Tengo unos gustos muy específicos. El pobre lector que, desprevenido, aterriza en mi página de autora, pronto se da cuenta de que no hay gran variedad donde escoger: tengo cuentos sobre mujeres y niñas que sufren y recrean las violencias de vivir siendo mujer, y tengo artículos de regusto académico sobre libros de mi interés, y sí, la mayoría de esos libros han sido escritos por Jane Austen. Tengo gustos muy específicos, como he dicho, y cuando los comparto con el mundo eso se hace aún más evidente.
Acostumbrada como estoy a escribir artículos y trabajos académicos, pocas son las ocasiones que tengo para hablar en primera persona. Tal vez en los círculos anglosajones esté mejor visto hablar desde la experiencia, pero en las universidades españolas (o al menos en las que yo he tenido el placer y la desgracia de estudiar) predomina el plural mayestático. Qué protegida me siento del escrutinio de la Academia cuando me escondo tras el nosotros para compartir una opinión o una teoría sobre un libro que he leído y releído. ¿Habré entendido de qué se trata realmente? ¿Tendré opiniones propias, pensamientos originales, ideas que puedan aportar algo nuevo al panorama? Nadie tendrá nunca esas respuestas. Y, si algún día se descubre que no tengo nada que aportar, nadie podrá juzgarme: no he mentido, siempre he hablado por nosotros, no por mí. Rebeldes son aquellos que deciden no esconderse en este «nosotros» y proclaman a los cuatro vientos que ellos son individuos que merecen ser escuchados.
Los trabajos y los artículos académicos son todo un mundo de convenciones y protocolos; cuanto más accesible el texto, menos prestigioso. Si tu madre puede entenderlo, entonces no estás haciéndolo bien. ¿Las expresiones coloquiales? Suicidio social. Si quieres que alguien te preste atención debes escribir de forma redundante, sin apenas puntos, y si eres capaz de escribir una frase entera compuesta solamente de complementos circunstanciales, mejor que mejor. Nadie necesita ni un sujeto ni un predicado, y cuantos más sinónimos rimbombantes seas capaz de introducir, más esclarecedora será la teoría que pretendas presentar.
No quisiera tachar a la Universidad de elitista, pero es cierto que, seas de ciencias o de humanidades, no hay nada más pedante que un artículo académico escrito por «un experto en la materia». Yo, por mi parte, debo confesar que no hay nada que me produzca más placer que anotar un libro y luego escribir un artículo sobre un tema en particular que no interesa a nadie más que a mí. Gajes del oficio o síndrome de Estocolmo, llámenlo como quieran.
Esto, sin embargo, no es una crítica al arte de escribir artículos académicos. ¿Cómo podría, si no, seguir escribiendo mis artículos sobre Jane Austen? Esto es una crítica al aparato que regurgita artículos infumables no solo para el lego (palabra que, por cierto, he tenido que buscar en el diccionario para poder sonar más culta y que, debo confesar, no sé si estoy utilizando correctamente), sino también para el experto. La teoría puede ser complicada, pero la explicación no tiene por qué serlo.
Mis profesores de instituto siempre decían: «No te sabes la materia hasta que no consigues explicársela a tu madre para que te entienda». Algunos deberían apuntarse esta máxima y empezar a practicarla más a menudo.