Los ojos de todos están puestos en su figura lánguida y encorvada. La encargada, a una distancia prudente, sigue con escrupulosa atención el movimiento de sus manos temblorosas, que rebuscan en los bolsillos de la chupa. Una extraña relajación le tuerce el gesto cuando la yema del dedo corazón roza una moneda.
—Un croissant y un café con leche —dice dejando de manera triunfante la moneda de dos euros sobre el mostrador.
—Son 2.10 —lo ha dicho con pena. Se ha sentido compadecida y, si no fuera por la mirada de la encargada taladrándole la nuca, lo habría pasado por alto—. Te faltan diez céntimos.
La cafetería entera parece seguir con interés la búsqueda nerviosa de sus manos. Echa un vistazo, de reojo, y todos fingen estar ignorando la escena. «Estos cabrones», piensa, «se relamen en la miseria humana». Cuenta minuciosamente las monedas: diez monedas de un céntimo. Las deja ordenadas, sobre el mostrador, al lado de la moneda de dos euros para constatar su éxito.
—Un croissant y un café con leche —vuelve a decir.
La chica coloca con desgana el croissant sobre la bandeja de plástico, y atiende a otro cliente mientras está lista la cafetera.
—La leche caliente, por favor.
Coge la bandeja y se sienta en la mesa más cercana. Ha derramado un poco de café, y suelta un improperio. Un grupo de chicas, sentadas en la mesa de al lado, lo miran de pies a cabeza con desagrado. Las cuatro tienen ese tono bronceado y dorado que da la buena vida mediterránea. Se levantan y van a la caja a pagar. Mantienen una conversación en cuchicheos con la encargada, que se despide de ellas con gesto amable y compungido.
Desmenuza metódicamente el croissant. Como un pajarillo que come de la boca de su madre, traga sin masticar los pedacitos del croissant seco. 2.10€ por un croissant seco y un café quemado. La encargada, con toda su corpulencia, se ha plantado delante de él con los brazos en jarra. Carraspea, y levanta la mirada vidriosa para no sentirse intimidado. Lo mira con desdeño.
—Si no vas a tomar nada más, tienes que irte —le informa—. Las mesas son para los clientes.
Mira su taza, la señala con un gesto casi imperceptible:
—No me he acabado el café.
Ninguno de los dos se atreve a moverse, se calibran la una al otro, valorando quién ganaría en un cuerpo a cuerpo. Es ella la valiente que decide romper el silencio.
—Bueno, cuando te acabes el café, te largas.
Se lleva la mano a la frente a modo de saludo militar, asintiendo obediente a las órdenes de la encargada. Se toma el café de un sorbo, y se larga despidiéndose descaradamente. Solo la chica que le ha atendido le responde, con un discreto gesto de cabeza. Mira por última vez el cartel que reza «Se busca personal», se mete la mano en los bolsillos de la chaqueta raída y sube por la calle Princesa.
—Perdona, ¿tienes un euro? —Levanta las manos para que vea que no tiene nada, y niega con la cabeza, sin mirarle, sin dejar de hablar por teléfono. La ha parado un poco por costumbre, y porque le ha recordado a su hermana.
Está toda la troupe en el banco. La misma estampa desde hace veinte años. Más viejos, más gordos, más demacrados, pero ahí siguen. Haga sol o nieve, con una birra en la mano y un cigarro en los labios, riendo despreocupadamente. A veces, cuando hay alguna pelea, uno tiene que desaparecer unos días, para siempre acabar volviendo. Da un trago a la litrona, caliente, sin gas. Hace sol.