Escucho por ahí que debo imbuirme de cierto estilo, de un determinado tono que aún no poseo para redactar este texto. Tener una marca personal, recordar o repasar el estilo de Dostoyevski, de Cortázar, de García Márquez o de algún otro escritor notable laureado para emularle de algún modo. Sé que sería otra máscara, otro disfraz para ocultar mi personalidad, mi enfoque literario. Sería otra manera de no revelarme, otro velo aún mayor entre mí y mi relación con la realidad. A veces querría ser auténtico, signifique lo que signifique eso, pero esa marca conlleva una serie de repeticiones, de patrones distintivos encasillados… Qué pereza.
Qué fácil resulta escribir cuando no estoy mintiendo, cuando no me atan las cadenas de las imposturas y el postureo. Hoy escucho Bartleby & Co de Tote King como un eco que se desprende del espejo. Preferiría no hacerlo, preferiría no hacerlo, como Bartleby, el escribiente de Herman Melville. Preferiría no ser ese ser mecánico que se cuestiona sus distintos roles y limitarme a escribir palabrejas, pero me siento un impostor. Otro farsante.
A veces anhelo la evitación que tiene que ver con la búsqueda de la excelencia. Otras la maldigo por no culminar mis proyectos. Habito en un bosque de contradicciones en el que me escondo de Enrique Vila Matas y sus rastreadores de Bartlebys. Aquí todo es blanco como la nieve, como la infinitud de un cabeza hueca o de un genio.
Soy el salaryman de los cuadros de Tetsuya Ishida. Un consumidor, que no individuo, perfectamente sistémico. Algo alienado lejano a ser libre. Todo es absurdamente repetitivo, procedimental, mecánico y, aunque preferiría no hacerlo, no queda otra. Otra curva, otra marcha, otra recta, otra palabra, otra clase, otro día menos, meses, años, vida...
La entrega del mes para la revista, el epíteto exacto que no esté demasiado visto, la originalidad literaria, la llamada a la creatividad, los relatos cortos que reinventen la literatura, la retroalimentación de la tarea del alumno, las palabras precisas para concluir una discusión conyugal, el niño al que regañar, la banalidad léxica de cualquier conversación rutinaria... Preferiría no hacerlo, preferiría no sincerarme abiertamente, preferiría no escribir a veces.
Toda esta retahíla la escondo en miradas absortas hacia ningún punto. Escondo mi identidad de Bartleby cuando estoy distraído y también reconozco a otros Bartlebys, pero preferiría no hacerlo. Me encuentro atado a un oficio que ni siquiera reconozco como propio. Quiero huir de los clichés, pero alejarse de ellos es otra pose, ya lo aprendí de joven.
Soy un NPC con las preocupaciones de su tiempo y los problemas que le tocó vivir. Otro más volcando la insalubridad de su psique en un papel. Preferiría no tener esta carga, no tener por qué contarla. Me aburre el eterno yoyó entre la vanidad y el sufrimiento, me cansan las migajas de dopamina y la catarsis que me deporta.
Las voces de los Bartlebys, nuestras prosas, siempre yacen bajo tierra, ocultas premeditadamente. Solo cuando la lucha dialéctica cae del lado de la aprobación interna y pública, sobresalimos de la duna. Total, para qué. Nada es importante. Ni nosotros como escritores que esconden su escritura, ni este texto, ni ninguno. El impacto ante un acontecimiento en este mundo dura lo que un TikTok; pobre de aquel que piense en trascender.
¿Será que el destino de los Bartlebys es formar parte de unos Suicidios Ejemplares?, ¿ser víctimas del terreno literario?, ¿soñar con haber nacido en la diégesis de Moby Dick y no en la suya? No, no creo, su destino siempre ha sido el gris, una vida absurdamente gris entre el blanco del papel y el negro del bolígrafo: el eterno límite de la realidad y la ficción.