Porfirio Encinas, un guía divorciado con pies planos y sobrepeso es un ratón de biblioteca. Tras una visita médica él descubre serios problemas de salud: azúcar en la sangre, colesterol y presión alta. Un aviso preocupante para alguien que recién vislumbra las cuatro décadas. Cuando su doctor recomienda una mayor actividad física, resuelve ingresar a un gimnasio y alimentarse mejor, nada de grasas ni chicharrones. Tras la batalla legal por la custodia de su pequeña, se ha dedicado a guiar iglesias coloniales y templos incas evitando así ausentarse en casa. Por eso, Porfirio, sorprende a todos cuando acepta liderar un grupo de ciclistas en las afueras de la ciudad. El rostro de Urpi se ilumina cuando cae en cuenta que viajará junto a su padre, hecho que nunca ha sucedido. Los turistas la acogen de brazos abiertos dándole una afectuosa bienvenida aun cuando hay alguien que se muestra indiferente. Urpi es tímida y acepta con gratitud los pequeños canguros que le obsequian turistas australianos.
El operador del tour de bicicletas es el vigente campeón en Down Hill y está aguardando con los equipos en un desvío de la carretera. Todo luce impecable, las bicicletas son nuevas y brillantes. Las pastillas para prevenir el mal de altura y la cafeína son diuréticos que tienden a hinchar las vejigas, mientras las mujeres se alegran de ver un baño portátil como un cohete listo a partir, los hombres solo deben alejarse un poco y dar la espalda al miccionar. Después de las instrucciones de rigor, se inicia la travesía.
Porfirio cerraría filas equipado con el botiquín de primeros auxilios y la radio. Se encontraba arrepentido de haber aceptado el grupo y también el haber confesado que aprendió a montar junto con su hija. La camioneta de apoyo los seguiría de cerca y Urpi vendría en ella. Pocos minutos antes de partir una pasajera decide no montar aduciendo un malestar; es entonces cuando Urpi busca a su padre con una mirada mezcla de imploración y desafío. Ella, quien tiene por costumbre montar en las veredas de la ciudad, deberá sortear lodazales en una enorme bicicleta y podría retrasar al grupo. Con la mano en la cintura y un ligero bamboleo, Urpi exige una oportunidad. Porfirio cede a tanta insistencia. Con las indicaciones de subir a la camioneta de apoyo cuando apure el cansancio se fue pedaleando cómicamente para alcanzar al resto. Porfirio se había retrasado y desarma apurado el cohete e ingresa los residuos en el compartimiento del bus, luego monta para dar alcance al grupo. Un pedacito del cielo aparece nublado, otro luce celestial, los turistas aprecian la luz que enciende los Andes. Yuntas de bueyes aran los campos, rebaños mixtos cruzan caminos arcillosos en tanto campesinos de bronceados lacustres sonríen a los ciclistas mostrando dentaduras llenas de imperfecciones. Demarcando el camino, agaves azulados muestran inflorescencias como serpientes retorcidas. No se conoce el tequila en los Andes, cuando hay que celebrar, se bebe chicha del maíz fermentado, cerveza o aguardiente de caña.
El recorrido total consta de ocho ondulantes kilómetros. Trepar para descender y volver a subir es un acto repetitivo. No hay planos naturales en esta parte de los Andes donde hasta las canchas de futbol se inclinan hacia un costado. Urpi pedalea con ahínco y logra alcanzar al grupo, al llegar, los turistas aplauden. Ella se siente orgullosa de su hazaña. En el ascenso más prolongado muestra una tenacidad que sorprende al guía, pero aún no hay rastros de su padre. En la siguiente sección se detiene a auxiliar a una pasajera que sufrió un percance, quien tras golpearse la rodilla desiste de continuar. Urpi espera el vehículo de soporte y luego sigue pedaleando. Porfirio fue sorprendido con la determinación de su niña. Los 3,600 metros de altura comienzan a afectar al grupo y el intenso ritmo decae. Es entonces cuando Urpi, con pulmones agigantados, toma finalmente la delantera. Con el rostro de felicidad espera que llegue su padre para disfrutar su pequeño gran triunfo. Porfirio se retrasa demasiado y debe subir al vehículo cuando sufrió de calambres en las piernas. Se reúne con el grupo luciendo el rostro avergonzado.
La travesía ha abierto el apetito a la hora del picnic, el mismo que degustan contemplando nevados de la cordillera Urubamba. Luego son trasladados al hotel del valle para descansar antes de la siguiente actividad. Porfirio y su hija se retiran a su habitación agotados. Ella luce satisfecha, él continúa arrepentido. Cuando escucha que alguien toca la puerta, se levanta a indagar. Era la pasajera indiferente presentando un reclamo. Mi maleta huele a orines, dijo acercando la maleta para que la pueda oler ¿creo que es orín de gato? Porfirio asiente con cara de extrañeza y se compromete a averiguar qué ha sucedido. Fue en busca del chofer quien confirma su sospecha, en el vaivén de los caminos de herradura, los orines del baño químico se vaciaron sobre la maleta.
¡Usted no vació el contenido del baño antes de subirlo al carro!, le dijo el chofer.
Fue un error ocasionado por andar tan apurado, reconoció Porfirio.
No tuvo otra opción que mandar la maleta a la lavandería en un intento por deshacerse del olor. Luego de una serie de disculpas, ella las acepta con su habitual indiferencia. El viaje continuó con la felicidad de Urpi por haber compartido a su padre con los turistas y, al cabo de unos años, con mucho esfuerzo y dedicación, ella obtuvo el campeonato nacional de Down Hill.