Si quieres ser feliz cree, si quieres encontrar, busca, citó el de Literatura una vez y me pasé buscándole sentido todo el semestre, luego desistí y lo dejé en paz. Pero esa no era la que quería recordar. Una vez, mi padre, antes de largarse para siempre me dejó una nota que al principio no le di mucha bola, pero creo que me persiguió toda la vida. Había entrado a mi cuarto y me encerré toda la tarde, no para lo de siempre, sino que tomé la nota, la leí y en eso me detuve hasta que cayó la noche: si quieres alcanzar las estrellas no busques compañía.
Seguro era una de esas frases fáciles, llenas de lugares comunes que se encuentran en cualquier revista popular de tiraje decente. Pero a los diez, uno es impresionable y todo le parece que carga una profundidad a la que aún no alcanza.
La dejé sobre el único trofeo que había ganado, medía casi lo mismo que yo y se miraba nada más abrir la puerta, de manera que leías sí o sí cada día, aunque fuera la mitad de la frase. Quizá era de esas cosas de las que no te das cuenta, pero se quedan grabadas, sin advertir, y forman parte de tu ser, de tus deformaciones; porque apenas pasar por la banqueta de enfrente de la tienda donde se juntan cada domingo, o ir al comprar un refresco y mirar de cerca y escuchar mientras atendían a otro cómo contaban de un partido que yo desconocía, o desde la ventana —porque yo vivía en la contra de esa esquina— estudiaba ese comportamiento particular que forma grupos de manera, en apariencia, irrelevante. Pero entre los grupos hay algunos que inventan su propio lenguaje sin que ellos mismos se den por enterados, mucho menos lo pacten y algunos ademanes los repiten sin que se sepa de quién es original. Son fáciles de identificar por el uniforme, porque alguno se deja el pantaloncillo corto o las calcetas, pero sin ello sería igual.
Del otro lado existe uno diferente que no lleva la misma camiseta o no apoya al mismo club, pero tienen esos patrones propios en repetición y alguno de ellos va con los otros y quiere pertenecer, pero ahí no se trata de querer e intentar, son cosas que sin decirse se dan entre dos o más que comparten una cerveza, se tiran una pared y celebran un gol luego de que cada uno sabe para dónde se mueve el otro. Pero el moreno que cruza la línea cae bien, aunque no piensa igual porque quizá en vez de devolver la pared se juega solo y encara al gol y los deja pagando, o no reclama el gol que le negaron porque no existe esa cofradía y apenas suelta un «a la otra sí me la tiras, por dios que la meto» y regresa a fumar desde su lado de la tienda.
Porque también hay unos que veo poco o solo veo una vez vagamente y de esos no me gustaría ser, porque no son de un clan ni del otro, ni de fuera; están un rato para no verse mal como cuando la devuelven por compromiso y se sienten terriblemente incómodos y largan rápido, sueltan un par de frases para acompañar y a la otra mejor una bicicleta, al arco y a otra cosa.
Los que veo siempre no son más de tres y nunca pierden por default, sentados sobre las mismas rocas, entre las mismas risas, haciendo lo mismo que no es nada. Pero no puede no ser nada porque se quedan toda la tarde y una parte de la noche y si llueve y si el sol parece de Cuba, pero sin playa o si hace frío; seguro igual que al jugar, sin quejarse, sin faltar. Por ahí cuando Nora ya cierra, avientan un «déjanos las llaves, nosotros cerramos» y todos ríen y quedan un rato más.
Seguro que los días que no estoy, ellos sí y los imagino jodiéndose en broma y todo el ritual.
De esos me gustaría ser. Enterarme preciso de lo que hablan; si del gol que vimos todos de Maretti que la picó tocándola con la cara externa por encima del arquero y ya ni miró cuando entraba porque estaba festejando o del gol de alguno de ellos que seguro tiene menos lustre, pero les gusta más y da para analizarlo a fondo, hasta para la joda.
Me gustaría saber qué les dicen a las chicas que regresan del mercado cargando bolsas de colores llamativos, que los saludan y se quedan un rato corto. No por ellas, solo por saber qué. Darme por enterado por qué uno falta y me imagino ahí y que diría esto...
—Sí, pero míralo al Juan, es cierto que no sabemos si es bueno o un troncazo o si le gusta o solo jugaba en el recreo para no aburrirse y le daba igual quedarse cuidando la marca que ir al frente. Pero dice el Chino, que le reparó el baño, que arregló toda la casa que le dejó la madre y que cuando no viene a comprar no está guardado en casa, conoce las playas más lindas del país y de otros tantos.
—Bueno, bueno, si tomar este sol no está nada mal. Seguro por las noches su novia no deja ni que se le acerque.
—No lo creo. Sí, tiene la novia de toda la vida, pero así de linda ni tú la dejabas y de paso no andamos de una en una, buscando y quedando solo los tres. Ni lapida todos los domingos aquí para deberle a Nora la semana desde ahorita que todavía ni comienza. Dicen que se va de viaje, a todos los espectáculos y la vuelta al mundo y de paso evita esta joda de la policía.
Cruza la calle, espera al perro, los mira como sin importarle mientras se acerca y ellos hacen lo suyo, siguen la plática, dan un trago.
Llueve y no los ve y sigue. Uno se pone una chamarra a la esquina, otro sale de la tienda luego de tirar el líquido. El universo se acomoda de nuevo.
Los gestos, las figuras y vuelven a pensar, a la contra, lo mismo de siempre. Lo del otro lado. Un poco de vanidad, un poco de vergüenza. Las cosas calcadas tan de siempre buscan su grado de cotidianidad porque si no cojean y caen. Evitan las cavilaciones porque no queda tiempo y escapan a la mente que se ausenta en ese momento y deja que todo ruede, igual que el primer balón y la primera falta.
¿Nervios acaso? ¿Cuestionamientos a esta altura? ¿O está todo preparado? Quiere quedar, pero apura irse. Quieren preguntar, pero se quedan en lo efímero. Mejor no y la jugada de siempre, que siempre sale y a cobrar.
Es tan nuevo como tan diferente, pero una copia de lo de siempre.
—¿Qué tal, Juan, todo bien?
—Qué tal, che. Bien.
El saludo de la palma y el puño y es así como creen que se saludan.