Se refugió del calor pegajoso en una cafetería. El ambiente, fresco y seco gracias al aparato de aire acondicionado, era agradable. Pidió un café con leche y un donut de chocolate. Hace ya tiempo que abandonó las dietas, y desde entonces se sentía más libre y ligera. Respiraba pesadamente, la tela del vestido seguía pegada a los pliegues de su cuerpo por culpa del sudor. Rebuscó en el bolso hasta dar con la superficie rugosa de su e-book. Había sucumbido a las maravillas de ese ligero y pequeño aparatito en el que podía transportar más de cien libros sin que su espalda se resintiera. Siempre escuchaba música mientras leía, pero no había cogido los auriculares. No le importó, solo una mesa más estaba ocupada, en el local reinaba el silencio.
Un hombre, que caminaba sorprendentemente derecho para la edad que aparentaba tener, entró con pasos lentos y pequeños. Pidió una horchata, «fresquita», y seis cruasanes pequeños de chocolate. No podía concentrarse en la lectura, así que se dedicó a observar cómo saboreaba con una exquisita lentitud la repostería mediocre y la horchata de sobre que ofrecían en aquella cafetería barata. La escena se vio perturbada en su quietud por un alboroto infantil que entró de manera arrolladora. Consultó la hora en la pantalla de su teléfono móvil: las 17.30, la hora de cumpleaños y meriendas. Engulló el cuarto de donut que quedaba en el plato y se dirigió a la salida. Un trayecto de apenas 45 segundos se transformó en una carrera de obstáculos. Cuando aún no había logrado tragarse la pasta azucarada en la que se había transformado el donut mezclado con su saliva, le dieron dos golpecitos en la espalda.
—Carolina, Dios mío, ¡cuánto tiempo!
Se le atragantó en el último momento y tuvo que fingir una sonrisa forzada mientras su faringe hacía esfuerzos por bajar el mejunje. Se abrazaron calurosamente, no por el afecto que se tenían, sino más bien por la bocarada caliente que entraba en el recinto cada vez que las puertas mecánicas se abrían. El pelo le atufaba a potitos, y en el cuello de la camisa podían verse restos de maquillaje, siempre un tono por encima del suyo. La notó seca entre sus brazos, pero una extraña flacidez se apachurró entre sus carnes llenas. Quiso invitarla a un café, pero lo rechazó alegando tener un compromiso importante, y se lanzó al inclemente sol de agosto.
Pestañeó varias veces hasta que la vista se le aclimató a la intensidad lumínica. Encendió un cigarro y espiró ansiosa. Lidia, su compañera de las tardes, no cesaba en su intento por pasarla al lado de la luz, el de los cigarrillos electrónicos. «Vapear es menos nocivo», aseguraba. A ella le parecía ridículo, el aparatito y la cara de lerdos que se les quedaba a quienes «vapeaban». Además, le gustaba el sabor rasposo del tabaco que le escocía en la nariz y la garganta cuando inhalaba el humo. El rastro amarillento y rancio que se le quedaba enganchado en la yema de los dedos no es que fuese a ponérselo como perfume detrás del lóbulo de las orejas, pero todo, en esta vida, tiene dos caras.
El aire acondicionado del autobús estaba estropeado. Por las rendijas de las ventanillas entraba en aire sofocante, caliente. Aquello parecía una caldera del mismísimo infierno, por suerte, no estaba demasiado concurrido y pudo sentarse en el lado de la ventanilla. Apoyó la frente, perlada en sudor, en la ventanilla, buscando un alivio que no encontró. Con un pañuelo de papel se secó el cuello y el escote, aunque no sirvió para nada porque antes de volver a guardarlo en el bolso volvía a estar empapada. El verano en Barcelona era asqueroso. Retrasaba la hora de llegar a casa. Solía bajarse una parada antes para pasar por el supermercado y comprar la cena y la comida para el día siguiente. Todo precocinado. Si un día se despertaba detallista, que solía coincidir con un viernes o sábado, compraba un par de cervezas artesanas, tan de moda que habían perdido su identidad.
Era gracioso, pensó, nada más poner la llave en la cerradura de la puerta de la portería le subía desde lo más profundo de sus entrañas hasta la cara un desprecio y malhumor tan apabullantes que a veces temía hacer una locura. Dicen que la casa de uno es su refugio, sin embargo, ella percibía su hogar como el campo de batalla de una guerra que dio por perdida hace mucho tiempo. Hacía demasiado calor. Subió las escaleras con pesadumbre. Al entrar en casa, dejó las llaves en su sitio, tiró la chaqueta encima de la silla más cercana a la puerta. Se quitó los zapatos y se puso las zapatillas de estar por casa. De pequeña le encantaba caminar descalza, ahora no lo podía soportar. Fue al baño, en silencio, y se dio una ducha rápida para refrescarse. Abrió la nevera, solo para constatar lo que ya sabía, y fue a buscar el móvil. La miraba desde el sofá, con ojos tristes y suplicantes. Humillados.
—¿No has comprado cena? —preguntó— Puedo improvisar algo.
Negó con la cabeza.
—¿Chino te hace?
Ni siquiera lo miró cuando le preguntó, porque cuando lo hacía le odiaba. Se odiaba.