Desconozco si en principio se le comenzó a llamar «órsai» cuando se conoció la regla y se llevó a cabo en una cruza entre el intento de emular el primer mundo del offside y sonar muy intelectual hablando de fútbol, mezclado con nuestra revancha de una lengua conquistada y enterrada con la que decimos «haiga» o «mallugar», ¡mamita!, que me quiero morir y escondo la cara.
No te cuento cuando se modificó la regla y debía haber un contrario atrás de la línea de pase además del arquero o algo así que nos hicimos pelotas todos. En aquellos días yo jugaba cinco o siete veces por semana: sin luz, con lluvia, eludiendo autos y la regla máxima era meter más de los que recibías.
Si nosotros no entendíamos, menos los árbitros que no jugaban. Porque como todo, la práctica te da algún conocimiento, que no la ejecución. Por eso cuando escucho un lamento de «uhh, cómo no la metió si para eso le pagan una fortuna», cuando le viene a sobrepique y debe acomodar el cuerpo, dar un paso atrás y recortar el eje con la espalda hacia abajo para no volarla, con la bocha ya encima, además de encajarla donde no alcance el arquero, me doy cuenta de que no entienden nada.
Desde el primer registro los réferis se convertían en cuervos que presagiaban las peores suertes o en curas de verdad célibes y aburridos y entonces cada uno marcaba como le daba la gana o como lograba entender. La única forma de convencerlo de tu visión de la regla era que, algún veterano, ya con viejas glorias perpetradas en esa cancha, se acercara desafiante pero firme, con voz grave y, si me apuras, hasta con algún empujón de pecho y ahí sí que tenías posibilidad.
No es que no estuviéramos acostumbrados a reglas endémicas; si vimos que pegaba en la reja y había que seguir jugando, que solo salía cuando la mandabas atropellada por un carro a la avenida o que el portero no pudiera pasar la bocha de media cancha... pero en un campo de once todo debía ser simple.
Ya cuando la regla era estar adelantado o no, era un sufrimiento. Como no jugábamos con abanderados, el central debía batirse solo y estar en todo. Claro que no tenía tiempo para ver si estabas en posición cuando te la tiraban, eso del momento del pase era pura patraña; si te agarraban sospechosamente adelantado siempre marcaba. Algunas veces arriesgaba cuando no sabía lo que había visto.
Pero he de aclarar, marcara lo que marcara, la mala suerte siempre se presagiaba para ellos. También, quién los mandaba a vestirse con el color de la muerte.
Recuerdo que en una final nos marcaron una falta afuera del área, a una distancia de esas que los exquisitos cobradores se pelean al verla tan cantada. Pero el central que nos había tocado, flaco y esmirriado, con las calcetas desmayadas hacia afuera, era tan malo que ya me había estorbado a mitad de cancha mientras le rebotaban el pase que era para mí porque no sabía colocarse. En una le di un empujón que lo mandé al suelo y me sacó amarilla por más que le explicaba que debía quitarse.
Mientras estaba anotando el número del amonestado y nosotros discutíamos por ver quién la cobraba, uno de esos que pegan, jalan y reclaman todo, lo vio al juez muy metido en sus notas y de espaldas al balón; entonces la rebotó en la pierna de uno nuestro y gritó «¡atentos!, ¡atentos!, ya la jugó». El árbitro compró y nos arrebató la gloria. No te cuento que al término ni pasó por su maleta, salió corriendo, vestido de negro, con una turba que lo perseguía.
En cualquier barrio siempre hay un vivo o un viejo que ya no la da, pero echa unos pasitos adelante luego de una hora que salió tarde y le señala al juez que adelantó las líneas a tiempo y, por esa identificación de viejos, en cofradía con una autoridad que creen tener ambos, uno por viejo y otro por ajeno, siempre la señala.
Una tarde, mi novia se molestó porque quería ir a ver una película, pero me fui a jugar. Salí de su casa treinta minutos antes, ya descontando los diez del reclamo.
En algún minuto me dio tiempo para mirar la tribuna y ver que había llegado.
El partido era un incordio. Llovía, la cancha estaba llena de lodo, los zapatos nos pesaban más que las mochilas de los escolares y lo que más se daba eran patadas. Ya cerca del final me tiraron una larga que había estado estancada en un charco antes de pasar la mitad del campo; de un movimiento la adelanté tres metros donde nadie me alcanzaba y me vi solo, pero la distancia era de dudarse y entonces ya nadie se emocionaba.
A la salida, mi compañera me preguntó por qué no había continuado. Le expliqué la regla varias veces, luego de que pareció comprenderla le expliqué la otra regla, la de los barrios nuestros y la confundí toda. Ya no quería ir a mirar el filme ni saber por qué no metí el gol, pero sí entender lo que pasaba dentro de aquella cancha que, a ella, hasta ese día, le había parecido tan básico y sinsentido que hasta creyó que estaba mintiendo o inventaba cosas para confundirla.
No logré explicarle y cada uno se fue a su casa.