Es inevitable echar la vista atrás ante una época triste como ante una época dorada. Probablemente, con el transcurrir del tiempo este periodo lo sitúe en el segundo lugar, en especial, por cómo se han ido materializando aquellas eternas metas que uno se propone cuando es un niño o un adolescente.
Me acompañan en estos días recuerdos de sabores perdidos que eran una constante en la época universitaria: cervezas baratas, café negro solo y con hielo, One Million y la perpetua fragancia a nicotina. Junto a estos sabores se encontraban los sinsabores propios de la edad aderezados con la labilidad emocional de todo joven.
En estos días invade mi mente una especie de collage de recuerdos y vivencias. Recuerdo aquellas instrumentales machaconas de 4x4 que me acompañaron durante mi adolescencia y que eran un respaldo para un chico con muchísimas dudas, algunos sueños y otros tantos proyectos. Supongo que como diría Javier Ibarra (Kase.o):
El tiempo a veces amigo del hombre todo lo deja atrás. En la carrera la fatiga es normal, por eso hay que parar a respirar. Mira, al final, es para todos igual.
Lejos de ser esta columna una loa a la juventud perdida o a sus excesos, aunque algo de eso hay, hoy quisiera mirar con nostalgia y con piedad a aquellas tardes de incertidumbre que muchos hemos pasado divagando si finalmente lograremos ser filólogos, docentes, intentos de escritores o padres. En definitiva, estas palabras son en recuerdo de «los jóvenes sin futuro» de los que hablaban algunos y que hoy en día tienen el futuro más que asegurado.
Sea como fuere, finalmente, pudimos. A pesar de la precariedad laboral, de las dudas internas y externas, de los fallos garrafales y de nuestros pequeños aciertos. Hoy puedo mirar a las caras de aquellos amigos adolescentes y al que siempre aparece ante al espejo con orgullo. Como decía Juancho Marqués:
Cumplí los años que pueda o querría, soy la persona que soñé ser un día.
Así es, soy la persona que soñé ser un día, pero con la continua sensación aristotélica de ser más una potencia que un acto, de no acabar de cristalizar en algo aún por definir. Supongo que así es la vida, así ha sido y es mi proceso, un zigzagueo de tomas de decisiones opuestas y encontradas, una lucha dialéctica en el sentido marxista y en el más puro sentido filosófico. En fin, qué lejano quedan esas incertidumbres de una juventud no tan lejana, qué bienvenidas son otras nuevas.
Como versa el título, toca asimilar lo vivido. Pensar en ese innumerable trasiego de bailes llenos de idas y vueltas con Madrid que fue tejiendo las coordenadas de mi vida actual. Es hora de digerir que un día pasas a sentarte frente al resto de la sala en el aula y no entre los pupitres colocados en filas perfectamente alineadas. Toca interiorizar que en casa había un cepillo de dientes, luego dos y que habrá 3 más pronto que tarde. Bendita alegría.
Por último, en un plano gnóstico y dicotómico se podría afirmar con rotundidad que algo en mí ha muerto y algo ha resucitado. En términos más coloquiales, dejémoslo en que hay que asimilar lo vivido y que me he hecho mayor.