Confieso que me gustaba hacer trampa. Bueno, así como hacer trampa, no. Más bien sacar provecho de situaciones que, dentro del juego no están estipuladas para eso; lejos de un movimiento novedoso, un parado específico que sea mortal a la contra, una dieta para hacerles músculo. No es que aquello no lo haga el equipo, pero eso lo hacen todos; ahora cualquiera sabe cuál es la última estrategia posmodernista recién sacada del celofán para lograr que el equipo gane. Eso quizá funcionaba cuando, si la cosa iba bien, daban por tele veinte partidos internacionales al año y nadie sabía si cebaban el mate al otro lado del mundo, ni quién ganaba el campeonato sino hasta la disputa de la Intercontinental.
Sí sabía que al nueve que nos enfrentaba el domingo, ese que descolocaba todos los parados defensivos, le era imposible resistirse; investigaba dónde comía cada tarde y en un encuentro fortuito le mandaba un par de rubias desde el martes que le prometían la gloria más allá de los récords y las redes. No lo dejaba descansar. Ya para el jueves llegaba tarde al entreno, el viernes no bajaba una pelota ni aunque le fuera a modo. El domingo era poca cosa. Mis especificaciones eran precisas dentro y fuera de la cancha.
Recuerdo cuando el Albión, que era una «máquina imparable» —así le llamaban en los tablones al líder de moda cada determinado tiempo—, tenía un ocho al que no se le escapaba ni el perro de la casa y de él nacía todo el juego. Pero amaba por sobre todo una camioneta que le había heredado su viejo; estaba pegado a ella más que a todos los enganches que le tocaba marcar. El lunes le rompí los frenos, el miércoles el parabrisas, el viernes quedaron ladrillos donde antes había llantas. Bueno, no precisamente yo, que si me agarraban en el momento preciso de la noche seguro salía en todas las tapas de nota roja y deportiva al otro día; más bien uno de esos desquehacerados que encontrás en cada esquina de mi barrio jugando al truco que, por unas monedas, mientras le explicás el modo y el lugar al calor de una birrita salida de mi bolsillo se convence con cada trago no muy difícilmente. El día del partido, luego de pasar la semana entera más preocupado por su vehículo que por la estrategia, el ocho estaba tan cansado de buscar quién le había roto la máquina y revisar que quedara al toque, que hasta un debutante le parecía un avión al que no llegaba nunca.
Pero claro, yo no soy el único estudioso en este juego. Seguro vos no creés en las cábalas porque pasás distraído, pero si mirás señales en repetición que te retrotraen, te volvés loco analizándolas. Podrías jugar una quiniela con los resultados, pero eso nos arruinaría a todos. El mundo tiene un equilibrio y lo genera en pares: el golero y el goleador, el fuera de lugar y el achique de líneas, los pares e impares. Esa perfección de la naturaleza donde basta encontrar la vuelta; es decir, su cábala, comenzar a forzarlo a creer en una que él llamará maldición.
Antes del parón de verano marchábamos invictos; no solo invictos, habíamos ganado cada partido, ninguno se presentó complicado y yo era el técnico que más guríes había debutado en la primera vuelta que cualquiera en los últimos siete años y todos lucían como promesas. Mis dos delanteros centros disputaban el goleo con más de seis de ventaja sobre los demás y mi arquero comenzaba a decir que le alcanzáramos otra pelota o la revista de espectáculos porque en ese desierto se aburría fatalmente.
Pero a la segunda vuelta, uno de los grandes (que a ese momento ni nos miraba los números de la casaca) había contratado al Ñoco. El Ñoco era un gordiflón de bigote tieso como alambre, un viejo cincuentón que su única pasión la encontraba en el paravalanchas alentando al Luján, el club de sus amores. No tenía ni quería hijos ni esposa. En sus grandes años lideraba una banda, primero de quince pelados salidos de su barrio que ganaron presencia a la forma que solo en ese distrito se conoce y hasta cátedra llegó a dar de ello. Luego de unos años era el jefe en esa mafia llamada barra y cobraba por todos lados; ahora lo contrataba de nuevo.
Fue la dictadura más larga que se recuerde en esa curva del Volcán. Tenía oficina en el club y se llenaba de plata cobrando a jugadores y aficionados, recibía su parte de las entradas y todo lo que ya sabemos. Andaba siempre sin remera, con el escudo de su club a tinta en el pecho. Digo lo de catedrático, no porque apenas haya terminado la primaria, sino porque en otros países más o menos educados, según se quiera ver, lo contrataban para enseñar cómo hacer de la pasión un negocio y vivir casi como futbolista, pero desde la popular.
Durante muchas tardes le había confiado al presidente la cantidad innumerable de cábalas que había tenido durante años a aquel que ahora contrataba al Ñoco. En ese entonces formábamos el mismo club de serie C con ambiciones de primera letra.
Compartimos serie C y B. Mientras yo siempre salía con el pie derecho dando dos pasitos cortos, una noche antes fumaba medio Montecristo aunque no se me antojara, ponía dragones en las corbatas, calzones o calcetines, siempre garabateaba en la libreta porque una vez había anotado el número del contrario que pensaba pedir a la directiva como refuerzo al momento en que éste había querido controlar a la salida con la punta y la había largado cuatro metros dejándola muerta para nosotros, de manera que si rayoneaba una hoja, perdían la bocha. Él creía más en el trabajo duro y constante, el suyo y el mío. Quizá por eso al término de la primera vuelta se encargó de identificar y vender a los vagos que le rompían el vestidor y comprar un refuerzo por línea y un barra. Había cubierto todos los frentes. Dentro, tipos desconocidos, pero trabajadores y de buen pie. Fuera, uno con voz que se escucha hasta la otra tribuna y se encarga de que nada funcione mas que lo suyo.
El Ñoco había perdido su puesto tres minutos después de que se supiera del accidente. Un muchacho sin escrúpulos y tres fieras inseparables de dos metros se lo habían ganado, no sin resistencia. El muy hijueputa ni siquiera fue a decírselo al hospital.
Luego de necear por veinte minutos con el sujeto al que le nadaba el cerebro en alcohol, pero seguía siendo el jefe, las fieras habían desistido y le dejaron las llaves a la salida de un club de reputación. El auto, uno de esos que te advierten desde el nombre: Mini, había raspado todo el camellón de la federal para terminar casi incrustado en un poste de metal que ahora se miraba torcido y con lamina despellejándose. El Ñoco, que en ese momento justo estaba por convertirse en el Ñoco, había zafado casi por completo, un brazo le quedó prensado con la puerta y el poste, pero el celular bien sujeto.
Un tiempo en el hospital, un tiempo en terapia, una estancia refugiado en el antiguo barrio, otro tanto en el psicólogo (aunque no lo aceptaba) lo alejaron de la cancha. Apenas lograba quedarse unos minutos cuando se jugaba el futsal de su barrio.
No lo habían contratado para dirigir la barra, quizá su edad confirmaba la proeza como imposible. Tampoco tenía miles de subalternos para apoyarlo hasta la muerte, ni siquiera los quince del comienzo. Se acercó a los viejos conocidos para iniciar el encargo. Unos retirados antes que él, otros con hijos; algunos en la cárcel, unos más, muertos.
Apenas juntó un pequeño grupo de chicos que ni novia tenían y eran felices con la camiseta, un refresco y la entrada de cada domingo.
Él tenía un marcaje personal. Debía seguirme a todos lados y no parar de fastidiarme detrás de la banca disfrazado con el escudo de nuestro club.
A mí las puteadas y los insultos me tenían tranquilo, si había escuchado de todo en un estadio repleto, seis locos me tenían muerto de risa y envalentonado por mi aplastante racha.
Pero al primer partido me dijo: «eh, pelotudo, andá a cagar que hoy perdés 2-0». ¡Y perdí 2-0! Eso me dejó frío toda la semana. Al partido siguiente la misma retahíla, pero con resultado de un gol, y un error de Caldara a la salida hizo que nos fuéramos vacíos. Me dejó helado y él se divertía.
No volví a ganar en toda la segunda vuelta. Apenas saqué puntos de empates porque él era magnánimo y me concedía unos puntos con la sentencia de un empate aburrido. «Hoy te concedo eso, loco», decía, con el viento y la saliva que salía del espacio donde faltaba un diente.
Recurrí a mis viejos usos y unos nuevos. Indagué con todas las ratas de apuestas y los grandes capos si alguien apostaba a cada marcador. Eran pocos y no a todos. Me sentía con el sapo enterrado debajo de la yerba que deparaba doce años de mala suerte. Intenté de todo, pero hasta el condenado al descenso me pegaba un baile y no de esos lindos que disfrutás por lo menos, sino de esos con sorna y caños inservibles en media cancha. Lleno de tacos inútiles. El vestidor era un lavadero de recriminaciones cada domingo luego de algunos juegos.
La semana del partido contra quien tenía en la nómina al Ñoco, no dormí; cargaba ojeras terribles, pero no sueño. Eso es imposible de manera natural, pero una angustia de ese tamaño y un par de pastillas de colores me dejaban de nuevo con la mente pensando mil formas de encontrarle el desarme.
Para aquellos días ya los estadios no tenían rejas en la idealización progresista y, en la cancha nuestra, tan pequeña y sin pista, las tribunas están tan pegadas que se escuchan las instrucciones hasta la platea alta.
A la mañana, una espera como de hospital de gobierno, un trago fuerte y las dos pastillas que ahora eran cinco.
Entré a la cancha, levanté los brazos y animé a los nuestros, putee al cielo, maldije al Albión y me acerque mientras tocaba el dragón rojo en mi bolsillo. No tuve tiempo de saber si ya había comenzado, lo saludé mientras alternaba la mirada entre sus ojos y ese chorizo mal amarrado y deforme que llevaba por mitad de brazo. Así varias veces y le dije: «Qué tal Ñoco, cómo le va», le miré de manera afanosa el muñón y le extendí la mano en ese flanco con el que no podía responder.
Lo desarmé bárbaro.