar que les brotaran raíces de los dedos.
Ganaron terreno con los humanos, en cierto momento se dejaron de preocupar por volver a sus pozos cuando despertaban los jefes del hogar, y estos se hacían los tontos, queriendo creer que se estaban confundiendo, que esos troncos verdes eran sus hijos. “En serio, si les dibujo una cara no se nota la diferencia”. Los aceptaron en sus vidas, un poco porque las esencias hurtadas que ostentaban parecían humanas, y otro poco porque sus hijos ya no eran los mismos.
Vegetales sin gracia.
Estaban como muertos, lo que les provocaba a los padres el típico padecimiento del nido vacío.
El primer paso hacia el despojo fue dado con los pequeños y no les costó dar el siguiente con los grandes, obligándolos a depender por entero del gran astro, porque era lo único que podía alimentar a sus almas y todos saben que la biología no funciona sin ellas. Involución por necesidad espiritual.
No tardaron nada sus ojos en quedarse negros y sus pies en abarrotarse de extensiones marrones, unidas a los suelos fértiles de sus jardines y granjas. Quién hubiera dicho que un día el humano en serio se iría a conectar con la tierra y que mientras ellos mutaban a formas inquietantes, los girasoles retozaban en sus nuevos lechos de algodón, de los cuales no tardarían en aburrirse así tan masivamente como acostumbraban.