La competencia, entendida en su sentido más amplio, ha sido una constante en la historia humana. Desde las primeras civilizaciones hasta la sociedad contemporánea, el impulso competitivo ha moldeado las relaciones interpersonales, las estructuras sociales y las ideas sobre el éxito y el fracaso. Sin embargo, la idea de que "competir es de mediocres" va más allá de una crítica trivial, invita a una reflexión profunda sobre el significado de la vida auténtica, la búsqueda del reconocimiento externo y la constante necesidad de validación. Este ensayo explorará esta premisa, apoyándose en las reflexiones de filósofos, médicos y psiquiatras, para ofrecer una visión compleja sobre el valor real del individuo frente a la superficialidad de la competencia.

Una máscara de inseguridad

Soy un trapisondista empedernido de chaqueta pestilente, vengo a verte.
El tonto mediocre, el payaso ignorante te advierte, vengo a verte.
Tan contumaz como casi siempre.
Mi mundo fuera de órbita así lo recuerdo, vagamente.
La puerta equivocada el camino cortado, de repente.
Un meteorito que se desprende.
No es que no tuviera sitio, es que jamás lo encontré.1

Para comenzar, es esencial considerar la competencia desde una perspectiva filosófica. Nietzsche, en su obra Así habló Zaratustra, nos ofrece una crítica contundente a aquellos que viven para medirse con los demás. Así aparece la figura del "superhombre", un ideal de individuo que no depende de las normas externas ni de la validación ajena. Este superhombre es quien se ve a sí mismo como único, inimitable y capaz de crear sus propios valores. "El hombre es algo que debe ser superado", sugiriendo que la competencia, como forma de comparación y lucha por el reconocimiento, es algo que pertenece a una fase inferior del desarrollo humano.

La competencia, en su raíz, puede ser una manifestación de inseguridad. Aquellos que se sienten incapaces de encontrar su valor intrínseco a menudo buscan medir su grandeza a través de los ojos de los demás. Esta dependencia de la validación externa se convierte en una forma de mediocridad. Como dijo Kierkegaard "la vanidad es el amor a lo que no se es". Quienes compiten, en este sentido, están tratando de lograr algo que no corresponde a su ser auténtico, sino a una imagen proyectada que depende de los estándares ajenos.

En la Apología de Sócrates, el ateniense afirmó: "Conocer a uno mismo es el principio de toda sabiduría". Este autoconocimiento es la base de una vida plena y auténtica. La competencia, por otro lado, es una distracción de este camino. El individuo que compite no se enfoca en su propio desarrollo, sino que busca la admiración de otros, una forma de reconocimiento vacío que nunca puede llenar el vacío interior.

Este concepto de mediocridad en la competencia se complementa con las ideas de Schopenhauer, quien argumentaba que la mayor fuente de sufrimiento humano era el deseo insaciable de reconocimiento. En su obra El mundo como voluntad y representación, señala que el individuo que compite está atrapado en una constante insatisfacción, ya que los logros obtenidos a través de la comparación son efímeros y nunca suficientes. La búsqueda de gloria es, en última instancia, una carrera sin fin que no conduce a la paz ni al autoconocimiento.

Lao Tzu, en su Tao Te Ching, escribió: "El sabio no compite y no es vencido". Esta idea refleja una profunda sabiduría: la persona verdaderamente sabia no siente la necesidad de comparar su camino con el de los demás, porque ha encontrado su propio ritmo y propósito. El Taoismo nos enseña que la vida auténtica es aquella que se vive de acuerdo con la naturaleza propia, sin la necesidad de encajar en los moldes que la sociedad impone.

Por otro lado, la competencia también puede ser un síntoma de inmadurez emocional. El psiquiatra Erich Fromm, en su obra El arte de amar, argumentó que la competencia es una manifestación de una "necesidad de poder", que deriva en narcisismo y que proviene de una incapacidad para establecer relaciones genuinas y maduras con los demás. En lugar de conectar de manera auténtica, aquellos que compiten se encierran en una carrera solitaria hacia el reconocimiento, sin lograr una verdadera intimidad ni desarrollo emocional.

Finalmente, la competencia puede estar vinculada a trastornos psicológicos más graves, como los trastornos paranoides. Karen Horney sugirió que las personas con tendencias paranoides sienten una constante amenaza de ser superadas o derrotadas, lo que los impulsa a competir de manera excesiva para asegurarse una posición dominante y evitar sentirse vulnerables.

Una vida de fachada

Ahora vendemos carcajadas.
Con tartazos en la cara.
Ahora compramos las migajas.
Con tortazos y chapadas.
Este circo es la trinchera.
Dondе vamos marchitando.
Arrastrar de feria en fеria.
Nuestra vida de payasos.2

En la sociedad actual, donde una de las formas de relación preponderante, para algunas personas, es manifestarse en redes sociales, se ve con más viveza que vivimos en una sociedad donde la autenticidad ha sido reemplazada por la necesidad de mostrar lo que no necesariamente se vive o se es.

Aquellos que compiten exhibiendo constantemente fotos en redes sociales o enviándolas por WhatsApp, con el objetivo de demostrar lo felices que son, lo bien que se lo pasan o lo mucho que hacen, caen en un juego vacío, una competencia sin sentido. La "vida perfecta" que nos presentan es, en muchos casos, una fachada cuidadosamente elaborada para impresionar, para hacerle creer a los demás -y, en muchos casos, a ellos mismos- que son superiores, que están viviendo una existencia que es, de alguna manera, mejor que la tuya. Esta constante exhibición es un reflejo claro de inseguridad y vanidad, una necesidad desesperada de validación externa.

Antes, el placer era privado. Irse de viaje, disfrutar de una tarde con amigos o vivir una experiencia significativa era algo que se vivía en el momento, sin la presión de tener que demostrar a los demás lo que uno estaba haciendo. El disfrute estaba ligado a la experiencia misma, al goce interno de vivir el momento. El viaje no era un acto de marketing personal, ni la felicidad una competencia. Sin embargo, hoy en día, el viaje no es solo para ser vivido, es para ser mostrado. Las fotos se hacen más para la audiencia que para uno mismo y cada paisaje, cada comida, cada sonrisa tiene que ser compartida como prueba de que todo es "perfecto". A través de una simple foto, nos dicen: mira todo lo que yo soy, lo que hago, lo que tengo. Es una competencia encubierta, una carrera por demostrar que su vida es más vibrante, más interesante, más llena de emociones que la de los demás.

Baudrillard, en su obra La sociedad de consumo, ya advertía sobre el fenómeno de la simulación y la superficialidad que caracteriza las relaciones en la era moderna. La imagen que proyectan estas personas no tiene valor real, es un producto de consumo rápido, una representación que, al no ser vivida plenamente, carece de profundidad. La felicidad en redes sociales no se mide por la calidad de la experiencia, sino por cuántos "likes" o comentarios se reciben. Este tipo de competencia transforma la vida en un escenario donde cada acción tiene un único propósito: ser vista. La verdadera esencia de la experiencia se pierde en el intento de demostrar que se tiene una vida más emocionante que la de los demás.

La vida se convierte, pues, en una serie de escenas que deben ser interpretadas por una audiencia invisible, pero cuya opinión determina el valor de lo que se ha hecho. Y no solo eso, el auténtico disfrute ya no está en el presente de la experiencia, sino en el futuro, cuando se espera la respuesta de los demás, la evaluación externa. El placer de un viaje, de una salida, se diluye porque el verdadero placer ahora está en la anticipación de cómo esa experiencia será recibida por los demás.

Es aquí donde la competencia se vuelve aún más patética: el intento de demostrar que la vida de uno es más plena que la de los otros es una farsa. Es un acto vacío que, más que transmitir felicidad genuina, revela una enorme inseguridad. Los que compiten en esta carrera por la aprobación ajena no están buscando compartir la alegría de vivir, sino confirmar que sus vidas valen la pena. Quieren que los demás se lo reconozcan, como si la validación externa fuera un sustituto de la felicidad auténtica. En este contexto, esa mediocridad se convierte en la base de una existencia donde la verdadera esencia del ser se pierde detrás de una imagen vacía y sin sentido.

Lo que ocurre en las redes sociales es una suerte de teatro. Todos se visten, todos actúan, todos representan un papel, pero nadie está realmente viviendo la obra. Es solo una pantalla, una fachada. Este acto de competir por la validación, de mostrar a través de fotos lo que se tiene, lo que se es, lo que se vive. El hecho de que todo ahora deba ser demostrado, de que la felicidad se mide por lo que otros piensan de ti, ha transformado a muchos en prisioneros de su propia imagen. La vida se convierte en un espectáculo para los demás, un escaparate de emociones y experiencias prefabricadas.

La ironía es que, al final, la competencia por demostrar lo felices y plenos que somos en redes sociales termina revelando lo contrario: una gran vacuidad interior. La felicidad auténtica no necesita ser demostrada, se vive. No se necesita que otros aprueben lo que hacemos para saber que lo que hacemos tiene valor.

Por lo tanto, es fundamental preguntarnos: ¿realmente somos más felices por compartir nuestras vidas en redes sociales, o estamos simplemente buscando un aplauso momentáneo que, en el fondo, nunca podrá llenar el vacío que sentimos? La competencia en las redes sociales es solo una ilusión, un reflejo de nuestras inseguridades, y, como tal, carece de valor genuino. Las vidas que se compiten en Instagram, WhatsApp o cualquier otra plataforma son tan falsas como las máscaras que usamos cada día. Y, al final, las personas que realmente viven, aquellas que son felices en su propia compañía, no necesitan competir. Simplemente, son.

Una superioridad vacía y sin valor

La costumbre, narcótica prosperidad.
Vieja herrumbre que se hunde en el mar.
Mansedumbre, aséptica cordialidad.
Que se aburre, se descubre y se va.
Da muestras de debilidad.
Vuestra autoridad da muestras de debilidad.3

En paralelo a la búsqueda constante de validación, muchas personas sienten la necesidad de mostrar cosas materiales con el fin de proyectar una superioridad vacía. El afán por exhibir objetos, pertenencias, experiencias o logros no es más que una manifestación de un ego frágil que busca compensar su falta de valor intrínseco. Estas personas no compiten por ideas, por avances intelectuales o por la expresión auténtica de su ser. Lo que les interesa es mostrar lo que tienen: el coche de lujo, la ropa de marca, el teléfono de última generación, la casa grande. Todo esto, por supuesto, no tiene valor real, es solo una máscara que oculta una profunda insatisfacción interna.

Es fascinante cómo el ser humano ha convertido casi todo en una competencia, como si el propósito de la vida fuera demostrar, constantemente, que somos más que el otro. Esto se puede observar, por ejemplo, cuando hablamos de nuestro último destino de vacaciones y lo compartimos con un vulgar competidor: uno menciona, con cierta nostalgia, un destino al que fue y de inmediato aparece el interfecto que, con una sonrisa tan nimia como su relato, te cuenta que él ya estuvo allí, pero que ese lugar no es nada comparado con ese otro sitio tan exclusivo que visitó, que ni siquiera sabes que existe. Y es que, en el mundo de los competitivos, no basta con disfrutar el viaje, lo importante es que ese viaje sea superior, único, excepcional, y si es posible, que sea un lugar al que casi nadie ha tenido acceso.

La necesidad de que el otro se sienta pequeño ante la grandeza de su experiencia se vuelve más grande que la simple satisfacción del viaje en sí mismo. Como si, al demostrar que uno ha estado en lugares más remotos o impresionantes, se adquiriera algún tipo de estatus o mérito intangible. Y, por supuesto, ¿quién necesita compartir una buena historia cuando puedes contarle al mundo que ya conocías el destino antes de que fuera popular?

Lo mismo ocurre en el mundo corporativo, donde el estatus no se mide por los logros, sino por quién manda el último correo electrónico. Es una competencia primariamente estúpida, donde cada mensaje es una oportunidad de quedar por encima, de hacerse notar, de mostrar que yo soy el que tiene la última palabra, aunque no haya realmente nada que decir. En lugar de cerrar un tema de manera eficiente, lo que ocurre es que el "último correo" se convierte en una prolongación interminable, un bucle de mensajes donde nadie quiere ceder el terreno. Así, el tiempo, que podría haberse utilizado de manera productiva, se desperdicia en una guerra absurda de ver quién tiene la razón, o más bien, de ver quién tiene más cosas que decir, aunque no se diga nada realmente relevante.

La paradoja es que en esa lucha por parecer ocupados, realmente se desvanecen las prioridades. Al final, ser el primero en responder o el último en enviar se convierte en una victoria vacía. Y mientras tanto, los verdaderos logros, los avances genuinos, quedan perdidos en el fondo de una cadena interminable de correos.

Quizás la competencia, al final, no sea más que un refugio para aquellos que no pueden soportar la idea de que tal vez no todo tiene que ser una carrera. Vivir la experiencia sin buscar constantemente compararla con la de los demás, simplemente disfrutar sin necesidad de hacer sentir a los otros que su experiencia no es suficiente, es algo que parece perderse en el ruido de este afán por demostrar. Y en esta competición por las vacaciones, por los correos, etcétera, por ser siempre el que sabe más, por mostrarse siempre más ocupado, olvidamos que a veces la verdadera grandeza reside en la capacidad de soltar las riendas, relajarse y simplemente ser, sin necesidad de compararnos con nadie.

Baudrillard, en su teoría sobre el consumo y la simulación, describió cómo en la sociedad contemporánea las cosas han dejado de ser lo que son para convertirse en símbolos de estatus, poder y prestigio. La acumulación de cosas y su exposición no busca mejorar la vida de quien las posee, sino simplemente demostrar una superioridad sobre los demás. Sin embargo, esta exhibición no tiene ningún contenido real, porque lo que se muestra no es más que un reflejo vacío de una persona que no sabe quién es ni qué quiere. Las cosas no son más que objetos sin sentido, símbolos vacíos que no aportan nada genuino al individuo ni a su entorno.

Este afán por mostrar cosas materiales para impresionar a los demás es una forma de violencia contra la propia existencia. Las personas que viven obsesionadas con esta necesidad de demostrar superioridad a través de cosas materiales están atrapadas en una ilusión. No solo están perdiendo el tiempo, sino que están contribuyendo a la creación de un mundo superficial y vacío, donde el valor de una persona se mide por lo que tiene y no por lo que es.

Una barrera hacia la autenticidad

Me descubro como actor.
Bríndenme una ovación.
Lo haga bien o lo haga mal.
Prometo hacerlo de verdad.
Hoy me encendí al anochecer.
Tendré que limitarme a arder.
Hasta apagarme.
Y después dolerá pensarme así.
Y no habrá ni un alma aquí.4

En conclusión, la competencia, en su forma más pura, es una expresión de mediocridad y de miseria. Quienes se sienten impulsados a competir, a medirse constantemente con los demás, a buscar el reconocimiento de la sociedad, están perdiendo de vista su valor intrínseco y su capacidad para ser únicos e inimitables. Como nos enseñan los grandes pensadores, la verdadera grandeza no se encuentra en sobresalir sobre los demás, sino en abrazar nuestra autenticidad y dejar de lado la constante comparación con otros.

El psicólogo Donald Winnicott habló de la "falsa identidad" que algunas personas desarrollan, donde su verdadero yo es reemplazado por una versión construida para agradar y encajar en las expectativas ajenas. Los inseguros, atrapados en esta falsa identidad, no son capaces de encontrar su autenticidad, y por ello dependen de las opiniones externas. Este proceso es un círculo vicioso: la validación que reciben les da una sensación temporal de alivio, pero pronto se desvanece, y la inseguridad regresa, impulsándolos a buscar más reconocimiento, una y otra vez. Erving Goffman, en su obra La presentación de la persona en la vida cotidiana, explica cómo las personas actúan constantemente para mantener una imagen que los demás aprueben, como si estuvieran en un escenario. Este "teatro de la vida" es el lugar donde los inseguros y los narcisistas buscan ese aplauso constante, creyendo que solo a través de él podrán ser valiosos. Sin embargo, esta forma de actuar sólo refuerza su fragilidad interna, ya que nunca consiguen llenar ese vacío fundamental. Lo que realmente necesitan no es la aprobación de los demás o exhibirse, sino aprender a valorarse a sí mismos.

Los competidores, ya sean inseguros, inmaduros, narcisistas o afectados por trastornos mentales, buscan fuera lo que solo pueden encontrar dentro de sí mismos. La vida auténtica y significativa no se basa en la competencia, sino en la creación de valores propios y el amor por uno mismo. Ya dijo Nietzsche: "Sé tú mismo, todos los demás ya están ocupados". El valor genuino reside en la capacidad de vivir sin compararnos, de ser únicos en nuestra esencia, y de encontrar la paz en la sencillez y en la autenticidad.

Notas

1 Mi suerte y la tuya también, del álbum La tierra prometida. Doctor Divago.2023.
2 Tartazos y tortazos, del álbum Sólo quiero brujas en esta noche sin compañía. El Drogas. 2019.
3 La costumbre, del álbum Bestieza. Los enemigos. 2020.
4 Stanislavsky, del álbum Cajas de música difíciles de parar. Nacho Vegas. 2012.