Transcurría el último día de febrero en un año bisiesto, se inicia una nueva semana y en la ciudad de Cusco continuaban las lluvias. A través de la ventanilla lograba distinguir figuras geométricas en las pequeñas parcelas, por ahí un rectángulo, más allá un hexágono; también vislumbré disimiles matices en los cultivos, en la parte alta se siembran tubérculos, habas y trigo, abajo, en el valle, el maíz reina saludable. Cuando el avión descendía, seguía refunfuñando por verme forzado a dejar la ropa de baño y acortar las vacaciones. Los guías de turismo debíamos retomar lecciones de primeros auxilios. La lluvia se había desatado una vez más. Llegué retrasado por el intenso tráfico, el parque automotor se encuentra desbordado; con suerte, las clases también andaban con retraso. En el pasadizo me reencuentro con colegas enfrascados en animadas conversaciones: los afortunados alardeaban del viaje al extranjero o describían la playa donde se recogieron a descansar, los que no dejaron la ciudad optaban por el silencio. El selecto grupo labora en una compañía internacional, y son forzados a capacitarse antes de cada temporada. Vienen de distintos gremios, un grupo variopinto de novatos y gente de experiencia: historiadores, naturalistas, arqueólogos y guías de montaña. Todos aquilatan la importancia de aprender sobre emergencias médicas y se hallan deseosos de aprender.
El primer día de clase nos entregan el programa a seguir: tres días de charlas teóricas y dos de prácticas. Aunque algunos doctores ofrecen interesantes charlas, otros no logran captar la atención con sus aburridas peroratas. Los primeros días trascurrieron en medio de monótonas clases, como no hay obligación de aprobar el curso, nadie se esfuerza al máximo. Nos encontramos a escasos días de retomar los viajes de aventuras y la temporada se presenta muy atractiva. Machu Picchu, la joya de la corona, fue elegida una de las siete nuevas maravillas y muchos extranjeros se habían propuesto visitar el Perú.
El día de prácticas fue el que más entusiasmo despertó, tras la presentación de los exponentes, algunos alumnos iban a descubrir a un rostro conocido. El doctor Chantada cuenta con talento para capturar la atención de los estudiantes, les habla en su léxico, sin usar latín o trabalenguas que nadie entiende. En caso de accidente deben asumir y hacerse cargo, la ley del buen samaritano los protege, remarcaba Chantada a la audiencia. Este médico de profesión también acompaña a diversos grupos de turistas y tras atravesar los andes a caballo, o andar a pie diversos caminos incas, se había ganado el sobrenombre «El Mago» por las acertadas decisiones que salvaron la vida a más de un turista.
Él es un galeno especializado en emergencias que, al haber tenido la oportunidad de trabajar en salas de urgencias, logra la excelencia. Con alma de profesor, comparte sus secretos mientras induce a sus estudiantes a practicar y dejar la teoría de lado. Interesante innovación y punto de vista, usualmente se dictaban clases teóricas y, ante una emergencia debías evacuar o buscar un doctor. Entre accidentes geográficos, cañones o bosques tropicales debes prepararte para enfrentar todo tipo de accidentes. Conocer de primeros auxilios no es suficiente, se debe conservar la calma, contar con un botiquín completo y suministrar la droga idónea.
Ese día debíamos practicar las costuras. Para tal fin, en vez de dummies, nos suministraron patas de chancho. «Patitas con Maní» es un plato muy popular en el Cusco. La piel cuenta con la contextura para aprender sobre costuras. Los alumnos aprendíamos suturas, aunque se necesita mucha practica para dominar la técnica. Mientras intentamos nuestras mejores puntadas en las alturas del Cusco, esta no califica la categoría de alta costura. La mañana transcurrió en un salón donde las olorosas patas de chancho terminaron atravesadas por hilos, luego al finalizar la clase, alguien las recogió para cocerlas en un fogón.
Al día siguiente, llegó la hora de aprender sobre inyectables. El doctor refrescó la teoría antes de ir a la práctica. Mientras él dibuja en la pizarra estupendas nalgas, estas son subdivididas en cuadrantes que nos indican donde hincar. Yo sabía colocar inyectables, había sido instruido con anterioridad, pero siempre es bueno refrescar los conocimientos. Nos llegó el momento de practicar y fuimos dividimos al azar en grupos de dos. Íbamos dispuestos a inyectarnos suero. Algunos estudiantes pensativos, se preguntaban si estaban jugando con fuego al sentir la creciente ansiedad de jugar con las agujas.
Andaba distraído y no había prestado atención al nerviosismo que mi compañero intentaba disimular, lo dejé inyectar primero. Le di algunas instrucciones y también aporté detalles adicionales que debía considerar como evitar burbujas de aire en la jeringa. Me baje el pantalón y con entereza espere sentir el pinchazo que demoraba demasiado. Los nervios le estaban jugando una mala pasada y con manos temblorosas no pudo evitar pincharse el mismo. Tras contaminar la aguja, yerra sin criterio y procede a colocarme la inyección. Sentí un pinchazo y un espasmo de dolor cuando se apuró en vaciar todo el contenido.
Cuando volteé me di cuenta de que su mano estaba sangrando, y una súbita angustia me dominó por completo. Le pregunté de quién era la sangre y demoró en contestar. Sin aspavientos y tratando de manejar el drama con discreción salimos de la clase, al retomar la pregunta, confiesa haber cometido un grave error. Con ese negligente proceder, en pocos segundos su historial de enfermedades y vida sexual fue transferido en mí. Después del grave error y a sabiendas de que era tarde para revertir el desastre, solo me quedó preguntarle qué enfermedades padecía y cuál era su nivel de promiscuidad. Tuve que confiar en su palabra cuando confesó que era muy sano, que amaba a su esposa, era monógamo y no visitaba burdeles. Las clases continuaron ajenas a nuestro pequeño-gran-drama. Descubrí posteriormente que él habló con la verdad y luego de un tiempo dejé de indagar por su salud.