Supe tras leer a Rubén Darío: la juventud es un divino tesoro que se va para no volver. Aunque cuento con seis décadas y aún me siento joven y productivo, fui un limeño acostumbrado al bullicio de las calles y a otro tráfico en circulación: de drogas o influencias. Tras la bancarrota de mi familia perdí el trabajo y la brújula para encontrar el derrotero, con estudios superiores truncados me fue difícil conseguir empleo. Vagué todo un año sin oficio ni beneficio. Al cumplir los veintisiete, dejé mi ciudad natal para ir a vivir al Cusco, capital imperial durante el Incanato, donde reencontré el camino perdido. Llegué en el momento indicado, a inicios de un boom turístico y me convertí en un guía de aventuras en ambiente pastoral, lejos del tráfico. Durante los siguientes veintisiete años recorrí los Andes desempeñando una profesión en la que me sentí a gusto. Puedo deducir que una poderosa energía me guardó la espalda en los senderos o al descender los ríos, los lugareños lo describen como Apus o ángeles protectores, yo, prefiero soñar en la fuerza de los hados. En diversas oportunidades sufrí estoico la inclemencia del clima, ahora puedo vanagloriarme de que salí bien librado: dos dedos congelados y carnosidad en los ojos.
Desde un inicio me identifiqué con la fiera belleza de las montañas y llegué a sentir una paz infinita al contemplar un horizonte vasto y descarnado. Mientras los campesinos aceptan un medio ambiente hostil con fatalidad y complacencia, yo, paso a paso, dejando huellas, voy descubriendo la fuente de su poderosa seducción.
Recuerdo uno de los tantos viajes en el que iba embarcado con una familia europea en un trekking de tres días. Luego de seis horas en un prolongado ascenso, alcanzamos los 4,200 metros de altura. Desde ahí se distinguen pequeñas viviendas, muchas de ellas abandonadas. Los pobladores que han decidido permanecer subsisten cultivando papa y pastando ovejas. Los clientes se mostraban fascinados con lo inhóspito del territorio y las viviendas de piedra de siglos pasados. Una familia lugareña nos permitió visitar su casa, no contaba con pisos ni ventanas, un solo ambiente, ático de madera y un desorden organizado. La visita fue muy corta, el humo del fogón nos expulsó rápidamente. Después, observo a los adolescentes foráneos distinguir que, a pesar de su primitiva existencia, con una escuela cerrada, sin tiendas ni teléfonos, los niños andinos son felices. Tras continuar camino, vimos a una oveja recién nacida maniatada por protección, lloraba con un quejido. A lo lejos se distingue al rebaño cruzando un puente rustico; es increíble que le tengan temor al agua en movimiento. La joven, se enternece con la pequeña, la abraza y ante el supuesto abandono pide permiso para llevarla consigo. Le expliqué los motivos de su atadura y que todo iba a estar bien. Fue entonces, cuando, enternecida, decide quitarse una chalina de alpaca y envolverla en el cuello del pequeño, y se aleja consternada. La ironía de las lanas y la inocencia de una niña.
Los caminos de la vida me condujeron a Brooklyn, NYC donde me establecí luego de haber pasado veintisiete años en el Cusco. Obtuve una licencia de guía de turismo, luego de estudiar la historia de una fascinante ciudad y aprobar un examen. En el Perú, los guías de turismo estudian durante tres años. Trabajé en buses de dos pisos y realicé múltiples caminatas para mostrar los recovecos a entusiastas visitantes. Para complementar ingresos en una ciudad de vivienda cara, también paseo perros. Los efectos de la pandemia aniquilaron a un turismo que tardará en retomar los acostumbrados sesenta millones de visitantes. Ahora solo puedo pasear perros en una metrópoli de cemento y veredas de fierro fundido; el tráfico también existe, aunque está controlado. La bicicleta es la manera más efectiva para desplazarse en Brooklyn, lo descubro tardíamente al evitar subir a transportes públicos por temor al contagio. Trabajo con una aplicación que conecta a perros con paseantes: Wag, el Uber de los perros, cuenta con un GPS que marca las distancias recorridas. En los Estados Unidos la raza más popular es el Labrador, en Nueva York existen innumerables castas, tantas como nacionalidades e inmigrantes. La gentrificación en los barrios también se distingue a través de los canes. Tengo flexibilidad e independencia y cuento con muchos cuadrúpedos que me esperan ansiosos por salir a pasear. A veces, me siento un intruso al ingresar a viviendas de lujo o proyectos de ayuda social. Me recibe el desorden y la evidente escasez de tiempo para los quehaceres o la pulcritud de una ama de llaves, con instrucciones precisas para caminar animales que permanecen enjaulados o en cuatro paredes, dependiendo del entrenamiento.
Este trabajo al aire libre me mantiene en buen estado físico. Las calles en su frenética actividad muestran miseria o bonanza, las dinámicas son parecidas, aunque los idiomas sean diferentes. Observo: adictos a la nicotina en busca de cigarros descartados; recicladores bebiendo alcohol; personas con disturbios mentales que repiten cansinamente: cambio, tienes cambio o monedas para compartir; gente que duerme en las calles, drogas; personas que buscan refugio en las bibliotecas públicas; trabajadores de construcción, niñeras, todos envueltos en frenética actividad. Escucho: una cacofonía de sonidos altisonantes distinguiendo claramente las ambulancias, bomberos y policías; martilleo en construcciones y bocinazos de quienes viven eternamente apurados. En contraparte, los barrios pudientes presentan orden y limpieza, la educación de sus moradores es evidente. La ciudad se moderniza y viejos edificios son remplazados por mamparas de vidrio y estructuras ligeras, mientras hileras de viviendas de piedra rojiza son un recordatorio del periodo dorado de fines del siglo XX.
En la calle, cajas de libros esperan junto a lo descartado por falta de espacio. Cuando caminaba un perro anónimo, me sorprendió ver una máquina para remar abandonada en la calle. Los años de capitán de rio y los descensos en balsas me colmaron de nostalgia. Me senté y descubrí una óptima condición, lo levanté y aunque pesaba por el metal incorporado, decidí llevarlo conmigo. Tenía que terminar la caminata ir en búsqueda de mi auto y recogerlo, pero en el entretiempo se corría riesgo si surgía otro interesado. Un italiano afable me dijo: sé lo que estás pensando, si quieres puedo guardarlo por unas horas, dime cuándo vienes. Funcionó, ahora remo mientras escucho música y puedo trasportarme mentalmente al rio. Tony es una muestra del espíritu altruista neoyorquino.
Los libros abundan en casa, producto de mi contante deambular. Novelas de autores desconocidos o laureados son recogidos sin turbación alguna, soy un lector empedernido que aprecia la oportunidad de leer.
Hay modernos edificios que tienen áreas verdes para los perros, otros no los aceptan. En una oportunidad fui contratado para jugar con un cachorro dentro de un apartamento, desempeñaba mi labor cuando una voz me dice: busca los juguetes en el cajón, me intimidó saber que era observado. Mucha gente adopta canes rescatados, algunos han sido abusados y necesitan un tiempo para sanar sus heridas. Muchos galgos que han dejado las carreras viven ahora el retiro, existen razas que proyectan la personalidad de sus amos. Los rottweilers, mastines o pitbulls arrojan una imagen de rudeza y así me siento cuando camino con ellos, por el contrario, un pekinés con faldita rosada me hace sonreír por la incongruencia. El invierno está por culminar, fue uno de los más rigurosos en mi corta experiencia, pero he descubierto que las oportunidades de trabajo se incrementan en las gélidas temperaturas y se debe usar la ropa adecuada. Mi experiencia a los rigores de los Andes me permite desenvolverme acorde.
Tengo clientes que me otorgan generosas propinas, hay demanda, pocos se animan en el inclemente invierno. Me desplazo en una vieja bicicleta que recibí de regalo, como dato adicional: solo le funcionan dos cambios. Cuando salgo de casa en las mañanas me enfrento a una subida tendida, muy conveniente, al retornar cansado llega la bajada. En uno de los requerimientos, quise cortar camino e ingresé a una avenida que no es para bicicletas, existen calles para tal fin, van pintadas de verde. Cometí un error, al esquivar un alcantarillado me abrí y el retrovisor de un carro golpeo mi timón, para caer despachurrado. Con suerte no fui atropellado y solo tuve laceraciones en las manos y rodillas. La señora de color envuelta en el accidente quiso llevarme al hospital, le dije que no era necesario, que iba atrasado, y que un perro me estaba esperando. Mientras, por otro lado, un vendedor de tacos testigo del accidente insistía que le debía pedir dinero, me negué, yo había sido el causante.
Aunque la nieve es bienvenida, la sal utilizada para derretirla no lo es, algunos perros sufren y deben usar botas. Cuando los perros orinan en la nieve, me recuerda a las raspadillas de jarabe amarillo que disfrutaba en mi niñez. Mientras caminaba un perro me topé con un encuestador, lo hice andar a mi paso para contestar sus preguntas. Se trata de un muestreo para determinar si es que una pala para recoger caca tendría éxito en el mercado perruno. Le di mi opinión: prefiero recogerla con bolsa y aprovechar cuando aún está caliente.
Después de haber completado 1,300 caminatas con Wag, me doy cuenta de que pude llegar caminando de Nueva York a Florida.