A mediados de los ochenta, mi madre, quien siempre se esforzó por salvar su matrimonio, perdió fe en la rehabilitación de mi padre y ambos decidieron divorciarse. Ella era una mujer de recursos y fue en busca de ingresos económicos. Una amistad le otorgó la oportunidad de regentar un hostal en una buena zona Limeña.
Mi padre ingresó por enésima vez en alcohólicos anónimos, y se alejó de mi vida de a pocos hasta desaparecer finalmente. Él me necesitaba, estaba enfermo y no hice nada por ayudarlo. Mi conciencia me sigue atormentando, aunque era muy joven para entender.
Al comienzo no fue fácil conseguir clientes, pero a fuerza de empeño se logró salir adelante. Para obtener clientela se jugaba con taxistas, ellos recibían jugosas comisiones por cada pasajero que llevaban al hostal. El establecimiento de tan solo diez cuartos andaba siempre lleno de turistas, algunos europeos o asiáticos, pero mayormente eran latinos por las barreras idiomáticas y la facilidad de convencerlos. El engranaje funcionaba y los aceitados taxistas continuaban trasladando extranjeros desde el aeropuerto o estaciones de bus. Ella ideó un sistema en el que, por cada siete turistas, los taxistas se hospedaban gratis con desayuno incluido.
Cotito era la encargada de asear los cuartos, una joven chinchana de cuerpo exquisito y piel de ébano tan suave que hasta ahora recuerdo su textura. Su madre cocinaba, y siempre le advertía que se mantuviera alejada de mí. Fue antes de cumplir los dieciocho que decidí seducirla y ella cayó en mi telaraña. No recuerdo que mentiras le conté, pero ella se enamoró de mí a sus diecisiete años. En mis brazos confesó que había sido violada a los quince por un familiar. Yo sabía que mi madre la despediría si se enteraba de nuestra relación, ergo nuestra relación era clandestina las mil y una noches que amanecíamos juntos. Me encantaba su curvatura, pechos generosos y el chocolate caliente. Desafiando al racismo limeño, me exhibía con ella cuando paseábamos en moto, aunque fui muy cauto a la hora de prometer, a sabiendas de que la relación no iba a funcionar.
Una tarde estival, cuando sonaba en la radio Un verano en Nueva York, llegaron dos colombianos con cara de pocos amigos, un par de sabandijas con rasgos andinos. A los dos días, Cotito me fue a buscar visiblemente agitada mientras confesaba que había encontrado una bolsa llena de dinero bajo la cama de uno de los colombianos. Como ellos habían salido me picó la curiosidad y fui a buscar la bolsa, me pareció extraño que no intentaran ocultarla. En bolsa gris de un supermercado colombiano se hallaban cientos de billetes de cien dólares nuevos. Decidí llevar la bolsa a mi cuarto sin coger ningún dinero y guardarlo aduciendo que no era seguro tener el dinero en el cuarto, con ese acto esperaba ganarme una propina.
Fue entonces cuando el vértigo apareció y las cosas se complicaron. Lo siguiente fue la aparición de tres miembros de la policía de investigaciones en busca de los colombianos. Indagaron por ellos y tras informarles que no habían vuelto en dos días, decidieron entrar al cuarto y revisar sus pertenencias. Tras la infructuosa búsqueda me dieron una tarjeta para que los llamara apenas asomaran sus narices, cosa que sucedió solo dos horas después.
Desde mi habitación pude observar a los colombianos ingresando raudos a su habitación, a duras penas podían disimular el nerviosismo. Me armé de valor y toqué la puerta para informarles que los detectives habían ingresado a su habitación poniéndola patas arriba, haciendo hincapié que debía llamarlos apenas ellos asomaran. Cerraron la puerta en mi cara y luego salieron disparados sin hacer más preguntas suplicando diez minutos de ventaja para huir, entregándome un billete verde con olor a nuevo. Llamé al detective para anunciar que habían escapado. Escuché una grosería y le dije que debían haberlos vigilado y que no era mi falta.
No podía disimular mi entusiasmo ni contener las ganas de empezar a gastar, pero era cosa de sabios esperar algún tiempo para jugar de oído y cerciorarme de que todo estaba normal. Mientras tanto, Cotito ya se había enterado de todo y quería su parte del botín, para lo cual tuve que usar todo mi poder de convencimiento para no apurar las cosas. Decidí contar el dinero, billetes de cien dólares nuevos por un total de 50,000 dólares. Una fortuna en los años ochenta, y en el 2020 también. Debo confesar que tenía dudas si los billetes eran verdaderos o falsos.
Luego de una semana decidí arriesgarme y fui a cambiar un billete a la estación, llené de gas mi moto y pagué con un billete fresco y oloroso como pan recién salido del horno. No podía disimular mi alegría cuando me retiré en la moto con la brisa de primavera en mi rostro juvenil. Desde allí todo fue un vendaval, ropa, discos y comida en los mejores restaurantes. Me volví tan arrogante que Cotito empezó alejarse de mí, le entregué 25 billetes para que se comprara ropa, instruyéndola que no le contara a nadie, cosa que no cumplió cuando fue con el chisme a su madre y esta le contó a la mía.
Fue entonces cuando sucedió lo peor. Llegué a mi cuarto a buscar el dinero y ya no estaba ahí, mi madre me mandó llamar y vi como los billetes eran quemados en la chimenea. Un no desesperado irrumpió de mi garganta, pero era muy tarde para evitarlo. Mi madre estaba haciendo lo necesario por protegerme; descubrió que los billetes eran falsos y decidió desaparecerlos. Al darse cuenta del ritmo de vida que llevaba, los detectives reaparecieron y buscaron en mi cuarto, y tuve suerte de que la bolsa ya no estaban ahí. Fue así como mis caudales desaparecieron y el romance con la mujer de ébano llegó a su fin. Ella sí disfrutó del adelanto de aquellos 25 billetes.