Mis manos ya no eran mis manos, ahora eran las de mi padre. Aquella calle diminuta y enjalbegada era un viaje a otra época. En cada paso que seguía a esa cuesta abajo, me iba desdoblando hacia el niño que un día fui.
La puerta de la primera casa no tenía número y la gente contaba que allí vivía un enano rubio y así podría ser. La fachada no medía más de un metro y medio de alto. Detrás de la casa, el enano apilaba pelucas rubias que llamaban la atención de todo el que pasaba por la Calle Vaquilla. Cuando uno se acercaba a una distancia próxima a ese habitáculo siempre se escuchaba: «¡Ey, bichete, ande vas!, ¡ey, bichete, ande vas!». Después se oían 3 golpes de una garrota contra el suelo y una carcajada. Mis manos ahora eran las de mi hijo.
Cuando llegaba a la segunda puerta, tenía que saltar o ponerme de puntillas para llamar. Era una puerta de hierro color granate. Los mayores me decían que dentro vivía un gato con los ojos rojos, que a veces era bueno y, a veces, era muy malo. Yo no sé si era malo, pero siempre tenía un brillo verde raro en los ojos. Mi abuela decía que estaba loco. Yo siempre llamaba a la puerta por si lo despertaba, aunque me decían que llamase al timbre. Solo se escuchaban tres frases en esa casa: «¡Ata al gato!», «No, no están» o «están comiendo, pasa». No he vuelto a pasar desde que mis manos se convirtieron en las de mi padre.
En la tercera puerta vivía el hombre rana con su mujer. Al acercarte a la entrada de la casa se oían golpes de distinta intensidad como si alguien tirara monedas de hierro contra una chapa. «¡Rana, rana!», «¡arre clavel!», «rana, rana». Esos eran los únicos sonidos que se escuchaban al acercarse, aunque cuando mis manos eran las de mi padre, ya no se sentían. Creo que se murieron las ranas.
Cuando me acercaba a la cuarta puerta sosteniendo un balón, la miraba con los ojos de mi hijo. Dentro había muchas vacas, voces y niños sin sonrisa. Nunca me acercaba, las voces no me dejaban jugar. Me caían mal. Cuando el dueño no estaba en la casa en verano, el campo del pueblo se quemaba. La dueña de la casa quiso a un niño con sonrisa como yo desde siempre, aunque todo eso lo supe cuando me iba pareciendo de más a mi padre.
Yo vivía a veces en la quinta puerta. La puerta tenía un cajón que servía para subir a un escalón alto. Siempre sonaba al pisarlo. En casa se escuchaba un balón golpeando el suelo, un colgante de mi abuela que sonaba al caminar y las cortinas de metal del patio. En la casa olía a pescadilla y salchichas por las noches. Eso fue así, hasta que la parra que había en el patio se fue comiendo la casa y se afincó en la cámara de trigo. Allí estaba mi caballo balancín y cada vez que me balanceaba en él me iban creciendo las manos. Hasta que lo abandoné y la parra se quedó con la casa. Ahí le crecieron las manos a mi padre como a mi abuelo.
Cuando bajé la calle convertido en mi padre, ya no estaban esas puertas, ni las vacas, ni el hombre rana, ni los niños sin sonrisa, ni el gato loco, ni el cajón, ni el colgante, ni el enano rubio. Solo quedaba el final de la calle visto con la mirada de mi hijo.