En la ciudad de Nueva York las estaciones equinocciales poseen las suaves y agradables temperaturas de los climas benignos. Los solsticios son otra realidad, una más despiadada, que viaja hasta las antípodas como una revancha a su geografía. En el continuo oscilar, el neoyorquino se adapta.

En una fría mañana de finales de octubre, la transformación es visible ante los ojos de naturalistas o, incluso, de los indiferentes. Los cambios son bruscos, la luz se va acortando y ya pronto se retrocederán los relojes. Los árboles que proveen sombra, oxígeno y naturaleza urbana perdieron la radiación solar y muestran sus hojas de colores intensos en una fugaz transición que, tras desprenderse cubren de biomasa toda la ciudad.

El pronóstico de una tormenta me permite precaver, me vestiré acorde al tiempo. Esta mañana, bajo una cornisa artísticamente decorada, que distinguí en la pausa sin prisa de un refugio temporal, miraba enfilar las hojas cual diminutas canoas, mientras con mentalidad de canotero, buscaba la línea de navegación hacia el alcantarillado.

En la búsqueda de una actividad que me diera flexibilidad para dedicarme a escribir, encontré un trabajo fácil y agradable. Ya no sería guiar turistas por las montañas, o por los ríos en los Andes del Sur, actividad desempeñada durante muchos años, sino pasear perros por los barrios de Brooklyn, y sus veredas reforzadas con hierro fundido. En algunos barrios de la ciudad de Nueva York, sorprende observar la cantidad de objetos desechados por falta de espacio. La máquina de remo que utilizo para ejercitarme fue un regalo de esas calles cuando perdí la vergüenza de recoger objetos. Me siento a gusto en el trajín. Pasear perros es placentero, al aire libre; conectas a la frenética actividad de los distintos barrios étnicos, mientras los cuadrúpedos mueven su cola mostrando su satisfacción. Las razas que he paseado son innumerables, algunos canes me jalan apurados, a otros, los tuve que empujar.

Mi hija Sofía, en su inmadurez, me suplicó que no se enteraran los padres de sus amigas que es así como me gano la vida en NYC. Eso me molestó, pero lo entendí, las niñas a cierta edad pueden ser muy crueles. En mi particular modo de ver las cosas, los quince kilómetros diarios que recorro en promedio conservan mi buen estado físico y es un trabajo relajado y divertido.

Entre la clientela tengo un can tuerto y rescatado, las circunstancias de cómo perdió el ojo son un misterio, aunque eso no me inhibía de usar licencia poética para impresionar a los niños que preguntaban qué le había sucedido. «Se batió con dos que le duplicaban en tamaño». Su nombre me recuerda al vals criollo El Pirata: «Yo no quiero una tumba ni una cruz ni corona». Es un perro criollo que no aprendió a ladrar y permanece inmutable cuando sus pares ladran; un bello ejemplar, grande y fuerte, con la elegancia de un puma en selva de cemento, y la docilidad de un lindo gatito. Se convirtió en mi favorito y lo llamé el «Jack de un solo ojo», por la forma en que mira con el ojo bueno, el parche negro y el rostro ladeado que me recuerda un signo de interrogación.

Me gustan las mujeres de sonrisa franca, la cerveza fría sin espuma y —aunque busco abstenerme— las apuestas de riesgo. Extraño la adrenalina corriendo por mis venas, y no pude evitar involucrarme en los juegos de azar cuando fui a una timba para incrementar mis limitados ingresos. ¡Craso error! De noche en el garito, en la redondez de la mesa y con la energía de un sinfín de jugadores, sufrí una mala racha que se alargó más de la cuenta. Aparentando despreocupación iba a jugar la última mano del Texas Hold’em (un juego de póker con dos cartas en mano y cinco en mesa). Si te detienes a observar, advertirás rostros tensos que intentan disimular los latidos acelerados. Muchas horas pisando las calles de Brooklyn, junto a un Pirata que entendía a la gente y a la ciudad, estaban a punto de esfumarse. Empecé de buena forma, recibí el as y el rey de corazones, y, en la apertura, aparece el diez y la reina del mismo color. Solo me faltaba una carta para obtener el «Royal Flush».

Me la jugué toda, no contaba con otra opción, deducía que mis chances eran exiguas; solo el Jack tuerto podía salvar la noche o enfrentaría dificultades. En la ronda siguiente apareció un número que no sumaba. Con el metabolismo acelerado, la boca seca y la adrenalina fuera de control, aposté mis últimas fichas para descubrir lo que la suerte me había preparado. La suerte, ese factor invisible del que todos podemos disponer algunas veces, no es una presencia continua en el juego. ¡Y se encendió la noche para brillar sin límite! La luz llegó para iluminar el camino junto al Jack, quien le hizo el guiño a una suerte esquiva; nadie pudo contra la mejor jugada de esa y muchas noches. Como dije: me gustan las apuestas, la cerveza y las mujeres —esta vez lo pude ordenar, aunque solo sea alfabéticamente.

Nota

One-eyed Jack es la sota de un solo ojo, en inglés. Las barajas de juego tienen las figuras de las jotas de corazones y de espadas de perfil, mostrando un solo ojo.