Los pensamientos, las ideas se acumulan en doctrina, se convierten en sistema, se estructuran en una ideología, apaciguando momentáneamente la inquietud de nuestro espíritu en su búsqueda de un último sentido totalmente satisfactorio. Es obvio que aquí la prudencia se impone porque una ideología puede esconder otra y así sucesivamente.
Las antiguas ideas que conciernen al origen del Universo y de la vida humana, de su sentido y de su destino final, han sido preciosamente guardadas por los receptáculos y transmisores de estas informaciones que llamamos las religiones. Existen la historia de las ideas y la historia de las religiones y de su comparación. En materia de religiones: ¡qué abundancia de ideas, qué tesoro de experiencias, de pensamientos inspirados, qué poesía en sus expresiones, qué semejanza entre ellas, qué genio de síntesis, qué cuidado en aclarar al hombre sobre las cuestiones fundamentales que lo habitan!
Es posible de concebir los aportes de los sabios, los profetas, los fundadores de movimientos religiosos, los maestros espirituales como «mensajeros-informantes», a saber, como fuentes de información que arrojan luz sobre la condición humana y que aclaran un espacio de opacidad intelectual y espiritual. Estos informantes contribuyen, según sus talentos y en diversos grados, para conducir a la humanidad con mayor claridad acerca de su destino, a más participación en un entendimiento y en un amor universal. Sin embargo, estas informaciones son limitadas en su envergadura, y quedan condicionadas por sus conceptualizaciones que se refieren a sus culturas y civilizaciones. Es preciso alquitarar todas las informaciones de los informantes, de donde sean, pues ponderar analíticamente cómo se defienden ante la luz de la razón.
De los informantes podemos acoger lo que es de valor universal, para el buen vivir juntos, para nuestras relaciones con los otros: el perdón, la misericordia-compasión-empatía, la gratuidad, el reconocimiento, las virtudes de esperanza, fuerza, de prudencia. Seleccionamos de estos conocimientos, según el valor de calidad que les reconocemos, siendo de esta forma sincretistas, a saber, escogiendo de diferentes fuentes, como lo hacemos todos los días con respecto a las múltiples informaciones que llegan a nuestra mente para, en fin, retener lo que nos parece ser válido, confiable, merecedor de nuestra confianza. Este sincretismo, esta selección de opiniones originarias de diferentes fuentes se suele descalificar taxativamente por los puristas en materia doctrinal. Estos mismos, en la práctica, se manifiestan ser integristas, fundamentalistas, fanáticos de toda índole, listos a defender la pureza castiza de su substancia religiosa por todos los medios, presunta y supuestamente, agradables a su Dios respectivo. A menudo son ignorantes del hecho de cuanto sus propias creencias se componen de diferentes fuentes culturales y míticas, y por ende, sus posturas están sintetizadas por múltiples mezclas doctrinales.
Las religiones acompañan la historia de la evolución de la conciencia humana. Las tentativas de etimología de la palabra religión han encontrado dificultades: ¿la palabra religión vendría de religare, de religarnos a Dios? Efectivamente, toda religión que define al hombre con referencia a una exterioridad, conocida por modo de un saber externo, exterior a sí mismo, por revelaciones orales o textuales, normalizadas en escrituras, transmitidas por los que se definen como llamados para realizar esta misión anunciadora a cumplir por el provecho de la salvación de los que escuchen y entiendan bien. Toda religión se entiende como un saber, un conocimiento que lleva al hombre por las prácticas morales y cultuales a su salvación que le adviene gracias a su cooperación.
No cabe imaginarse una oposición impenetrable entre la subjetividad individual y las informaciones religiosas que a ella le advienen del exterior, en el sentido de que estos contenidos serían, de por sí, sospechosos. Es preciso pasarlos por el prisma crítico de la razón integral, como por rayos X de un láser metafísico. Interioridad y exterioridad, el «yo» y el «otro», la identidad (ipseidad) y la alteridad (heterología) se conjugan por la dinámica del intercambio enriquecedor de conocimientos. La intercomunicación es lo que nos hace vivir como sujetos. Nuestra subjetividad es siempre ya entretejida con el mundo, la realidad, o la «intersubjetividad trascendental» como también se suele decir, a saber, con un tipo de comunicación humana a todos los niveles que compartimos como seres humanos. En este espacio recibimos cada uno informaciones y programaciones, estructuradas o formalizadas en pensamientos sistemáticos, ideologías, doctrinas y religiones. Cada vez es menester escudriñar, examinar, juzgar, ser crítico (krinein-juzgar) frente a las informaciones, para analizar cómo se pueden asimilar. Esta discusión interior, es un diálogo interno o incluso negociación entre el espíritu y lo que pretende esta masa de informaciones oriundas del exterior; he aquí la apuesta por la autenticidad y también el impacto de la espiritualidad que se propone para tener prioridad, soberanamente, sobre todo saber que se impondría desde fuera o que adoctrinaría el espacio reservado a la libertad del sujeto.
Las trabas, los escollos que desde los inicios de la Humanidad han sido señalados, tienen que ser tomados en serio: la soberbia, el orgullo, la presunción, la arrogancia, son máscaras que impone el «ego», opacándonos la vista, reduciéndola a lo parcial, a lo que me concierne a mí, solo a mí, al «yo» egoísta. Liberarse progresivamente del peso intelectual y emocional de estas ilusiones persistentes, representa el camino de toda una vida, una liberación que varía de ritmo en cada ser humano. Los sabios nos recomiendan una actitud desde los cimientos, que limpia los ojos del corazón y de la mente: la humildad.
Los riesgos que acarrea toda incitativa subjetiva no pueden ser evitados de antemano, sólo se puede alertar el hecho de su insistencia. No es posible saltar etapas. La vida nos enseña. Es preciso acercarse ineluctablemente de este centro de sí mismo, de este centro donde solo la evidencia se manifiesta para convencernos de verdad. En tiempo de crisis, toda noción exterior falla en absoluto; psicológicamente solo las evidencias subjetivas sirven en este momento de substrato para fundar una base sólida de juicio.
Lo que es particular en las religiones, en todas, es desear fornecer un conjunto de informaciones provenientes de una fuente la cual no es humana y, por ende, sería verdadera a partir de un origen que no puede ser verificado. Desde ahí viene el apelo a tener fe en sus contenidos propuestos. Estos contenidos han cambiado según las civilizaciones y cambian según las múltiples concepciones.
Nuestra necesidad de tener razón, de sentirnos asegurados, esta fragilidad inscrita en nuestra naturaleza que el «ego» momentáneamente amplifica en una angustia existencial, nos hace vulnerables y así susceptibles de refugiarnos en lo que, en esos momentos, nos parece inexistente en nosotros mismos. ¡He aquí el malentendido!
Este se vislumbra profundo. Toca la profundidad de lo que somos, pero de lo que podemos tomar conciencia solo a un precio elevado, el de entrar en nosotros mismos. Todos los sabios, todos los místicos de la Humanidad lo saben y lo prescriben como único remedio. Nos están exigiendo mucho, y de verdad cuesta trabajo abrir este acceso al interior de nosotros mismos, pero no es demasiado, comparado con lo que nos cuesta, tanto individual como colectivamente, en energía y dinero. La mediación de negociar con las religiones, con sus pretensiones, sus exigencias y demandas, también financieras, para sostener y financiar sus reflexiones, sus reuniones, y tentativas de entendimiento entre ellas para desentrañar y desenredar una extremada complejidad histórica, administrativa e incluso emocional.
Los que siguen desde dentro los encuentros interreligiosos y ecuménicos, saben que ya hemos alcanzado un progreso importante con respecto a las animosidades de antaño. La meta programada es de desembocar en una «unidad». Ahora, esta búsqueda misma ocupa una considerable cantidad de investigadores, ministros, dignitarios, facultades, institutos, financiados para buscar un resultado, el cual teme eclipsar para siempre el financiamiento de sus existencias. Uno puede comprender, humanamente, que existe poca prisa.
Evidentemente, es menester continuar profundizando la investigación histórica del pasado. La Historia nos brinda ejemplos en abundancia de conflictos que surgen de la pretensión que implica el planteamiento de la verdad religiosa y de las consecuencias conflictivas que no cesan. La historia de la Humanidad está marcada por las guerras y los conflictos causados de una forma directa o indirecta, por las oposiciones que reclaman la prioridad en el orden de la verdad y el respeto que se deduce de ella y que haría falta imponer a todos los niveles de la vida humana, individual y social. Han necesitado muchas revoluciones para que estemos progresivamente liberados de las pretensiones de apropiación alienadora de las vidas de los individuos.
Por falta de una evolución consciente y libre, las revoluciones han tenido que reclamar a los poderosos, a los gobernantes, a los que retenían el saber en el nombre de sus instituciones religiosas, de soltar y de dejar en libertad a los que mantenían en un estado de inferioridad intelectual y de dependencia psicológica y religiosa. Hacen falta pocas palabras para resumir lo que sabemos hoy en día del pasado, poco glorioso, que la humanidad ha creado consigo misma, al mal manejar su potencial de liberación y de felicidad a través de una guerra de fuerza y de poder donde ganan los más «aptos». Nada de eso se defiende delante de la Razón que nos es común, esta razón integral ilustrada, esa luz natural, este don de lo Divino, que nos sirve como base de comunicación universal, para una cultura de diálogo y de comprensión mutua.
Tenemos que intentar elaborar una ciencia consensual basada sobre las grandes intuiciones de la humanidad y de cada uno de nosotros, un saber que innato y que se extiende y se extrapola más allá; la chispa luminosa, esta que experimentan y explican más claramente los místicos y los sabios de la Humanidad; una ciencia (aquí la selección de los términos es delicada) suprema, sublime y común a todos nosotros, verbalizando lo que los seres humanos conciben o balbucean del Divino, una ciencia de la Sabiduría.
Una disciplina que tenga en cuenta lo que es el orden del progreso en el saber religioso, el hecho que todas las creencias han pasado por evoluciones internas, dejando tras de sí concepciones de «Dios» que con toda evidencia tenían que dejar lugar a una visión más adecuada, más justa. Todas las religiones, paradójicamente, se vislumbran en «ateas» en este sentido, con respecto a las tomas de posiciones anteriores concerniendo sus ideas de «Dios», concepciones reconocidas enseguida como provisorias, parciales y después como caducas.
No se puede concebir que Dios deseara mantenernos en una sumisión ciega, como si él prefiriera guardarnos en inferioridad para recibir lo que él dicta, manda escribir, sus escrituras incambiables, porque viniendo desde arriba, enseñanzas, doctrinas, leyes, mandamientos, que son por cierto útiles para organizar una vida buena y feliz socialmente e individualmente, siempre y cuando sean revisados a la luz de la Razón.
Es razonable suponer que lo Divino desea compartir los efectos benéficos de su existencia sin reservas. Una convicción universalmente compartida consiste a justo título en que: ¡Dios es bueno! Una bondad comunicativa, al nivel del saber y del bien. A veces esta bondad está concebida imponiendo sus exigencias y condiciones. Una bondad directiva, celosa, exclusiva, amenazadora. Una bondad, por ende, por escrudiñar y por tamizar por el prisma de la razón integral la cual nos constituye y nos reúne como humanos universales, esta misma que nos facilitó concebir la Declaración universal de los derechos humanos. La que nos permite entender, compartir, a referirnos a lo que, en el otro, como en nosotros mismos, es lo universalmente humano.
Convendría reunir, más allá de los conceptos, los testimonios de este amor absoluto, sustancial e infinito, del cual nuestro aparato cognitivo, regido por la finitud del espacio y del tiempo, no puede concebir nada más que una idea débil, ni siquiera pensada, de un amor infinito, de aceptación, de dulzura, de vida y de regeneración, de compasión y de perdón sin límites, según las experiencias espirituales recogidas en los testimonios de las grandes tradiciones de sabiduría de la Humanidad.
La Humanidad sólo puede ganar al reunirse alrededor de lo que, por razones de prudencia, no se nombró explícitamente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: lo Divino, Dios, expresado en este contexto en forma digamos agnóstica, porque existe más allá de los medios humanos ordinarios de comprensión.
Lo Divino existe más allá del ser, al estar paradójicamente presente en el ser, hasta de manera íntima. Cuando decimos, en ciertas tradiciones, que Dios es «personal», que es una «persona» o varias, es cierto de antemano, que solo se puede tratar de conceptos analógicos, de nociones que nos dan un apoyo especulativo que nos permiten concebir algo de lo que puede significar la realidad de lo Divino, el conocimiento de aquello que rebasa en absoluto el entendimiento humano; de manera que se puede entender, también, que algunos lo llamen «impersonal», para hacer hincapié en su ser absoluto que escapa a todo pensamiento analógico que amenaza con reducir lo Divino a talla humana. La fuerza creadora se manifiesta a través de todo el universo en su esplendor y su variedad que da constancia de una inteligencia suprema inmanente en las cosas al trascenderlas en su soberanía.
Nuestro mundo y sus galaxias, incluso en formación, evidencian la producción continua de informaciones que rebasan infinitamente lo que puede procesar un cerebro humano. De las pirámides esparcidas en el planeta hasta los fenómenos intergalácticos, estamos muy lejos de comprehender la complejidad de nuestro mundo, de su pasado, de su génesis, sin hablar de la evolución espiritual del hombre.
El desarrollo de la evolución espiritual, esta que hace nacer la idea de que todos juntos somos una Humanidad solidaria, se apoya sobre lo más fundamental en nuestra experiencia que hacemos al momento de encontrarnos enfermos en un hospital, cuando de repente, nos encontramos todos más allá de nuestras diferencias sociales y de las ideas que nos hacemos de nosotros mismos, somos seres dependientes de ayuda, necesitando el apoyo de otros, y abriendo nuestros corazones espontáneamente a la solidaridad. Una capa fundamental está tocada en nosotros y se ve ahora descubierta: nuestra base común en la Humanidad, la gran familia humana, reunida por lazos por conservar, por cultivar, por proteger.
Lo que nos incumbe, lo que todos juntos tenemos que esforzarnos en crear, es una ética universal, planetaria, que sea al nivel de nuestras más altas y puras aspiraciones. Una ética que sea garante de lo que debemos vigilar en todos nosotros para proteger lo que es inocente, para proteger a los niños, las mujeres y las viudas, los desamparados, para luchar contra todo tipo nefasto de esclavitud, todavía tan indemne, sí, hace falta que la ley sea universal, valga en todas las partes, todos los tiempos y todas las circunstancias. Hace apenas 150 años que algunos países han dado la libertad a las personas consideradas esclavos, retenidos en este estado hasta esta altura como si fuera algo normal.
En muchos campos encontramos una «normalidad» opaca, que se rastrea a un inconsciente colectivo de la Humanidad que solo el análisis consciente, doloroso por momentos, logra discernir para curar. Ahora, la integridad del ser humano depende de una decisión fundamental por el bien, para desencadenarlo, para poder actuar. Estamos llamados a un esfuerzo constante, para hacer aplicar los recursos de bondad que subsisten en cada corazón humano, y eso en contra de una actitud comparable a una ceguera que tiene un carácter incomprensible, o sea, una elección inconsciente por la opacidad, como una represión de la posibilidad de una verdad liberadora, psicológicamente pensada como inalcanzable.
Solo la decisión radical de hacer el bien, puede eclipsar el peso de esta inercia. Así es sorprendente e inquietante de constatar cómo estamos sufriendo de una cierta ceguera frente a las evidencias que nos manifiestan los conflictos sangrientos, realizados en el nombre de «Dios». Como si esta ceguera hiciera parte de una represión psicológica colectiva, familiar, individual; esta inatención e inacción, como si supusiéramos en alguna parte que se justificasen, como si fuera el precio por pagar, las escorias de la Historia; vidas inocentes sacrificadas para mantener la cohesión social, como chivos expiatorios, para garantizar «la paz». Una parte inconsciente en cada uno de nosotros, esta que nos ata al miedo primordial sobre-vigilada celosamente por el «ego», parece consentir para hacernos cumplir a veces actividades innecesarias y en su mayoría brutales, presuntamente justificadas por creencias e ideologías.
La toma de consciencia acabaría por llevarnos a la rebelión, a la rebeldía liberadora y a la acción, en el momento cuando la luz del Espíritu llama por una decisión a tomar para ir adelante.
Las religiones y sus ramificaciones guardan preciosamente la memoria de la historia de sus conflictos, y enseguida, tienden a venerar sus mártires como testigos de su identidad distintiva, lo que se opone a la reconciliación y constituye una enorme pérdida de tiempo en el camino de la paz que solo se puede realizar por una decisión de perdón radical y de compasión universal.
Conviene entonces, dirigir un apelo a todas las religiones para someterse a un examen de conciencia crítica para identificar y resolver sus propios problemas, sus propias sombras, sus excesos de afirmaciones, de incoherencias, de lo que callan, lo inconfesado; lo que pesa sobre la respiración colectiva, sobre el entendimiento de la familia humana, y eso para acoger esta fuerza conciliadora, unificadora y creadora que propone la presencia del Espíritu, cuando la perspectiva se abre a lo universal, a la verdad de la Humanidad, esta que es verdaderamente humana y, según las creencias que uno adopta, también divina.
La consciencia subjetiva está en búsqueda de su soberanía. La soberanía se adquiere como construida sobre la base del reconocimiento de múltiples condicionamientos que están por soltar, por deconstruir por un trabajo constante sobre sí mismo. La crisis de identidad que estamos viviendo hoy en día a un nivel inopinado hasta ahora, provocan miedos profundos, porque tocan el sentido de la identidad nacional, étnica y familiar, vinculadas además a confesiones religiosas y existe así un miedo de perder sus raíces; sin darse cuenta que estas son referencias exteriores, cambiables, relativas con respecto a lo que constituye nuestra verdadera subjetividad, la cual está llamada a autoconstruirse en su evolución a partir del horizonte de sus intenciones y elecciones libres, enriquecidas por las informaciones disponibles en el tesoro de la sabiduría de la humanidad que nos incumbe de hacer más y más accesible. En fin, la soberanía tiene que ser ética, universalmente presente. La ética que protege al ser humano se auto-impone en su soberanía reconocida. Esta soberanía va a convertirse en planetaria, protegiendo la vida, la individualidad, la conciencia de cada uno según las reglas de derecho.