La anciana subía la cuesta, arrastrando en sus pies el peso de los años. Su rostro desdibujado por arrugas, que como cicatrices acuchillaban su expresión, escondía unos vivaces ojos negros que te sumergían en un inmenso abismo donde se entreveía una imperiosa fuerza que no se abandona a las embestidas de su miserable vida. Llegó al sucio y maloliente portal que albergaba su humilde y acogedor hogar. Su frágil figura se dibujó en la puerta de la cocina cuando un suave perfume a jazmín la envolvió trasladándola a un jardín de recuerdos con regusto a hierba mojada. Por el rabillo del ojo distinguió una silueta sentada en una de las sillas del comedor. La desconocida se levantó, descubriendo un rostro tan arrugado como el de la anciana donde se dibujaba una afable sonrisa y abrió los brazos con calidez: las dos amigas se fundieron en un abrazo. Se sentaron una enfrente de la otra en silencio, mirándose fijamente con ojos incrédulos y brillantes de júbilo.
—¿Te acuerdas de cuándo nos conocimos? —preguntó la viejecilla—. Fue el verano del 39, ¿verdad?
—Sí, claro que lo recuerdo. Yo tenía cinco años. —respondió la anciana—. Fue cuando me dieron aquellas fiebres tan altas que tanto preocuparon a mamá.
—Todos estuvimos muy preocupados; el médico dijo que no llegarías al otoño.
—Tú no te moviste de mi lado en todo el verano —una sonrisa melancólica iluminó el rostro de la anciana.
El silencio volvió a apoderarse del salón, solo roto por los murmullos que se colaban a través de la ventana. La anciana y la viejecilla se miraban fijamente sonriéndose y en sus sonrisas se adivinaba el amor más sincero, la amistad más pura y la alegría natural de quien ha rencontrado a un amigo perdido.
La anciana fue a la cocina, abrió el armario donde guardaba las bolsitas de té y puso el agua a hervir. Regresó al lado de su amiga arrastrando los pies con una taza humeante.
—¿Cuándo nos volvimos a ver? Fue unos cuantos años después, ¿cierto?
—Sí, fue unos años después... El octubre del 51, creo recordar. Estábamos dando un paseo en bicicleta cuando me caí y un carro me arrolló —rememoró la anciana.
—Ah...cierto. Te golpeaste en la cabeza y estuviste inconsciente un día y cuando despertaste no recordabas nada. Todos nos asustamos mucho, sobre todo José, lloraba muchísimo.
—Sí —rio la anciana— se sentía culpable porque me distrajo él. Hizo todas mis tareas durante una buena temporada —los ojillos negros de la anciana se humedecieron y dejó escapar un débil suspiro—. Has sido una buena amiga.
La viejecilla alargó su mano hasta acariciar con cariño la mano de la anciana.
—Siempre he venido a verte cuando me necesitabas.
De repente un velo de tristeza cubrió los negros ojos de la anciana tornándolos aún más oscuros. Dirigió una mirada llena de decepción y pesar a la viejecilla y apartó con brusquedad su mano de la de ella.
—¿Qué te sucede? ¿Por qué me miras así? ¿A qué se debe la tristeza que oscurece ahora tus ojos? ¿A qué se debe este helado silencio?
La anciana guardó silencio, bajó los ojos, se mordió el labio y arrugó la nariz con gesto de disgusto, como cuando era chica y su padre le decía que se iba unos días fuera por trabajo. Clavó su mirada fría en los pálidos ojos de la viejecilla y como en un susurro murmuró:
—No estuviste a mí lado cuando perdí al bebé... Ni cuando tuve cáncer —su voz se quebró—. Fueron momentos muy duros y difíciles para mí.
La viejecilla miró con ternura a la anciana y acarició con cariño el brazo de su querida amiga. La anciana tenía los ojos lagrimosos.
—Y cuando murió Antonio... ¡Me sentía tan sola! Y tú no estabas ahí, ni siquiera me escribiste —reprochó la anciana—. ¿Dónde estuviste todos estos años? ¿Por qué no diste señales de vida?
La viejecilla se levantó de su silla y se colocó de pie al lado de la de su amiga, abrazándola con ternura y, con suavidad, posó su mano derecha en el mentón de la anciana obligándola a levantar la mirada y clavarla en sus pálidos ojos.
—Mi querida amiga... Me entristece que pienses que te abandoné en aquellos momentos duros. Siempre he acudido a tu lado cuando me has necesitado, y en las ocasiones en las que no he ido a verte es porque tú no me necesitas — confesó—. Tú podías superar esos momentos con tu fuerza interior, sin mi ayuda.
Las dos mujeres se miraron con llaneza y sonrisas francas. Pasaron las horas y la tarde se hizo noche y las dos amigas hablaron hasta el amanecer. Al llegar el alba, la viejecilla anunció que debía partir y puso rumbo hacia la puerta. La anciana la acompañó para despedirse. Las dos mujeres se abrazaron fuertemente frente a la puerta.
—¿Cuándo nos volveremos a ver? —preguntó la anciana.
—Querida, creo que no vamos a tener tiempo de volver a vernos —respondió la viejecilla acariciando con ternura la cara de la anciana—. Es hora de que me marche.
La viejecilla selló los labios de la anciana con un beso lleno de gélida ternura. Desapareció el color del rostro de la anciana y la calidez abandonó su diminuto cuerpo y el brillo se apagó de sus ojos. El cuerpo de la anciana cayó al suelo con un golpe sordo.
Una niña de brillantes ojos negros brincaba alegremente por el camino. Su rostro enmarcado por dos hermosas trenzas castañas, que azotaban ligeramente su espalda con cada brinco que daba, era iluminado por una clara e inocente sonrisa. Detuvo su carrera con lentitud y se giró ligeramente para mirarme y me dedicó la más delicada y sincera sonrisa de agradecimiento y retomó su camino, desapareciendo rodeada de un halo de luz.