Al Charly lo conocí ya cuando habíamos dejado atrás las inferiores y fue quien me enseñó a cobrar. Él venía del Chito’s Bar y yo del Valle Gómez. Digo lo de las inferiores a falta de un mejor término y para tirar un paralelo con los grandes clubes. No es que nosotros fuéramos uno chico, ni siquiera éramos uno.
Cuando yo era muy pequeño, en el deportivo del barrio —que lo era para unos siete barrios más que tenían frontera con él— existía una tradición en la que dueños de pequeños talleres, maquiladoras o bares creaban un equipo a su nombre o al del negocio de su propiedad y de a poco le añadían otras categorías. Lo más normal era empezar con el de primera, que no tenía límite de edad y era donde se veía el mejor fútbol; luego se formaba el sub quince, el sub dieciséis; así hasta llegar al de los más nenes que apenas y logran patearla.
En aquellos días, las familias eran muy grandes y un matrimonio tenía por lo menos de a cinco. Imagino que por eso formaban diferentes categorías. Quizá luego algunos de primera preguntaban si existía para la edad de sus hijos y se creaban otras. De pronto advertían que ya cubrían desde la menor hasta la última. De esos casos existían montones en aquel lugar en que el fútbol siempre fue nuestra mayor diversión, nuestro escape, nuestro todo. Claro que se encontraban equipos que solo participaban en una o en pocas categorías, casi siempre en la más grande.
Yo había formado parte de las infantiles a, b y c, que van desde los cinco hasta los diez y no recuerdo ni quiénes eran mis compañeros. Eran partidos cortos, de veinte minutos, que comenzaban desde temprano y muy feliz andaba al campito o a los múltiples campitos que se improvisaban, dividiendo los más grandes en varios pequeños. Mi padre me había prometido una de esas monedas viejas de mil pesos que ya no se usan cada que anotara un gol. El problema era que yo iba de portero; salvo cuando alguien quería probar el arco, me tocaba de marcador por izquierda, luego se aburría y entonces regresaba a ponerme los guantes. Mi madre le cosía cojines por todos lados al traje que me daba el Negus: en los costados de la cadera, en los hombros, en los codos, de manera que no temiera lanzarme, aunque eso casi nunca sucedía. Aquella protección me daba un aire de tener otra talla. Lucía más grande.
Luego no recuerdo si dejé de jugar o lo hice en otro lugar, pero un par de años más tarde volví. Ya no tenía sueños de héroe, o de ave de mal agüero según se mire y pedí la media cancha. En ese entonces ningún equipo tenía un nombre aburrido y sin imaginación copiado al de los profesionales o al club del que era hincha. Tampoco se usaban uniformes de esos que vienen de China y son todos iguales, donde apenas cambian los colores. Cada equipo mandaba a hacer el propio y antes de cumplir catorce no sabíamos en qué lugar quedábamos ni si se jugaban finales o quién era el campeón, pero todos recibíamos trofeo. Nosotros teníamos una camiseta para el verano y otra más gruesa y caliente para en invierno, de manga larga, que te quitaba el frío y servía hasta para ir a la escuela en temporada de temperaturas bajas.
Al Negus lo conocías pasadas las categorías menores. Ahí miraba a todos los chicos, hacía los cambios y por ahí te pegaba un regaño. Iba analizando a quién subir. Era un regordete que, contrario a su voz grave que se escuchaba irreparablemente, te bancaba siempre. Compraba refrescos, a veces tortas, se aguantaba las bromas de los más cargosos y hasta te presentaba a sus sobrinas.
No pagaba a nadie, pero si lo necesitabas te tiraba una ayuda para llevar a casa, te compraba unos tachones y si te acercabas y le contabas hasta te representaba en la escuela para librar un castigo o te daba la plata para que te pasara el de matemáticas.
Ahí conocí al Lalo. Era un enano prieto que hacía reír a todos y formaba parte de la familia Valle Gómez, que cuando entraba a la cancha la rompía siempre. ¡Qué si la rompía! Con él anduve unos años por tres categorías distintas y en todas él era el rey. Salía siempre goleador, cada partido metía mínimo de a dos, todos lo respetaban y si un día le daba por jugar apenas un rato, se cambiaba con flojera, alguien le enredaba las vendas, entraba ya empezado, arreglaba el partido y se iba temprano.
Enseguida nos reconocimos con esa complicidad que no se sabe de dónde nace o si es como un rayo que te parte al medio en el centro de la cancha mientras vas desprevenido, pero igual te atraviesa.
En el campo yo jugaba un poco retrasado y le tiraba los pases. Él llegaba a todas porque la tirara como la tirara siempre la ganaba, la hacía redonda y entonces te desentendías. Era un avión. Afuera me invitaba un refresco, íbamos a comer, lo acompañaba a un cigarro, porque él ya fumaba... Siempre pagaba y me llevaba temprano a casa.
Luego llegó el momento de subir. Pero en las prácticas que antes me invitaron ya me había comido varios codos, planchas y hasta alguna amenaza. Entonces decidí quedarme con el Lalo (porque él nunca subía) y seguir ganando todo en las inferiores.
Al tiempo lo mataron. Yo me hacía el bobo cuando a medias oía cuando lo encañonaron al salir de lo de su novia, cuando llegaba con el ojo moro o cuando no iba. Nunca pregunté la versión completa de lo que creí haber escuchado y él nunca hizo intento por contarme. Jamás pregunté por qué a esa edad andaba en carro propio y podía invitar a todo el equipo.
El día del velorio entendí todo. Bueno, no precisamente ese día porque ahí yo no sabía nada; pero luego recordaría que ahí se encontraban el Marciano, el Mono, el Conejo y el Tartán. Claro que en ese momento yo no sabía quiénes eran ni a qué se dedicaban.
«Y pensar que tenía treinta años el hijo de puta, si se ve como de quince», dijo uno al pasar. ¡Treinta años el muy hijo de puta! Se había quedado más de diez jugando para tres categorías de menores y se cagó en cualquier precepto. Por eso no subía, porque era un enano prieto y flaco como escuincle, que por más velocidad y técnica que tuviera no le hubiera servido para jugar en el de primera. Yo había visto, mientras calentábamos, que algún técnico contrario reclamaba al tiempo que señalaba exigiendo el documento de nuestra estrella, pero estaba todo arreglado.
Después también mataron al Pato y al Teo, que a veces andaban con nosotros, a la salida de la vecindad donde guardaban y entonces sí, no tuve opción y subí al de primera, aunque todavía me quedaba un año en inferiores.
Apenas te sentabas a comer banca y ya se respiraba diferente. Ese día, el primero para mí, fue de reclamos y puteadas, mandar callar al Negus porque iban perdiendo y entonces la banca no estaba tan mal. También te dabas cuenta de que eran muy parecidos: trompudos, morenos, recios, con los ojos saltones; unos más y otros menos, pero todo eso no pasaba desapercibido. Igual advertías que eran un equipo de amigos. Cada uno tenía su lugar, su limitante y jugaban a lo mismo. Esos equipos que se forman fuera de la cancha, que preparan las jugadas al calor de una cerveza; de esas cosas que suceden con la pelota, pero se forman con el alma. Yo había subido con el Buches y el Héctor, que eran sus primos.
Luego de unos años ya jugaba siempre por izquierda. Pero no iba ni hacía lo que quería, era parte de un equipo en donde seguíamos a ese que no corre mucho, no recupera, pero dice cómo, por dónde y a qué velocidad.
En principio me parecieron muy grandes y los miraba con respeto, pero luego de unos años comenzaron a parecerme vejestorios medio troncos y con sus mejores años ya terminados. Además, tenía que aguantar quedar enjaulado por la lateral cuando yo lo que quería era ir por donde me diera la gana.
El Negus había perdido el filo y no veía que el cambio era inevitable. Ese recambio de aquéllos que le habían dado tanto le parecía difícil y seguro creía que aún podían más. La nostalgia le delataba que un puño de jóvenes no estábamos listos para esos mares; sí, más veloces y hambrientos y todo, pero no para darle identidad a su equipo, no la que él quería en todo caso.
Fue entonces que conocí al Charly. Yo iba a donde me invitaran con la misma disposición sin importar que fuera en cancha de siete, de rápido, con pasto o sin él, a la vuelta del barrio o en otro pueblo y jugaba toda la semana.
Al final del juego me tentó a invitarme a su equipo. Le dije cómo quería y por dónde deseaba jugar. Fue cuando conocí al Marciano, al Mono, a los Zapatos y al Colibrí. ¡Uy, el Colibrí!, ese da para una historia completa. Todos eran familia y jugaban bárbaro.
El Charly tenía su Lalo que lo llamaban Bala, pero el fútbol no le gustaba tanto como para levantarse temprano. Algunas veces prefería quedarse en el frontón y compartir una cerveza con sus amigos en El Fuerte, que era como llamaban a esa extraña formación en círculo que dejaban unos edificios mal dispuestos donde no podía entrar la policía. Luego del partido o durante la espera del siguiente parábamos ahí.
Él necesitaba un socio a la hora de tirar paredes, pero también con quién pasar las horas aciagas del viaje. Para ese entonces ya jugaba dos o tres partidos cada sábado y cada domingo y el Charly me arreglaba no por menos de trescientos pesos.
Cada vez me preocupé más por cobrar mejor que por el desarrollo del juego y la belleza pura que manifiesta incluso luego de corromperse. No me detuve en mirar una pisadita, un caño, un gol o a paladear el amargo de una derrota, porque también la tristeza se disfruta y acompaña y muestra nuevos caminos.
De ninguno supe su nombre, apenas me quedé con el que se le sobrepone casi siempre de una manera ridícula y hasta estúpida. Charly entró a la universidad y se la pagó con lo ganado. Yo seguí cobrando en cada lugar que pude, jugando torneos de penales, visitando pueblos cada vez más lejanos, porque hasta en el fútbol banal y rupestre se desvelan los misterios de la vida, esa búsqueda de sentido, la forma del autoconocimiento que se revela entre dos arcos y la gente que encontramos en el espacio entre cada uno. Quizá al correr hacia el gol también escapamos de algo.