No voy a entrar en los intrincados laberintos técnicos del término «pragmatismo», solo téngase presente, como antecedente, que este vocablo posee una larga andadura, que en el mundo moderno inicia en dos artículos escritos por Charles Sanders Peirce (1839-1914), publicados en 1877 y 1878 respectivamente. Tanto en el pensamiento griego clásico, como en la Edad Media y en el ideario cultural moderno, especialmente inglés y estadounidense, existen preámbulos al pragmatismo filosófico, sobre todo en aquellas tendencias que confieren un lugar relevante a la experiencia como fuente de conocimiento y a la prueba experimental como instancia para demostrar la validez de las ideas. Al pragmatismo le interesan, de modo primario, los hechos y no los discursos sobre los hechos; la experiencia humana, según este enfoque, es más importante que la más genial de las ideas, porque cualquier teoría, para ser confiable, debe probar sus contenidos contrastándolos con hechos y datos. Nada puede ser creído si la evidencia experimental es insuficiente o inválida.
Arthur O. Lovejoy menciona trece formas de pragmatismo, Jaime Nubiola en Pragmatismo y relativismo: Una defensa del pluralismo informa que: «El corpus electrónico de la Real Academia Española… contiene actualmente 239 referencias…» al término «pragmatismo». El concepto, como se aprecia, posee historia en el ámbito especializado, y cuando se aplica a distintos sectores de la experiencia humana, conviene aclarar el significado que puede dársele.
Lo que el pragmatismo no es
La capacidad de adaptación a las cambiantes circunstancias sociales y económicas es uno de los rasgos sobresalientes del pragmatismo en el ámbito político. Tal capacidad adaptativa, necesaria e inevitable, no equivale al cinismo, la incoherencia y la mentira como estrategias para manipular a la población y tomar posiciones en la estructura del poder, sea político, económico, social, cultural, religioso. Adaptarse a las circunstancias no es mentir. Tampoco es pragmática la cultura del trepador —aquel que se arrastra a la sombra de cualquier autoridad con tal de alcanzar sus objetivos—, ni pertenece al pragmatismo la costumbre de utilizar al sector público para rentabilizar y potenciar intereses sectoriales. No son pragmáticos quienes en sus retóricas dicen ser solidarios e inclusivos, pero en las instituciones que dirigen promueven la exclusión social y la ineficiencia. No es pragmática la empresa que en aras de elevar su tasa de rentabilidad diseña políticas económicas que empobrecen a la población. Tampoco es pragmático un estado hipertrofiado, inerte, que encadena las capacidades emprendedoras de la ciudadanía en la prisión de una burocracia inmóvil, temerosa al cambio organizacional y resistente a cualquier intento de innovación. No, nada de esto, a pesar de ser abundante, casi abrumador, es pragmatismo en el sentido que sugiero en este comentario, o en el sentido filosófico del vocablo, que expliqué al inicio.
Conocimientos, experiencias, valores
¿Cómo evitar confundir el pragmatismo con los remedos que en realidad expresan mezquindades, oportunismos, vanidades, disfraces ideológicos, egoísmos, narcisismos y egolatrías, todo camuflado en palabras como solidaridad, eficacia, eficiencia o amor al prójimo? No veo otra posibilidad más que insistir en la urgencia de fundamentar la acción humana en tres componentes: experiencias, conocimientos y valores. Sin estas variables el pragmatismo se convierte en una simple adaptación, no a las cambiantes circunstancias, sino a las camaleónicas intenciones de quienes tienen o creen tener algún tipo de poder. No es fácil establecer una combinación de conocimientos, experiencias y valores que conduzca a decisiones acertadas, sin embargo, esta es la obligación histórica del pragmatismo de ideales, como prefiero llamarlo para distinguirlo de los abundantes disfraces pseudopragmatistas, sea a nivel de la economía, el Estado, el gobierno o cualquier tipo de organización. Diseñar y ejecutar decisiones sobre la base de conocimientos validados por la experiencia y enmarcados en valores, en esto consiste el pragmatismo de ideales. Afirmar que lo anterior es imposible equivale a una capitulación espiritual; esforzarse por realizarlo día a día, en cambio, evidencia que el pragmatismo es un elemento clave de educación social.
¿Cómo es el liderazgo pragmático?
El liderazgo pragmático no renuncia a la verdad ni a la moralidad de la acción. Afirma que hay diversas maneras de pensar y actuar, y que estas pueden enriquecerse mutuamente («Todo lo sabemos entre todos», escribe Pedro Salinas), pero también sostiene que entre esos distintos abordajes hay maneras mejores y peores (por su fundamentación racional, valores y contraste con los hechos), y que mediante el diálogo racional en un pluralismo fuerte y cooperante las personas son capaces de concluir si un parecer y comportamiento es mejor que otro. El ser humano es un indigente con hambre de verdad, la verdad es su inspiración más poderosa y esta puede ser determinada con solvencia axiológica, emocional y cognitiva. Lo contrario es indefinición, inercia o simple salvajismo y oportunismo de la más baja ralea, y eso no es pragmatismo, sino brutalidad, irracionalidad e indignidad.
Elegir lo mejor siempre es posible
Cuando las personas fundamentan su opinión y su acción en conocimientos verificados, valores y experiencias, es factible elegir lo mejor y arribar a decisiones compartidas. Desde esta perspectiva, la discusión acerca de si una decisión es correcta o incorrecta, es por completo inútil, lo importante no es el calificativo ideológico de la decisión, sino la capacidad de esta para resolver problemas concretos. Pragmático, entonces, es aquel que cultiva la destreza de identificar problemas, evaluar las alternativas para abordarlos y elegir, entre ellas, la mejor, todo conforme a las experiencias y conocimientos socialmente disponibles. Es este pragmatismo el que da credibilidad a la acción, y no la libérrima y arbitraria voluntad e intención de alguien, de ahí que cause tanto daño la ausencia de conocimientos y la indiferencia axiológica en quienes toman decisiones. Si no hay experticia cognoscitiva y los valores están nublados por la ambición y las cambiantes intenciones, el resultado no puede ser otro más que el fracaso y la vergüenza. Lo que la sociedad requiere no son demagogias ni prácticas deformadas por ignorancias disfrazadas de ideas «brillantes» y ridículas, sino decisiones bien fundamentadas y capacidad para gestionar su ejecución. ¿Qué decisiones tomar? ¿Cómo ejecutarlas? Estas son las preguntas imbricadas en toda acción, y las mejores respuestas solo nacen cuando la acción se basa en conocimientos, experiencias y valores.