(Esta historia fue escrita por una amiga aficionada a la literatura — juntos vivimos un romance corto —; fue mi regalo de cumpleaños.)

La primera vez que lo vi, yo estaba en la cama con otro hombre —una procaz descripción sin remedio y sin pudor. En aquellos días, me hospedaba en casa de Rocco, excéntrico extranjero que actuó de jefe en un trabajo estival. Se rumoreaba que los implementos deportivos, desparramados entre la agencia y su casa, eran de dudosa procedencia; no tenía idea de tal reputación cuando acepté trabajar en la venta de excursiones.

Andaba feliz de la vida. Pucón era lo más cercano al paraíso; un lugar bastante esnob donde la alta sociedad chilena se divierte en verano. Disfrutaba la idílica naturaleza, con ese volcán imponente que nos observa desde cualquier rincón. Fue allí donde conocí a un grupo de guías: gente loca, de espíritu libre, que van como gitanos por el mundo en búsqueda de aguas blancas para desafiar.

Venía de una aburrida rutina donde nada sucedía. Conocerlos cambió mi perspectiva ante la vida: hacían lo que el corazón les dictaba; la racionalidad no existía y «vivir el momento» era su lema.

Apenas me instalé en la agencia de Rocco, me sentí cortejada. Una oficina muy activa, con guías curiosos al ver una cara desconocida —situación que me ponía de buen humor—. Se dice que los veranos atolondran la existencia.

Entre los guías, Sebastián, el solitario e individualista español, fue quien captó mi atención. Mientras atendía a un cliente, se acercó por detrás y me susurró algo al oído. La verdad, mi primera intención fue darle una cachetada; ¡además de desfachatado, me interrumpe durante el trabajo!, pero dejé escapar una carcajada. Se inicia un romance de verano.

Una noche, cuando trataba de dormir —algo difícil por los ronquidos del fotógrafo que vivía en casa—, alguien se presentó al pie de la cama. Sebastián lo saludó y se pusieron a conversar. Por su acento y discurso técnico supuse que era un guía peruano. Yo, aún medio atontada, vi a un hombre de más de treinta —maduro para mi gusto, a los veinticuatro—, quien, sin ser guapo, poseía algo interesante: piel bronceada, con arruguitas sexis alrededor de los ojos; pero lo que más me atrajo fue la paz que irradiaba. Todo esto lo imaginé durante los pocos minutos que duró su conversación.

Ese verano nos cruzamos por ahí, un saludo de dos frases y cada uno por su lado. Pasaron dos temporadas más para que él y yo volviéramos a encontrarnos frente a frente.

Me encontraba acampando con mi hermana y una prima en un lugar muy cerca del lago y, como ellas andaban con sus enamorados, no dudaron en largarse y dejarme a mi suerte en una carpa1 barata; me dirigí a la orilla, para tenderme al sol matutino con el clásico hindú Kama Sutra, colmado de contorsionistas eróticos. En realidad, fue lo único que encontré; lo había dejado mi prima, la más chica, que adoraba ese tipo de lecturas, prohibidas para su edad. Giré la cabeza ciento ochenta grados, como una lechuza, cuando vi de golpe la larga silueta de Manolito. Fue una aparición: alto, moreno, con su eterna gorra de guía. «Ojalá me vea», deseé, estirando el cuello. Creo que funcionó, pues venía derechito hacia mí con paso lento. Me saludó con afecto, como amigos de toda la vida y quiso saber qué leía. No supe qué responder, pero terminé asumiendo la responsabilidad y, resignada a una mala impresión, le mostré dibujos de las artes amatorias. Se hizo el desentendido, y me dijo que varios guías entrenaban para el campeonato y que la etapa final se realizaría en la desembocadura del lago.

Uno de sus colegas se acercó para saludarnos y desapareció; esa tarde se quedó conmigo conversando. Luego nadamos en el lago. Hacía tanto que no pasaba un día tan especial. Nos despedimos tras dibujarme un croquis con la ubicación de su vivienda. Así programamos, sin darnos cuenta, nuestra primera cita.

Me costó llegar a un barrio a oscuras. Con todas las luces encendidas, esperaba mi aparición bajo el ventanal. Me emocionó ese pequeño gesto. Ofreció unas bebidas y luego lo acompañe a su agencia; debía programar el trabajo del día siguiente.

En el pueblo, nos detuvimos en un popular restaurante. En medio de una amena plática, mirándonos a los ojos, nadie nos atendió y concluí que estábamos tan maravillados contándonos nuestras vidas que nos volvimos invisibles. Cambiamos de local y continuamos la conversación.

Él hablaba de su vida como guía en el Cusco. Por mi parte, le contaba sobre mi experiencia como guía en el desierto de Atacama, un lugar maravilloso al que planeaba regresar. En un momento dado, sentí su mano cerca de mi pelo y luego en la mejilla. Suavemente, se acercó y me besó. En ese instante, todo se volvió irreal; estaba con quien había fantaseado mucho tiempo.

Después de besarnos, fuimos por una calle oscura que se iluminó de repente con la erupción del volcán Villarrica. Cuando llegamos a su habitación, nos quitamos la ropa e hicimos el amor.

Abrazados, ofreció alojarme durante mi estadía en Pucón; dudé, pero acepté la espléndida propuesta. A la mañana siguiente, super despeinada, y aún en la cama, fuimos sorprendidos por uno de sus compañeros, un peruano mordaz que lo llamó afuera para preguntarle: «¿Y esa perra, de dónde la sacaste?». Nadie me había visto; pude haber sido confundida con cualquier otra mujer. Él se dio cuenta de que había escuchado el cruel comentario y me dijo dulcemente: «Lo dice porque no te conoce».

Cuando nos sentamos a desayunar, el zafio, que se llamaba Willy, sin dejar de mirarme preguntó mi nombre, y le respondí: «Laika». La risa brotó de manera natural. Me encantaba esa complicidad que se estaba creando entre nosotros.

Transcurrieron un par de semanas maravillosas; conocí a un grupo de gente estupenda, en donde sobresalía Fico, un gurú del río y propietario de la agencia de rafting Pura Vida. La casa era una eterna fiesta, llena de buena onda.

Yo trataba de no estar encima de Manolito; conocía la importancia del espacio vital. Él no es muy afectuoso. En realidad nunca lo fue, pero me daba lo mismo; lo importante era tenerlo cerca y contagiarme de su paz interior. Debo reconocer que me hubiese gustado estar siempre con él, en la casa, en la calle o en el río; ¡siempre!

Es inevitable: soy una persona ansiosa; sin embargo, a través de los años he aprendido a convivir con ella. Cuando iniciaba una relación, la ansiedad saltaba, y no porque estuviera locamente enamorada, con el vestido de novia en la cartera, no; la ansiedad llegaba cuando tomaba conciencia de la brevedad de la existencia mientras vivía momentos maravillosos. La velocidad con la que trascurrían los días me horrorizaba, sentía la necesidad de aprovecharlos y eso me daba aires de psicópata; cosa que no vio con buenos ojos y se asustó.

La mañana que nos despedimos, él se preparaba para ir a remar. Se acercó suavemente, me besó y dejó en mis manos un plano del Cusco: «Para que me vayas a visitar». Por un tiempo, acariciando el plano, soñé con ese viaje; sin embargo, antes de que se borraran las letras, alcancé a memorizar los rincones de esa mágica ciudad.

Mi vida retomó su curso. Empecé a trabajar en un hotel de lujo en el desierto; disfrutaba su vida social y paisajes inigualables. Sin embargo, la palabra Cusco resonaba en mi cabeza. No iba a estar en paz sin visitarlo: esperé mis vacaciones y una noche llegué a aquella misteriosa ciudad iluminada; traté de contactarlo, pero, como era de suponer, se encontraba de excursión. Eso me dio tiempo para recorrer el centro histórico.

La noche de mi llamada, preguntó primero: «¿Dónde estás?». No sentí que hubiera alguna emoción del otro lado de la línea, pero, en fin, él es así: un guía de aventura, capaz de manejar las emociones.

Nos encontramos en la agencia donde trabajaba. Me esperaba —como en nuestra primera cita. Tras algunas copas, sentí la mano juguetona acariciando mi mejilla, me encantaba verlo así, alegre y comunicativo —faceta que no se le veía a menudo. Acto seguido, me invitó, sonriente, a revivir viejos tiempos en su habitación; idea que me pareció fantástica dados los kilómetros recorridos por estar allí. En un momento, lo interrumpí para preguntarle si estaba sorprendido de mi visita; necesitaba saberlo: «No, yo sabía que te tendría por acá».

No quisiera alargar; no es mi intención contar una historia de amor, pues fue muy breve. Después de años, he llegado a la conclusión de que lo importante fue conocernos: dos personas de lugares distantes, con vidas y personalidades distintas que se llegaron a entender.

No olvidaré el día cuando Manolito tuvo que irse a trabajar y, al despertar, encontré varios libros, uno de ellos era Sense & Sensibility,2 libro que he amado siempre. Esa era su manera de demostrar afecto; no de forma física, sino espiritual.

Un cliente del hotel donde trabajé, propietario de una línea aérea, me ofreció un puesto en la nueva sede; podría haberme quedado en Cusquito con trabajo, pero algo me decía que era hora de largarme: ya veía en sus ojos las ganas de vivir otros capítulos y seguir gozando de su libertad. No tenía intención de hacerme odiar por él. Lo quería demasiado para perderlo por completo. Di la última mirada a una ciudad fantástica, de colinas y tejados rojos, para dejarla estampada en mi corazón. Lamentablemente, nunca más he regresado, aunque, espero hacerlo antes de partir de este mundo.

De vuelta en Chile, fui a visitar a mi madre. Me suplicó la acompañara a hacer unos votos a Santa Teresita de Los Andes; acepté de mala gana, pues estaba cansada del largo viaje. Cuando llegamos, sentí la fuerte energía que emanaba de los devotos. Vi a los peregrinos y a mi madre dejar unos mensajes; golpeándome con el codo, me dijo: «Escribe». Me pilló de sorpresa, y apunté: «Nunca perder contacto con Manolito». El secreto quedó entre Santa Teresita y yo.

Pasaron muchos años y a él, pese a mi petición, le perdí el rastro. Supe por sus amigos que estaba en los Estados Unidos y que había vivido de cerca los atentados del 11 de septiembre. Dejé de insistir y perdí las esperanzas. Hasta que un día, a través de la banalidad del Facebook, recibí un mensaje suyo. Estaba bien, se había casado con una gringa, contaba con una hermosa niña, pero su esposa luchaba contra una terrible enfermedad. Quedé impactada. No encontré palabras para consolarlo.

Desde ese momento, sentí haberlo recuperado, esta vez, como amigo y confidente; logré que abandonase su personalidad introvertida para recibir consejos sobre una hija adolescente. No debe ser fácil para un padre tener que hacer de madre, pero él, con paciencia y dedicación, logra realizarlo. Por otra parte, nos divertimos tantísimo cuando me confió su biografía para que opinara y «metiera mano» antes de su publicación; cosa que me llena de orgullo.

En fin, dondequiera que yo esté, siento que cuento con sus consejos. Él es uno de esos seres raros que hacen que, con su sensibilidad, todo adquiera sentido, incluso, lo que no veíamos: pequeños detalles, la naturaleza, un libro. Es de esas personas generosas y auténticas que dejan marcas y que, aun al alejarse, permanecen en nuestros recuerdos. Al final, Santa Teresita hizo su pequeño milagro.

Claudia F.

Notas

1 Del quechua karpa, toldo, tienda de campaña.
2 Novela de la escritora británica, Jane Austen, publicada en 1811.

(Capítulo del libro: «La página en la puerta».)