Todo es rojizo, de un rojo brillante, intenso. Nunca hubiese creído posible que pudiese ser así. La oscuridad, quiero decir, siempre me la imaginé negra, incluso blanco. Pero nunca tan… Roja. Colorida. Luminosa. No hay ausencia en este rojo, que todo lo llena y es espeso y ligero y claro y oscuro. La quietud y el silencio sí que son tal y como siempre me contaron que iba a ser, aunque no sé si lo describiría como «paz». Es curioso porque en este rojo tan rojo que parece escaldar siento frío. No, frío no es. Es más bien… ¿Cómo decirlo? Una humedad que penetra hasta la médula del hueso impregnándote entera, pero que cuando sale, se lo lleva todo consigo.
En este rojo tan rojo y espeso y ligero y claro y oscuro no me duele nada. Es como si hubiese perdido toda corporeidad y aquí solo me reinase un placido vacío. Una nada absoluta, placentera en la que me siento extrañamente viva y conectada con un todo. Sí, eso es, este rojo tan rojo y espeso y ligero y claro y oscuro es una conexión a un ente comunitario. Es una pérdida del yo.
El rojo tan rojo que todo lo rodea ha comenzado a sacudirse. Son como unos latidos débiles, pausados que me duelen como mil agujas clavándose en las pestañas. Quiero aferrarme a su incorporeidad espesa, pero se disipa y unas centellas blanquecinas como heridas abiertas en la carne se abren paso. ¡Dios mío! ¿Qué es ese espantoso sonido que taladra el espacio? ¡Que alguien lo pare, me hace daño! ¡Lo suplico!
Tengo todo el cuerpo magullado o al menos así lo siento. Las piernas… Las piernas me duelen horriblemente, como si alguien me las hubiera arrancado y estuviese, por puro entrenamiento, retorciéndomelas. Un sollozo impertinente suena cerca de mi oído, casi susurrante en un lamento, quiero que cese. Que se calle. Sin embargo, su insistencia acaba por resultarme reconfortante y familiar y quiero que se quede a mi lado. Me gustaría cogerle de la mano, acariciársela y decirle palabras de consuelo.
Un silencio espectral pervierte todo a mi alrededor. Es áspero, seco. Negro, todo lo que me rodea es negro. Intento estirar mis entumecidos miembros, pero apenas hay espacio. ¿Dónde estoy? Sé que no estoy sola. Inspiró y espiro, el ambiente está tan cargado que me repugna. Golpeo con puños y pies la superficie que me rodea, y los golpes resuenan lejanos y opacos. Un eco los repite, débil pero rítmicamente. Me quedo inmóvil, paralizada por el terror. Intento recordar una canción que mi madre suele cantarme para irme a dormir. El golpeteo vuelve a escucharse, esperando una réplica. Cada vez más intenso, más cerca. Estoy petrificada de miedo. Todo a mi alrededor ha comenzado a zarandearse violentamente y me magullo en la cabeza, los hombros, las piernas. Todo da vueltas, un agrio olor a vomito me impregna las fosas nasales, y todo se vuelve húmedo y pegajoso.