El predicador quería conocer los nuevos aires del señor y el menor quería comer. Hungría les pareció de pronto una anciana acabada, consumida por las miserias del proletariado emergente, populoso y pestilente, con apenas un trozo de pan duro para ofrecerles.
Los hermanos, de cuyo apellido hoy solo se conserva la U, tomaron el primer barco que partía el primer día del primer mes del año con destino a una república arrinconada entre dos gigantes.
En altamar, lo que les quitó el sueño no fue el mal de la melancolía ni los zarandeos de las olas, fueron los esclavos. Esclavos muertos de a montones en aquella y en tantas otras embarcaciones de antaño dedicadas al tráfico de mano de obra barata.
Deambulaban con los ojos huecos de confusión por no saber cómo salir del purgatorio, les había hecho falta una bruja para que les mostrara por cual puerta pasar al otro lado, necesitaban de algún vivo que los alumbrara.
—Dile a los negros que no me cinchen de los pies.
Viéndose falto de armas para disparar a la oscuridad, el más joven le demandaba al predicador que usase esos supuestos poderes celestiales –que tanto pregonaba– para algo que no fuese solo charlatanear, a lo que éste le respondía que los difuntos no tenían manos para cinchar a nadie de los pies y que se hiciera hombre de una buena vez, porque ya no estaba para andar despertándolo a la madrugada por pendejadas, y siguió durmiendo como si los cantos africanos no le estuvieran soplando el oído izquierdo.
—Por favor, uste´ habla con Dios, ayúdeme.
Su voz agonizaba, pero aún estaba del lado de los vivos. Era uno de tantos que había vendido todo por la promesa de una nueva vida y en el largo trayecto hacia tierras prometidas, su hija enfermó.
La niña no respiraba, su manito caía rendida hacia un costado. El predicador no entendió qué era lo que quería el hombre, él le dio el pésame y una oración improvisada y nada más, pero insistió:
—Tráigamela de vuelta.
Nunca le habían pedido algo así, pero tanto tiempo en el mar hacía que la mente se revolviera y perdiera el sentido de qué era el cuerpo y qué era el alma. Le sobó las manos y los brazos con energía, la lógica del momento le decía que así se revivía a las gentes y la niña volvió, abrió los ojos de verdad y vio como la tierra se acercaba a ella.
Del río de plata brotó la isla encargada de atajar a la parca, prendida de la ropa y el cuerpo de los forasteros. Podía llevar disfraz de cólera, fiebre amarilla o viruela, pero a fin de cuentas terminaba siendo la misma huesuda de siempre.
La isla se dividía en tres simples partes: zona vip, zona de infectados y cementerio. Los hermanos fueron a parar a la zona de los infectados –la que contaba con sus propios parrilleros que bien podían servir para el asado o para quemar a algún cadáver putrefacto– y por esas casualidades místicas del destino sobrevivieron a la cuarentena, aunque muchos pensaron que el predicador moriría consumido por la fiebre.
Sus ardores de protestante lo hacían sudar agua bendita. En los momentos de mayor desesperanza se paraba sobre las camillas a esparcir las interpretaciones de la biblia, en ese húngaro cerrado que solo su consanguíneo comprendía. «¡Qué se reparta la sangre de Cristo para todos los pecadores!». El menor asentía tranquilo, sabía que su hermano era así de trastornado desde el vientre materno.
En la isla se fue corriendo el rumor de que los húngaros podían revivir gente, y la palabra corrió tan rápido que llegó a destino antes que ellos, desembarcó en la ciudad más grande de ese rincón del mundo y se esparció por los pequeños poblados que cubrían la costa.
La capital los acogió bajo su falda con la alegría de un pueblo que recién comenzaba a labrar su historia, tan sucia, traicionera y falsa como cualquier otra historia de las civilizaciones humanas. Les llenó las tripas de dulce de leche y les dio horas para que trabajasen. Nada extraordinario, nada filosóficamente profundo.
Ambos vivieron en el letargo de las buenas ovejas hasta que la disputa eterna entre los políticos del Norte y del Sur se convirtió en una Guerra Grande, y con la guerra llegó la muerte y la muerte trajo a viudas y madres que buscaban redención para el dolor.
Una madre en particular, la charrúa más feroz de la comarca oyó de los milagros en altamar. Había perdido a sus hijos y los tenía pudriéndose en el salar esperando a que alguno de sus gualichos les devolviera la vida.
Su hermano por parte de padre, un gaucho fiel, le trajo la noticia de que el forastero que hacía milagros ya había salido de la isla, y así como llegó a lo de su hermana, se fue con dos caballos, un cuchillo y una jauría de perros cimarrones. Apareció en el bar donde apostaban sus botas por dos putas y se llevó a los hermanos con la promesa de una bolsa de monedas y alojamiento a cambio de devolverle el alma a dos cuerpos agusanados.
Nunca habían caído tan bajo, tragaban wiski en la pulpería de la charrúa mientras ella corría a su marido de la zona para que la dejara hacer sus cosas tranquilas. Él ya no discutía, sabía en qué se había metido cuando se casó con ella bajo el Santo Cristo.
—Muéstrales el salar.
A uno le habían acribillado la barriga a plomazos y el otro lucía un agujero en la frente. No tenían color de humanos, estaban azules e hinchados y no olían a nada vivo. El hermano menor se preocupó por lo que pasaría si de verdad los podían revivir, esos cuerpos ya no podían sostener ningún alma dentro, solo servían como comedero de gusanos, iban a traer a la vida a algo monstruoso.
—Preocúpate de lo que nos va a hacer la india si no los traigo de vuelta.
Lo que fuera que haya pasado con la niña del barco, no sucedió con esos dos pobres muchachos mestizos, a simple vista gemelos. Las condiciones no eran las mismas, la niña acababa de morir y el alma pudo entrar de un solo tirón, pero en ese caso, los muchachos ya estaban descompuestos. O eso fue lo que le dijeron a su empleadora, quien llevaba un collar de huesos humanos colgando del cuello.
—No se asusten, forasteros, son mis propios huesos, las mujeres de mi raza nos sacamos parte de los dedos cada vez que muere un ser querido. Tuve que sacarme algunos nudillos de los pies, porque no me iban a quedar manos para agarrar mi hacha. Como verán, no quiero sacarme dos nudillos más.
—Nosotros no podemos hacer nada más. —El predicador se rindió ante la verdad.
—Yo creo que sí puede.
La charrúa, semejante mujer, lo invitó a él especialmente a que la acompañara a recorrer la ladera del río de su hacienda, que tenía un nombre que persuadiría a cualquiera de bañarse. El más joven se quedó con el gaucho emborrachándose hasta desmayarse y al recuperar la sobriedad, su hermano aún no había vuelto.
Ella lo había conducido por la orilla a paso lento, hablándole de todos los hombres buenos que murieron masacrados en ese río, los patriarcas de su familia, sus amigos, hasta su amor de la infancia, después de decirle todo lo que le tenía que decir, lo dejó allí junto con su paga.
En qué estado lo dejó nunca lo especificó, pero el predicador no volvió a ver a su hermano, quien lo buscó en vano. Se dijo que encontraron las monedas a un lado de la orilla, también que lo vieron partir hacia el oeste, otros aseguraron que fumó de una de esas pipas que hacen ver la muerte y que se fue al viejo virreinato.
Todo vago, todo difuminado, lo cierto es que los hermanos se perdieron en la neblina de la guerra, como otros tantos y nunca más se volvieron a ver. Quienes sí aparecieron de nuevo, fueron los gemelos mestizos, medio atolondrados, los terminaron ejecutando por comerse a una niña.