Giacomo desciende de sicilianos; un italoamericano de tres décadas, porte atlético y piel bronceada en ambos hemisferios; hombre apasionado, adicto a modas pasajeras y zapatos hechos a mano. Un dandi que atrae miradas en los balnearios de Nueva Jersey. Él conduce uno de los múltiples negocios de su padre: una flota de grúas y taller que asiste en la carretera que une Nueva York con Cape May. Aunque Giacomo anda al tanto de los vínculos mafiosos de su padre, solo se involucra en la mecánica y en coleccionar. A raíz de múltiples disputas —y el uso de armas de fuego—el negocio de las grúas ha sido regulado y dividido en cuadrantes geográficos. En las subastas públicas, o en el algebra de Baldor existe la incógnita del «factor X». Sin distinguir si es Sotheby’s, o postores de tres dígitos, todos quieren entrever los límites de cada coleccionista.
Hijo de una viuda irlandesa, John es un pecoso de la costa este que nace en el seno de una familia dedicada a coleccionar. Su padre putativo lo había iniciado en las subastas y se encanta con la dinámica. Empieza con miniaturas y continua la filatelia, comic books y tarjetas de béisbol. Al terminar el colegio, estudia leyes, pero lo abandona convencido de que no era para él. Desde entonces embarca en el arte de coleccionar material que, adquiere en casas de antigüedades, mercados de pulgas o ferias pueblerinas. Cuando el viejo auto de John sufrió un desperfecto fue llevado al taller y reparado a la mañana siguiente, solo había que remplazar una manguera. Al recibir su factura con un monto excesivo, se exaspera y decide no pagar. Intenta hablar con el mandamás, pero no puede sortear la ventanilla donde una mujer de cabello pintado expresaba vulgaridades. Mientras fumaba un cigarrillo y debatía como proceder, vio llegar la grúa remolcando un vehículo, John abordó al propietario y con la mala leche que cargaba, despotricó contra la empresa instándolo a que busque otro taller. El tiro le salió por la culata; el cliente estaba relacionado con la familia. Mientras John seguía a la espera del dueño —el único con poder —, ya había averiguado la reputación de cobros excesivos. Cuando el boss aparece se negó a hablar con él y manda a sus esbirros a expulsar al irlandés, quien no tuvo otra opción que pagar y marcharse iracundo. El negocio crecía esquilmando a sus víctimas.
La silla de barbero fabricada en la ciudad de Chicago había sido utilizada en los ochenta en el asesinato de un capo de la mafia. John la hereda a la muerte de su padre, y al descubrir la historia detrás decide sacar provecho: un mafioso psicópata fue degollado con una navaja de afeitar en Manhattan. La silla poseía un valor histórico para los coleccionistas de objetos de la mafia. El día de la subasta, John reconoció al empresario inmerso en una comitiva en donde sobresale el Don mafioso. Sospechando que venían por la silla decide jugar sus cartas. Infiltra a Pete, un amigo de la infancia, arruinado por su apego a las apuestas, para que pugne por la silla e inflar su valor. Su valor se duplica de arranque y, prosigue con una vorágine de números. Al sobrepasar los veintiséis mil solo quedan dos postores. Pete, estimulado con shots de vodka, actúa y de reojo recibe la orden de continuar, ese movimiento no pasó desapercibido. Al rebasar los cuarenta mil, Pete percibe la indecisión y concluye la puja. Celebran la suma y el pago de la afrenta. John cae en cuenta que funciona y decide explotarlo pese a estar penado por la ley. Comienza a trabajar en casas de remate, infiltrando gente para elevar los montos.
El Don estaba mortificado; tenía la silla que pensaba exhibir en un museo, pero había pagado una fuerte suma. Al sentir intriga por el contrincante, decidió investigarlo, destapada la conspiración le haría pagar la afrenta. El Don era amante de la historia, con especial fascinación por antiguos imperios, un hombre que aquilataba momentos en familia y gustaba de cocinar; su salsa boloñesa era la favorita de todos. Reunirse con su clan y parentela y dedicar los domingos a su familia lo fortalecía en lo anímico. Los domingos transcurrían entre partidos del fútbol y las «bochas» —un juego de bolas practicado en el imperio romano—, mientras bebían jarras de tintos y vasos de Grappa —producto de la vid y las bayas jugosas.
El Don contaba con un ejército de bookies que realizaban apuestas ilegales, los llamaba «centuriones». Tony era un exludópata que destacó en las mesas de póker. Él fue expulsado del casino en Atlantic City por complotar con un croupier para desfalcar; pero antes sus piernas fueron quebradas. Siguiendo su modelo de negocios, Tony fue reclutado para integrar la red de apuestas y luce una cojera pronunciada. Aunque las apuestas deportivas constituían el grueso del negocio, también apostaban en política, los Premios Nobel, los Oscar, los Grammy o en cualquier tontería que atrajera apostadores. Pete tenía deudas de juego, las que se duplicaron cuando, en un arranque desesperado decidió jugar al todo o nada. La mafia lo tenía agarrado de los testículos y, al no honrar las deudas, le dieron una paliza y un plazo para reponer el dinero. Al culminar lo incriminaron con la silla y reconoció su participación. Cómo los mafiosos rehúyen a la ley y es una vendetta personal, decidieron ir tras John.
El Don era un ávido lector de Mario Puzzo y novelas del crimen organizado, él se describía como un hombre de negocios. Al Capone, nacido en Brooklyn, se volvió rico en Chicago y se convirtió en un jefe de la mafia que explotó el contrabando de alcohol y estableció una red de distribución durante siete de los trece años que duró la ley seca. Fue encarcelado por evasión de impuestos y parte del tiempo fue cumplido en la penitenciaria de Filadelfia. Los muebles usados por él en la estadía fueron rematados. La bolsa de valores es susceptible a rumores; cuando un novedoso producto irrumpe en el mercado, ya sea tecnología, ciencia, o una droga contra el cáncer; las acciones tienden a subir. El Don quería incursionar en Wall Street, pero necesitaba datos confidenciales. Dentro de la información recabada, se percató de la prometedora carrera en un bróker oriental. Le hizo llegar la propuesta de trabajar juntos, pero fue rechazada. Ahora correspondía forzarlo a cooperar. Fue seducido y filmado en adulterio. El hombre de familia, enamorado de su esposa, lucía arrepentido, pero tuvo que colaborar y entregar información incorporándose al staff del Don como centurión.
Mientras nevaba en una fecha cercana a navidad, John recibió la invitación para reunirse en el lugar menos pensado: la compañía de grúas. Después de una acalorada discusión, abrumado por las pruebas, John confesó y aclaró que solo quiso dar a Giacomo una dosis de su propia medicina. Después del interrogatorio, John iba a recibir una proposición de negocios. Ahora, juega en las grandes ligas y su amistad con el Don es conveniente para obtener piezas de colección. El museo de la mafia aún no está listo, pero su primera tarea fue apoderarse de la memorabilia de Al Capone. El Don revisa el incremento de la colección, y lo hace sentado desde la silla del barbero.