Cuando Dios creó el universo, todo era perfecto. Todo era perfecto porque lo había creado Dios; y Dios sabe lo que hace. Sin embargo, nunca faltan los que olvidan esto y se pasan la vida encontrando defectos en los demás.
Y así sucedió desde el principio, incluso con las estrellas. De todas las que creó Dios, había una que, a decir verdad, era un poco rara: o, mejor dicho, diferente a las demás. Una cola interminable salía directamente de la base de su cabeza.
-¡Qué cosa tan fea! -dijo una estrellita al ver a su hermanita, tan distinta a ella.
-¡Con esa cola, parece un canguro! -añadió otra, anticipándose en varios días a la creación de los canguros.
-¡Yo, por lo menos, no salgo a ninguna parte con ese adefesio! -concluyó una tercera que tampoco entendía los designios de Dios.
La estrellita con cola, o la cola con estrellita -según se mire-, no hacía mucho caso de estos comentarios porque, además de cola, tenía su propia personalidad. Se decía para sus adentros: «Dios me creó a mí también, así que no debo tener nada malo». Y esperó a que el Padre Creador le diera un nombre y le asignara su puesto en el universo.
Pero esperó en vano. Una a una, las estrellas recibieron su nombre y su destino: Polar, Kochab y Dubhe, al norte; Altair, Antares y Betelheuse, hacia el centro; Canopus, Atria y Hadar, al sur. Y, de igual forma, todas las demás. Todas fueron nombradas y distribuidas a lo largo y ancho del manto de la noche. Todas menos la estrellita con cola, que empezó a preguntarse si no habría habido algún error en su fabricación, especialmente cuando el Creador se acercó y le dijo:
-Tú me esperas aquí.
Y se fue a terminar la creación del universo.
Llegó el día séptimo y el Padre descansó. La creación estaba completa. El día con el sol, la noche con la luna y las estrellas, las plantas y los animales del aire, la tierra y los mares vivían en armonía y paz. Y el ser humano reinaba sobre ellos.
Pero el ser humano demostró no saber manejar su reino; y lo perdió. Odió y sembró la venganza; envidió y sembró el robo; hirió y sembró la muerte; desconoció su propia grandeza y se empequeñeció ambicionando siempre lo que no tenía, queriendo ser siempre lo que no era.
Durante miles de años, la estrellita sin nombre, inmóvil en su espera, presenció la historia de la humanidad; y, durante miles de años, lloró. Sus lágrimas, deslizándose por su rostro, corrían a lo largo de su cola interminable; y, cosas de Dios, se convertían en luces tan brillantes que iluminaban los confines del universo. Llegó un momento en el que el brillo de su cola opacó la luz de todas las estrellas y hasta del mismo sol.
Fue entonces que el Padre Creador, de nuevo, se acercó. La estrellita cesó en su llanto. Miró anhelante la imponente figura y escuchó temblorosa sus palabras:
-Te elegí desde el principio para esta hora; para decir a los hombres que no los he olvidado. Tú anunciarás al mundo el nacimiento de mi hijo, Jesús.
-Pero, mi Padre Creador, yo soy distinta a todas mis hermanas; yo ni siquiera parezco una estrella.
-Mi hijo que va a nacer tampoco parecerá un Dios.
-Y, ¿cómo me llamaré? Nunca me diste un nombre.
-Serás llamada La Estrella de Belén hasta el fin de los tiempos.
Partió la estrella recién nombrada a cumplir su misión, su corazón latiendo fuertemente, sembrando de luz, música y amor el universo.
Y así fue como conocimos a La Estrella de Belén, la estrellita sin nombre. La que fue creada distinta a todas las demás porque solo ella anunciaría al hombre que Dios se había encarnado, naciendo en un pesebre, para salvarle.
Nota del autor
Escribí el anterior relato hace treinta años para que lo contara el Ángel del Portal (mi hija María Antonia) en un Nacimiento Viviente que escenificó el banco donde trabajaba su madre y esposa mía, Rosario. Crédito a la musa y circunstancias que lo motivaron.