Para esa hora del día la nena había nacido perfecta. Con el cabello revuelto de papá, la nariz de mamá, los ojos de colores similares a los míos. Yo aún no la conocía, pero alcanzaba todo esto por los abuelos, y mientras comía caramelos ya sabía que tenía una hermanita que sería sonriente y rebelde, pero sobre todo que a partir de ahora mi deber era cuidarla, enseñarle el camino al colegio, cómo cruzar las calles, pasear al perro, la mejor forma de celebrar los cumpleaños y comer frituras.
Mi preocupación por la perfección se había desvanecido con el paso de las horas y las rondas de los médicos. Había dejado de preocuparme porque tuviera los dedos completos, que pudiera mirar todos los colores de este mundo, porque escuchara; hasta me había preocupado un poco por mamá y las distintas complicaciones posibles y tantas otras cosas que había leído los días previos, que ahora mismo ya no recuerdo ni me persiguen.
Era un hospital enorme, y claro que no todos acudían para recibir la felicidad y compartirla. Cuando la euforia disminuyó y el nervio había pasado, en uno de tantos recorridos para que los abuelos buscaran agua caliente y poder cebar el mate, advertí la severidad del lugar, sus baldosas tan frías, sus pasillos amplios; tuve la realidad de la noche, del frío y de doctores apurados con semblantes trabajados a molde para no reflejar si corrían por una emergencia o para ir al baño.
Fue entonces que los vi. También cebaban el mate, pero más que hacerlo lo abandonaban, ausentes, en el asiento entre ellos mientras se esforzaban en parecer que no lloraban. Me saludaron de lejos con ese gesto que intenta ser una sonrisa que no se logra, mismo que yo devolví y me quedé mirando.
Para esos días yo andaba siempre con la camiseta de River. De manera que las cosas caen en los ritos que andan el camino por nosotros, esquivando nuestras cárceles mentales y me preguntaron por el partido. Me gustaría decir que les di un amplio resumen en la voz de un narrador improvisado para distraerlos un poco y desaparecerles la desdicha, pero les relaté los goles con euforia más porque a mí me había parecido un partido bárbaro, lleno de fiesta y fútbol.
Ahí se vino toda la vorágine porque comenzó una discusión en intento de definir el puesto del mejor delantero centro de la liga. Luego me contaron de su viejita y que esperaban pasar la noche en el hospital.
Ya de vuelta, mientras esperaba al resto del equipo, me preguntaron que si ahora estaba tan callado porque tenía sueño y para no dar explicaciones dije que sí, pero en realidad yo pensaba en esa aflicción tan oprimente que me viene algunas noches antes de dormir cuando pienso en la muerte. Esa nada tan profunda, dejar de existir, ya no participar del mundo; y entonces cerrar los ojos ya con el pijama puesto, recostado bajo las cobijas y tratar de desaparecer del universo para alcanzar esa sensación de vacío, pero me apretaba fuerte el pecho, abría los ojos y mejor desandaba mis pasos para caer dormido. Pensaba en todo eso y si aquellos dos chicos mayores sentían esa opresión ahora mismo.
Cuando los abuelos se acomodaron me escapé un poco para ir a verlos. Los encontré entrando al ascensor, me paré justo enfrente cuando uno de ellos gritó «arriba River», a lo que contesté con una sonrisa y el puño levantado, pero el otro revirtió, «pero de un palo». Fue entonces que me sentí burlado, entendí que esos dos no eran mis amigos, por más que ese juego de palabras lo entendería años más tarde, y aunque no supiera el significado me sabía ofendido, a lo que quedaba por completo indefenso sin saber cómo contestar para salvar el honor y el orgullo por la camiseta. Antes de cerrar las puertas miré sus sonrisas de victoria y entonces sí, qué bueno que la vieja estaba a nada de abandonar su existencia porque seguro con unos guachos así ni era tan buena ni merecía otra cosa que el asqueroso cáncer que la pudría en cama y ojalá que esos tremendos hijos de puta sintieran fuerte esa sensación agobiante en el pecho y en al alma.