Todo lugar tiene energía y todo tiempo tiene memoria, es lo que anda pensando Gualberto, un pecador y hábil pescador de treinta y tres años, pelo y barba larga, a quien le agrada que le digan Cristo y se siente como tal. A él le gusta caminar a la orilla del mar en el lugar de siempre vistiendo calzoncillos que un día fueron blancos, pero ahora andan impregnados de sal y urea. La playa es un espacio que conoce muy bien, y aunque siempre anda buscando algo, a veces olvida lo que busca. Luce tostado tras largas jornadas de pesca bajo el sol de los trópicos y la sal que cuece las carnes en un hemisferio atípico donde amanece al oeste y el sol se oculta hacia el este. Aun cuando ahora se declara ateo, tuvo una temprana etapa de su vida en la que cometía todos y cada uno de los pecados capitales. Pero eso fue antes de ir a prisión y, al recuperar la libertad, decidió ir hacia el Tíbet donde se estableció y vivió como ermitaño durante varios años. Gualberto aprendió las enseñanzas del budismo y, tras convivir con monjes, medita y aborda la vida de una manera diferente.
Ahora, tras retornar a su patria, vive de los frutos del mar y su habilidad para pescar. Él, luce en el hombro el tatuaje de una burda sirena de grandes senos, de esas que prontuariados marineros exhiben en bares llenos de viruta y aserrín. Un domingo cualquiera, Gualberto aparece de pronto caminando erguido el lindero del exclusivo club de playa, el mismo que ya había despojado del baño matutino a los pobladores en las inmediaciones. Camina tranquilo, sabe que la vida no es justa, pero vale la pena vivirla, y ha dejado de importarle lo que la gente piense de él. Gualberto carga en los brazos grandes baldes transparentes que ayudan a mantener el balance. Las señoronas del club ya están acostumbradas, siempre llega a la misma hora y ya no les molesta su presencia, solo sienten irritación al ver el indecente calzoncillo. Ellas le habían comprado calzoncillos nuevos, pero a él no le daba la gana usarlos.
A orillas del mar, niños de privilegios —de esos que solo se accede con opulencia, a quienes enseñan a no hablar con gente de color extraño, donde el tono de la piel es discriminado, y las minorías son agredidas por las mayorías— aún desconocen que todo ha sido blanqueado por el dinero. Los niños se entretienen armando castillos de arena de gran tamaño cuando, de pronto, dejan todo y se aproximan a ver a Cristo, curiosos por ver qué es lo que lleva esta vez; ya conocen su habilidad como pescador. Él se detiene y posa los baldes en la arena aprovechando para descansar. «Llevo dos variedades de cangrejos», dice. Los niños se alborotan al ver tinturas rojas y purpuras en uno de ellos, cangrejos de gran tamaño que serán rematados al mejor postor. Entre tanto, uno de los baldes llevaba la tapa puesta. Pronto se acercan niños de más edad y uno hace la pregunta que él estaba esperando ¿por qué uno anda cubierto y el otro destapado? La respuesta no tarda en llegar: «El balde con tapa va lleno de cangrejos altruistas, ellos se apoyan unos a otros, trabajan en equipo y se las ingenian para huir». «¿Y el otro?» En ese balde hay cangrejos envidiosos, cuando uno está a punto de escapar los otros obstruyen e impiden que se escabulla, no es necesario cubrirlos con tapa. Esta es una exageración con visos de realidad, estamos como los cangrejos: «dos pasos para adelante y uno para atrás».