Cristina lloraba en silencio y se sorbía los mocos patéticamente bajo la atenta e incómoda mirada de Lucas, que le acariciaba la mano con tanta delicadeza que apenas rozaba el aire que los separaba, y susurraba inaudibles palabras de consuelo. Tenía el gesto contraído en una mueca agobiada de incomprensión, miraba a su alrededor con ojos ansiosos en busca de cualquier mirada indiscreta o murmullo sobre la escena que tenía lugar en esa mesa escondida de la cafetería. Cristina, anegada en lágrimas, no se percataba de la incomodidad del chico.
Una risa despreocupada la sacó del papel de despechada del año. Se enjuagó teatralmente los ojos con el reverso de la mano. Cogió una de aquellas servilletas 100% recicladas de color marrón y tacto áspero, y se sonó los mocos. Tenía la nariz irritada, dejó en el papel restos de maquillaje. Le había ofendido la risa de aquellas chicas, tan ajenas a su dolor. «El mundo, al menos el más inmediato, debería pararse por completo ante el dolor de una», pensó.
Lucas empujó la silla con delicadeza y se despidió en un susurro. Se quedó sentada, como parte del mobiliario, moqueando. El café se había quedado frío y estaba aguado. Dio un último sorbo y fue a la caja a pagar. Un grupo de chicas y chicos delante de ella hablaban animadamente, detrás de ella, un hombre clavo vestido completamente de negro, gesticulaba enfatizando mientras hablaba por el teléfono móvil.
Está de pie, en la cocina, comiendo almendras directamente de la bolsa. Había comprado unos tarros de cristal que no utilizaba. Se había tomado la molestia de decorarlos y marcar con cartelitos escritos qué iría en ellos. Cursilerías que hacen las paradas y solteras. Ni siquiera era una actividad de persona solitaria; organizó una tarde de manualidades con sus amigas. Ojea aburrida el móvil, con ojos cansados. Se ha registrado en una de esas aplicaciones de ligoteo de las que tanto había renegado cuando formaba parte de la maravillosa tribu urbana de las parejas. «El amor, la complicidad no se encuentra en un escaparate virtual», solía decir a sus amigas. Y era verdad. No lo del amor, que ya había aprendido que no existía. No, lo que era absolutamente cierto es que aquello no era más que un escaparate virtual de carne.
Llevaba dos días sin ducharse, no se había quitado el pijama, y estaba enganchada a Netflix. Consumía series como lo hacía con las patatas fritas o los pretendientes de Tinder: ansiosa y compulsivamente. Era una estampa grotesca. Desde su torre, la vida resultaba cómoda. Sin presiones, ni expectativas. Se metió un puñado de patatas en la boca, llenándose la pechera de migas. Se acordó de su madre. De niños tenían terminantemente prohibido comer en el sofá, y mucho menos tocar el mando de la televisión o los marcos de la puerta con las manos pringosas.
Fue una mezcla de aburrimiento, y de lástima por sí misma, lo que la animó a aceptar su invitación. Olía a primera cita entre dos desconocidos. Exceso de maquillaje y de perfume, sudor nervioso y un chicle de menta para disimular el mal aliento. «¿Se ha rociado con Axe?». El restaurante era deprimente, con esa decoración anodina y sin gusto, imitando un estilo industrial desfasado. Una iluminación tenue pretendía crear una atmosfera cálida y propiciar intimidad entre los comensales. Tarea inútil, el restaurante estaba tan abarrotado, y las mesas tan juntas, que alcanzaba a escuchar como la chica de la mesa de al lado masticaba el bistec seco que se había pedido. El vino era peleón. Se rio más de lo que esperaba, tal vez por los nervios, tal vez el chico era gracioso de verdad.
Se metió directamente en la ducha. Se embadurnó la cara con uno de esos jabones desmaquillantes bajo la ducha, que no servían para nada. Sabía que se despertaría con la barbilla llena de granos. Se puso el pijama, y recogió el pelo en un moño desaliñado. Aquel jabón era una mierda, tenía chorretones de máscara de pestaña y lápiz de ojos en las mejillas. Cogió una bolsa de patatas fritas al punto de sal. Se sentó en el sofá. Entró en su sesión de Netflix, puso el capítulo 3x6 de su serie favorita. La había visto tantas veces que se sabía los diálogos. Se recostó, puso los pies encima de la mesa. Abrió la bolsa de patatas.
—Mañana adopto un gato.